El esperpento de Hugo Hiriart
POR GUILLERMO ESPINOSA ESTRADA
La narrativa de Hugo Hiriart me gusta por imposible. Escribir una novela de caballerías en la segunda mitad del siglo XX es una empresa destinada al fracaso, por eso Galaor (1972) tiene algo de inaudito: es una obra tan ambiciosa que sólo nos queda tomarla en serio. Algo parecido sucede con Cuadernos de Gofa (1981): cualquier otro narrador, siguiendo a Borges, se habría conformado con esbozar en un relato los principios de una civilización fantástica; sólo Hiriart lleva el juego a sus últimas consecuencias y se pierde de forma gozosa en las fronteras de su propio espejismo. Lo mismo podríamos decir de La destrucción de todas las cosas (1992) y El actor se prepara (2004) —una novela histórica proyectada hacia el futuro, así como una historia policial de trasfondo teológico—, porque la narrativa de Hiriart no sólo pretende lo impensable, incluso aspira ir un poco más allá. El águila y el gusano continúa con coherencia esta trayectoria: ahora el autor exhuma otro género de la tradición —la “acción en prosa”, como la bautizara Lope de Vega— y escribe cinco actos de una novela dialogada que busca crear un fresco de la corrupción social contemporánea.
El título proviene —me sugiere Google— de una de las fábulas de Trilussa, aquella donde una águila vuela hasta la cúspide de una montaña y, al llegar ahí, mira a su alrededor para encontrar un gusano. Decepcionada por haber alcanzado un lugar tan alto, y estar en semejante compañía, le dice: “Yo llegué aquí volando, ¿tú?”, y el gusano le contesta: “arrastrándome”. La moraleja es obvia: mientras unos ascienden por talento, otros pueden hacer lo mismo por medio del servilismo y la humillación. Y esta “gusanera” es el país nuestro de cada día: uno donde “la miseria se propaga imparable, se multiplica a diario, y la gente está por completo impecune y desesperada”, en el que “ya ni la policía ni nadie investiga nada y tenemos que quedar siempre sumidos en el arcano y la perplejidad”, y donde la única solución imaginable es que “un ejército de sanidad de la ONU venga a fumigar con DDT no sólo esta casona de gobierno, sino toda la ciudad y hasta el territorio nacional, a lo largo y a lo ancho, y acabar de una vez con todo esto”.
Pero El águila y el gusano es algo más que denuncia —afortunadamente, porque sus acusaciones coinciden con las que todos, desde el taxista al funcionario, compartimos en estos tiempos—; es, al mismo tiempo, un libro inteligente. Y hay dos ideas que me atraen en particular; la primera se encuentra cifrada en una alegoría histórica. Un personaje asegura que “en nuestro país se asume la amedrentada figura de Moctezuma II como modelo político”; en una vocación por el fracaso y la derrota “se le imita estrechamente, se lo eleva a ejemplo moral y político” y esta emulación explica, de forma elocuente, nuestra circunstancia. Pero en los alrededores de Tabasco se han descubierto los restos de una civilización desconocida, la de los “indios pipo”, cuyos avances culturales podrían solucionar nuestro fracaso: “monoteístas, con alfabeto y sin reyes, único caso de república democrática en tierras precortesianas”. Los personajes peregrinan hasta el lugar de los hallazgos pero, antes de llegar, el sitio arqueológico es destruido por “los Malos”: “saquearon, pateando figuras que ahí había, y maculando con picahielos y con grafitis obscenos las pinturas y los escritos de las paredes, y robaron de ahí las cosas que les pareció que podían mercarse.” La imagen no podría ser más desoladora, de alguna manera cancela cualquier posibilidad de redención.
Por otro lado, hay algo que me gustaría leer con optimismo, aunque no sé qué tan fundado; hablo de su forma literaria. Rescatar la “acción en prosa” —género en el que fueron escritas La Celestina (1499) y La Lozana andaluza (1528), entre otras obras maestras— sugiere ya la búsqueda de una estructura capaz de dar fe de un mundo cambiante, mutante y en crisis. Sólo el coro de voces, enunciadas desde distintas perspectivas, puede aspirar a retratar una realidad que, en su desorden, se resiste a ser narrada. Hiriart, como buena parte de sus colegas, está intentando nombrar el horror en un país donde la gente “está tan desesperada que no hay palabras”, las pocas que permanecen se “desdoran” al “aplicarlas a una realidad tan soez”, y donde se practica una “media lengua” —“uta, pus, este…”— que sólo pone en evidencia el barbarismo de sus ejecutantes. Ante esta precariedad léxica el autor responde con un estilo barroco, abigarrado, que si bien peca de “engolado e histriónico” —como los mismos protagonistas lo califican—, expande las posibilidades expresivas del discurso y, al hacerlo, también extiende los límites de nuestro entendimiento —y, con ello, de nuestra capacidad de indignación.
En cuanto a risas, el libro queda a deber. Este no sería un problema si no fuera obvio que Hiriart las buscó, sin hallarlas. Hay, eso sí, sátira, parodia y, más que “acción en prosa”, yo hubiera subtitulado el volumen como “esperpento”: muchos gordos, muchos monstruos, mucho grotesco. Y no deja de ser desconcertante que al autor de la genial Disertación sobre las telarañas (1980) se le haya escapado la comedia. Tal vez sea otro síntoma de nuestros tiempos: hasta hace poco se creyó que la risa era una arma insustituible para ejercer la crítica. Hoy, tras miles de muertos, aparece sólo como un gesto inane, casi irresponsable, desamparado ante el horror.
* Hugo Hiriart, El águila y el gusano, Random House, México, 2014, 348 pp.
*Fotografía: En su nueva novela, Hiriart revive géneros como el esperpento / Archivo El Universal.