El huizache

Sep 2 • destacamos, Ficciones, principales • 7877 Views • No hay comentarios en El huizache

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Una mujer cuenta su historia amorosa, que para ella es un país colonizado por la derrota, manifestación de su propia disidencia frente a las convenciones de la vida en pareja

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POR LOREA CANALES

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Uno se crea su propia historia. Es en la manera de repasar el pasado que lo recreamos, decidimos lo que sucedió y cómo sucedió. La historia, dicen, la cuentan los ganadores. Ellos crean la narrativa oficial, erigen las estatuas con sus héroes, deciden qué fechas del calendario serán festivos. ¡El día de la Independencia! ¡Viva! Si hubiéramos perdido quizás celebraríamos otras cosas. El cumpleaños de la Reina, por ejemplo. Pero la de uno, la de uno mismo –quién más que uno mismo– qué otra historia más que la nuestra, la propia, ¿cómo contarla? ¿A qué darle énfasis? ¿Qué celebrar?

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Tengo mi versión, pero estoy terriblemente consciente de las otras. Discrepo: los perdedores, las víctimas, también se quedan con su historia, se quedan con su recuerdo, con su dolor. Discrepo: la narrativa oficial no es creíble. Se queda el dolor. Dicen que los países colonizados como los nuestros –como el mío– están condenados a un complejo de inferioridad, a verse menos siempre, a achicarse –como dicen en el futbol, con referencia, supongo, a los testículos. Hace algunos años vino un poeta español a San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, cuna del Zapatismo del Sub-Co, con altísimo porcentaje de pobreza y población indígena. El poeta, por su parte, nació poco antes de la guerra civil en León y vivió su infancia de forma bastante precaria –según su autobiografía, que leí: una infancia con frío, con hambre, golpes, miedo y hasta con un sacerdote indecente. Llegó a nuestra selva el sensible poeta, soltó una lágrima, infló sus españoles pulmones y exclamó:

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—¡Perdonadme!

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Y el público hizo todo lo posible para contener la risa. ¿Qué tenemos que perdonarte a ti, viejo poeta? Pero el poeta, en su culpa, se sintió también conquistador. Se sintió heredero no sólo de Cervantes, sino de Cortés. Perdonadme.

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La suegra me odia. Siempre me odió. Desde el primer día que me conoció me hizo sentir muy claro que yo no era lo que ella esperaba para su hijo. No. Yo era menos, mucho menos. Una cucaracha, quizás. ¡Como a una plaga intentó echarme! El veneno que salió de esa mujer: ¿que dónde me crié, que cómo se me ocurría? A ella podrían no gustarle mis minifaldas, pero su hijo moría por mí. Que si usaba medias moradas. Veo todavía como él me las arrancaba con la boca y se relamía los labios, como si fuera mermelada de moras. Sí, yo usaba escotes que dejaban ver mi brassier de colores brillantes. Mi mamá me decía: el que no enseña no vende. Yo vendía. Eso nunca le dijeron a su hija, esa Isabelita que de tan casta sólo atraía a hombres castrados como su marido ése –que no por castrado es estúpido, sabe lo que no tiene y está lleno de un odio que descarga contra los niños; contra los niños echa su odio y se contiene, les alza la voz pero no la mano, los trae a raya, los regaña, no se permite pegarles, pero es como si lo hiciera, y sabe, como esos perros violentos tan bien amaestrados, sabe que un día se le va a lanzar al cuello a alguien. Ese animal un día va a explotar y yo no quiero estar ahí para presenciarlo, pensaba yo.

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Entiéndalo suegra: su veneno funcionó. En mí, como en las cucarachas, tarda en surtir efecto. Seguí caminando, adentrándome en su familia, contaminándola mientras me barrían de los rincones. Al primer contacto con el veneno parece que no nos hace nada, entonces aprietan más el spray letal y ajustan la puntería para asegurase que realmente se nos aniquile. El bicho sigue caminando, sin embargo; un poco borracho acelera el paso, saca las alas, ¡ay, es de las que vuelan! Y luego sale la chancla o la escoba para ahora sí dar de palos; dejemos pretensiones, limpiaremos las vísceras después, todo se puede desinfectar. Ah, pero yo vi la sombra de la escoba, yo vi cómo el zapato descendía sobre mí y huí, fumigada y todo, huí con mis hijos para liberarme del veneno de su familia.

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Y usted suegro: usted es el peor de todos. Un eunuco. Tan buena gente, tan piadoso, tan indiferente que ni cuenta se da de lo que sucede alrededor suyo. Me imagino que de joven alguna vez tuvo algo –quién sabe, quizá ni entonces– y sólo se dejó arrastrar por la vieja esa. He visto niños así, completamente desapegados de lo que sucede en su entorno. Pero usted no es nada más víctima, sino un cobarde. El problema no es de los tiranos, sino de los que les tienen miedo. No hay cabrón sin pendejo, decía mi mamá.

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Y si ahora parece que yo soy la cabrona, es porque me fui. Me regresé a casa de mi papá, en paz descanse mamá.

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Esos años fueron los peores, cuando mi mamá moría y yo no podía estar con ella; yo tenía que estar en mi casa decidiendo qué hacer de comer, yendo al súper, aprovechando las últimas ofertas. Mi mamá moría y yo esperaba que los niños regresaran de la escuela. Mi mamá moría y yo contestaba las preguntas de mi suegra al teléfono: sí, llevaría a los niños en la tarde; sí, el nuevo profesor de tenis no era muy bueno; sí, era una pena el tráfico tan terrible; sí, el aceite de oliva en Costco no era malo. Mi mamá moría y usted me presumía de su hija y de sus otros nietos, invariablemente más castrados que los míos. Los míos andaban cochinos. Se lavaban las manos, pero les quedaba tierra bajo las uñas y se vestían como pandilleros. Se les caían los pantalones, que les quedaban muy largos o muy cortos, y un día uno no traía calcetines. Los dos son contestones, cierto. ¿No extraña ahora la dulzura de sus voces? ¿No extraña en este momento sus carcajadas? Mis hijos son hombres –salvajes, enteros– ni siquiera han preguntado por usted. Jamás me han dicho: ¿por qué nos fuimos? Ellos saben. Y les gusta la luz de acá, el calor, el mar. Ya hasta han agarrado acento norteño. No dejaré que se burle de ellos. Cuando los vuelva a ver –si los vuelve a ver– serán hombres, con jeans ajustados y botas vaqueras de armadillo o de lagarto. Quiero ver su cara cuando los vean sus primos de calcetín de cachemira y mocasines de gamuza.

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Su papá, mi esposo, su hijo, él está más perdido que todos; ni sabe qué le pasó. Heredó el buen corazón de su padre y trata de mantener a todos contentos. No se puede, mijo, le digo. No se puede darle gusto a todos. Okey, sí: yo lo enculé, lo engatusé, lo enredé entre mis encajes, uñas y tacones. Enfundó su cabeza entre mis pechos y se quedó, como esos caballos que no pueden ver más que para dónde van: directo a mí. Como es bueno y no un cabrón, pues hubo boda, hijos, y todo lo que viene con eso: hipoteca, colegiaturas, seguros médicos. De un tirón el niño tuvo que crecer, porque para vivir como dios manda –frase de usted– había que tener nana, cocinera y mozo. Yo le decía que no necesitaba eso, a mí me gusta criar a mis hijos.

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—No digas criar—decía él.

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Ni orinar, ni cabello, ni groserías. Yo decía maldiciones, no groserías. Puto, cabrón, pendejo: ésas. Tuvo que crecer de un tirón, de a luego. ¡A huevo también! Pero cuando creces educado para complacer, no sólo tienes que complacer a la esposa y a la mamita, también al jefe. Y él también, como su mamita y yo, vio su potencial, y él también tenía sus mañas: que si lo hacía socio, que si el sueldo, que si la oficina con vista; así se traía a dos o tres, el muy cabrón. A uno le decía que le daba una cosa para que el otro la quisiera y así los traía del culo. A mí ya no. A mí apenas me veía. Cogíamos en dos minutos bajo las sábanas con las luces apagadas; era como un trámite fisiológico, como cepillarse los dientes. Lo hacíamos porque era bueno para la salud. A mí me daba pena, de veras, compasión. Lo veía poco y cansado, tan la sombra de lo que fue. ¿Se acordará de cuando nos fuimos al nevado? ¿Y el viernes ese en que salimos de la oficina y nos fuimos a Cancún? ¿Cuántas veces le dije que no necesitábamos el dinero, que yo también podía trabajar? Ahora que volví a poner la agencia me doy cuenta de cuánta falta me hacía. No, cómo iba yo a ser agente de viajes, tan poca cosa eso de hacer reservaciones. ¡Pero me gusta hacer reservaciones, me gusta negociar con las líneas aéreas y los hoteles! Y las arpías esas, las hienas que querían llamarse mis amigas; comiditas los jueves: ¡a huevo! Ellas sí podían decir a huevo, porque también decían ¡ay, no mames! Aunque con un tono meloso como sus uñas manicuradas. En cambio yo –ay, qué risa– hablaba golpeado. Así decían antes de insultarte: ay, qué risa, traes algo entre los dientes; ay qué risa, tu hijo no pronuncia bien las erres. Todo les daba risa y todo era tierno: ay, qué tierno el niño que vendía chicles en el restaurant –no era tierno, tenía hambre; ay, qué risa, no has podido bajar esos últimos kilitos. Una flaca calaca me dijo: A mí me costó muchísimo trabajo enflacar; mira, lo que tienes que hacer es tener disciplina para pensar como anoréxica, todo engorda y que la comida da asco. Nothing, pero nothing tastes as good as skinny does.

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—Sí, pizza fría, vieja de una semana y salida del refrigerador —se me ocurrió decir.

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Se morían de la risa. Neta, sí creo que les caía bien, o que sí les daba risa, la suficiente como para que ya estén viendo a quién te presentan. Otra vieja que complacer. Hay pendejos que así las acumulan: la mamá, la ex esposa, la otra ex, la amante, la nana, la hija, y se pasan la vida con la lengua de fuera tratando de alegrar a todas. Yo no sé qué decirte: quiero que vengas si a ti te da la gana, no porque yo te lo pedí; quiero que vengas porque extrañas a tus hijos, porque quieres dormir conmigo todas las noches, no de 12 a 6 de la mañana. Un año contamos y habías pasado más noches fuera de la casa, ¿te acuerdas? Pero de lo que no te acuerdas –porque no puedes– es que cuando sí estabas, andabas quién sabe dónde.

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¿Qué historia nos vamos a crear? ¿Qué les vamos a decir a nuestros nietos? ¿Qué historia me voy a contar a mí misma? Hubo un tiempo en que sí pensé que mi historia era la de la ranchera que llegó a la capital, que sí dejé que me vistieran de seda y cachemira azul marino, que refiné mis modales, que le pedí a la muchacha que usara uniforme y me hablara de usted pese a que se me hacía lo más denigrante de este mundo. Aquí Esperanza, la que me ayuda, se viste como le da la gana y me habla de tú. Nos dicen que parecemos hermanas, a mí me da gusto eso. No pasa un día sin que piense qué diría tu mamá si nos viera. Pero también pienso en ti. ¿Cuál va a ser nuestra historia? ¿Cuánto tardará el veneno en surtir efecto? ¿Vendrás como el poeta español a pedir perdón aunque no haya sido tu culpa? ¿O me llegará un sobre del abogado de la familia con los papeles de divorcio? Cuando te dicen cactus, te salen espinas. Pero yo no soy un cactus, ni cucaracha, si acaso un huizache. Sólo quería darte sombra, me trataron de matar y florecí.

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ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

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