El inamovible carácter del hombre
Por cortesía de la editorial Anagrama, presentamos un fragmento de Fortuna, obra galardonada con el Premio Pulitzer de Ficción 2023
POR HERNÁN DÍAZ
Como desde su nacimiento había disfrutado de casi todas las ventajas posibles, uno de los pocos privilegios que le estaban vedados a Benjamin Rask era el del ascenso del héroe: la suya no era una historia de resiliencia y perseverancia, ni la crónica de una voluntad inquebrantable que le había forjado un destino del más noble de los metales a partir de poco más que escoria. Según la contraportada de la Biblia familiar de los Rask, en 1662 los antepasados de su padre migraron de Copenhague a Glasgow, donde empezaron a importar tabaco de las Colonias. Durante el siglo siguiente, su negocio prosperó y se expandió hasta el punto de que parte de la familia se trasladó a América para supervisar mejor a sus proveedores y controlar todos los aspectos de la producción. Tres generaciones más tarde, el padre de Benjamin, Solomon, compró las acciones de todos sus parientes y de los inversores externos. Dirigida ya solo por él, la compañía siguió floreciendo, y Solomon no tardó en convertirse en uno de los tratantes de tabaco más importantes de la Costa Este. Quizás fuera cierto que sus productos provenían de los mejores plantadores del continente, pero más que en la calidad de su mercancía, la clave del éxito de Solomon estaba en su capacidad para sacar partido de un hecho obvio: por supuesto, el tabaco tenía un lado epicúreo, pero la mayoría de los hombres fumaban para poder conversar con otros hombres. Solomon Rask, por consiguiente, no solo era proveedor de los mejores puros y mezclas para pipa, sino también (y por encima de todo) de excelentes conversaciones y conexiones políticas. Ascendió a la cumbre de su profesión y se afianzó allí gracias a su sociabilidad y a las amistades cultivadas en el salón de fumadores, donde a menudo se lo veía compartiendo uno de sus figurados con sus más distinguidos clientes, entre los cuales se contaban Grover Cleveland, William Zachary Irving y John Pierpont Morgan.
En el punto más alto de su éxito, Solomon se construyó una casa en la calle 17 Oeste, que estuvo terminada a tiempo para el nacimiento de Benjamin. Sin embargo, se lo veía muy poco por la residencia familiar de Nueva York. Su trabajo lo llevaba de una plantación a otra, y siempre estaba supervisando casas de curado o visitando a socios comerciales en Virginia, Carolina del Norte y el Caribe. Incluso poseía una pequeña hacienda en Cuba, donde pasaba la mayor parte de los inviernos. Los rumores acerca de su vida en la isla le valieron una reputación de aventurero con gusto por lo exótico, lo cual era una ventaja en su línea de negocio.
La señora Wilhelmina Rask nunca llegó a poner un pie en la finca de su marido en Cuba. También ella pasaba largos periodos ausente de Nueva York, de la que, en cuanto regresaba Solomon, se marchaba para alojarse temporadas enteras en las casas de veraneo que tenían sus amigas en la ribera este del Hudson, o en sus mansiones de Newport. Lo único que compartía visiblemente con Solomon era la pasión por los cigarros, de los que era fumadora compulsiva. Como se trataba de un placer muy poco común en una dama, solo se entregaba a él en privado, en compañía de sus amigas. Pero eso no le suponía ningún impedimento, dado que siempre estaba rodeada de ellas. Willie, como la llamaban sus allegados, formaba parte de un grupo muy unido de mujeres que parecía constituir una tribu nómada. No solo eran de Nueva York, sino también de Washington, Philadelphia, Providence, Boston, y hasta de Chicago. Se movían en manada, visitando las residencias y casas de veraneo de las demás según las estaciones: la casa de la calle 17 Oeste se convertía en la morada del grupo unos meses al año, a partir de finales de septiembre, cuando Solomon se marchaba a su hacienda. Aun así, daba igual en qué parte del país residieran las señoras en aquel momento, el clan nunca dejaba de formar un círculo impenetrable.
Confinado la mayor parte del tiempo en su habitación y en las de las ayas, Benjamin solo tenía una vaga noción del resto de la casa de piedra rojiza de su infancia. Cuando estaba su madre con sus amigas, no se le permitía acceder a las habitaciones donde fumaban, jugaban a los naipes y bebían Sauternes hasta bien entrada la noche. Cuando no se quedaban allí, los pisos principales se convertían en una sucesión en penumbra de postigos cerrados, muebles cubiertos y arañas envueltas en mortajas esféricas. Todas sus ayas e institutrices consideraban que era un niño modelo, y todos sus instructores lo confirmaban. Jamás se habían combinado modales, inteligencia y obediencia de forma tan armoniosa como en aquel niño encantador. El único defecto que le pudieron encontrar a Benjamin algunos de sus primeros mentores, después de mucho buscarlo, era la reticencia que mostraba a relacionarse con otros niños. Cuando uno de sus tutores atribuyó la falta de amigos de su alumno al miedo, Solomon le restó importancia al asunto y afirmó que lo único que pasaba era que el niño se estaba haciendo un hombre independiente.
Su crianza solitaria no lo preparó para el internado. Durante el primer trimestre, fue objeto de humillaciones y pequeñas crueldades a diario. Con el tiempo, sin embargo, sus compañeros de clase descubrieron que su impasibilidad lo convertía en una víctima poco satisfactoria y terminaron por dejarlo en paz. No se relacionaba con los demás y sus resultados eran desapasionadamente excelentes en todas las asignaturas. Al final de cada año académico, tras otorgarle todos los honores y distinciones disponibles, todos sus profesores le recordaban sin falta que estaba destinado a reportarle una gran gloria a la Academia.
En su último año de internado, su padre murió de un fallo cardiaco. Cuando volvió a Nueva York para el servicio religioso, tanto parientes como conocidos se quedaron impresionados ante la compostura de Benjamin, pero la verdad era que el luto solo le había otorgado una forma socialmente aceptable a la disposición natural de su carácter. En un despliegue de gran precocidad que desconcertó a los abogados y banqueros de su padre, el muchacho solicitó examinar el testamento y los estados de todas las cuentas asociadas a él. El señor Rask había sido un hombre ordenado y concienzudo, y su hijo no encontró defecto alguno en la documentación. Concluido aquel asunto, y sabiendo ya qué podía esperar cuando alcanzara la mayoría de edad y entrara en posesión de su herencia, Benjamin regresó a New Hampshire para terminar sus estudios.
Su madre pasó su breve viudez en Rhode Island con sus amigas. Llegó allí en mayo, poco antes de la graduación de Benjamin, y a finales de verano ya había muerto de un enfisema. Los familiares y amigos que asistieron a aquel segundo y mucho más apagado funeral apenas supieron qué decirle al joven, que había quedado completamente huérfano en el espacio de unos pocos meses. Por suerte, había muchas cuestiones prácticas que discutir: fideicomisos, albaceas y las dificultades legales que entrañaba liquidar el patrimonio.
La experiencia de Benjamin en la universidad fue un eco amplificado de sus años de colegial. Tenía las mismas deficiencias y talentos, pero ahora daba la impresión de haber desarrollado una especie de afecto frío hacia las primeras y un desprecio silencioso por los segundos. Algunos de los rasgos más destacados de su linaje parecían haber tocado a su fin con él. No podía parecerse menos a su padre, que en cuanto entraba en una habitación hacía que todos los que la ocupaban gravitaran en torno a él, y tampoco tenía nada en común con su madre, que seguramente jamás había pasado un día de su vida sola. Aquellas discrepancias con sus padres se acentuaron todavía más después de su graduación. Volvió a la ciudad desde Nueva Inglaterra y fracasó allí donde la mayoría de sus conocidos prosperaban: era inepto en el deporte, apático en sociedad, poco entusiasta en el beber, indiferente en el juego y desapasionado en el amor. Le debía su fortuna al tabaco y ni siquiera fumaba. Quienes lo acusaban de frugalidad excesiva no entendían que, en verdad, carecía de apetitos que reprimir.
FOTO: Hernán Díaz (Buenos Aires, 1973) creció en Suecia y ha pasado la mayor parte de su vida en Estados Unidos. Crédito de foto: Anagrama
« Miradas propias/ subversivas Caricaturas de guerra: entrevista con Joe Sacco »