El libro hace al lector

Abr 23 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3240 Views • No hay comentarios en El libro hace al lector

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POR MÓNICA LAVÍN

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Todo texto hace a su lector. Lo inventa. Le muestra algo de sí mismo. El lector no hace al libro, el libro hace al lector. Lo digo por la que soy, el que soy, los que soy cuando leo a Élmer Mendoza. Besar al detective, el más reciente volumen de la zaga del Zurdo Mendieta, me ha mostrado una vez más mi sed de lectura, esa que pide más, que quiere saber qué va a pasar, para dónde se va la historia, la Scherezada que anida en mis entrañas se avispa y me arrastra con ella. Como lectora me transmuto (tema de la novela Efectos secundarios de Rosa Beltrán) me olvido de mí misma, para ser más yo, una vez terminado ese trance de pasión lectora. Mientras leo Besar al detective soy la adolescente que iba a la biblioteca de la escuela cada semana por un episodio más de Nancy Drew Mistery Stories, la detective que me descubrió la fascinación por la novela policiaca (he perdido la inocencia pero no ese placer lector). Admiro a los escritores que cultivan el género, me asombra mientras recorro página tras página de Besar al detective la certeza de que hay un final, una salida, la novela tiene un número limitado de páginas, y que ese final ya lo conoce el autor, pero el detective y yo no. Transitamos a ciegas. A diferencia de otros géneros novelísticos que son arte de descubrimiento en el proceso de escritura, porque no se sabe todo lo que ocurrirá ni la naturaleza del protagonista, en el género de la persecución de un misterio (quién fue y por qué) el autor va siempre adelante, con una astucia que opaca cualquier suerte de previsibilidad. Si Vargas Llosa dice que escribir es una suerte de embaucamiento, el de lo policiaco lo es doblemente. El truco no debe verse por ninguna parte. Si el conejo muestra las orejas, el numerito está arruinado. Besar al detective me confirmó que soy hosca y esquiva, celosa de mi tiempo de encierro con la lectura, que puedo posponer lo importante por la urgencia de la trama, que mi asombro se aceita con los vericuetos de lo insospechado, que mi corazón se enciende, que mis pupilas se dilatan, que página tras página subrayo y gozo entre disparos, alianzas y traiciones. A mí, como al Zurdo, la realidad nos sorprende, no sabemos por dónde va a saltar.

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Sé que el Zurdo es también ya de mi corazón, como Ger, Gris Toledo, a los que se suman en esta novela el Piojo, y la capisa Samantha Valdés (central en la anterior novela) que se gana mi respeto (y el del Zurdo). La ética del infierno podría ser el centro de esta novela que pone a prueba las lealtades del Zurdo, sus decisiones y esa carnosa y dulce debilidad por las mujeres. El beso, en esta novela, no es cualquier cosa. Hay besos que matan.

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Celebro no sólo la trama policiaca que esta vez se desborda de Culiacán a Los Ángeles e involucra fríos y oscuros agentes del FBI, subrayando que hasta en la manera de perseguir la delincuencia hay un estilo mexicano y otro gabacho, un disfraz puritano y nuestro barroco sincretismo. Celebro el desparpajo de Élmer Mendoza que hace que del lenguaje un surfeador maestro: las expresiones coloquiales, los diálogos, los pensamientos ocurren en el impreso sin signos convencionales y suenan a pura verdad. Porque Mendoza escribe de oído, a lo culichi, a lo Colpop, barrio de donde son el Zurdo y él, a lo rockero, siempre salpicando los momentos de Mendieta con una rola que nos arma un soundtrack memorable, tal vez porque el Zurdo también se parece a nosotros (hubiéramos escogido las mismas canciones, y nos hubiéramos deleitado de descubrir a Steven Tyler y Mathew Perry en el hotel Marquis de West LA.) Entre bromas pesadas, albur, pensamientos, diálogos filosos, y sentencias subrayables –“un hombre que mata debe saber hacerlo consigo mismo; un claxon dice más que mil palabras; hay relojes que nunca se detienen”– Élmer Mendoza viste una época y una región con la universalidad de las palabras (puedo imaginar la batalla de los traductores por dar sentido y sonoridad a expresiones como “Ándese paseando”, y los dobles sentidos del intercambio verbal masculino), y de un tema donde la justicia y la persecución de mal se topan con un mundo enrarecido donde hay quienes se juegan la vida de frente y quienes desde su escritorio son los artífices más siniestros. Los que dan la cara y los que sonríen en los periódicos. Políticos, adivino, capisa, gatilleros, guaruras, doctores, abogados, comandante gourmet, policías, federales, amante apostadora, doméstica rockera, exmujer, hijo, profesor, hermano, amigos, enemigos, gringas, mexicanas, pintores habitan esta novela que no deja respiro, ni para besar al detective.

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En cada novela, Élmer hace guiños deliciosos con escritores amigos, con escritores que admira, homenajes cifrados: en la que nos ocupa, el Cortázar de Rayuela se asoma en la hidromuria y salvaje ambonio con Edith. El Zurdo sigue fiel a sus botas Toscana y Parra es un doctor al que se alude de tanto en tanto, Belascoarán –el par de Mendieta del autor par de Mendoza, Paco Ignacio Taibo II– aparece en esta novela y, claro, vive en el DF,  Madame Garza, es Cristina en San Diego. La literatura del norte en una sola novela.

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En una zaga hay constantes, en un personaje también, pero el tiempo pasa y la vida del propio Édgar Mendieta va teniendo otros avatares, otras preocupaciones, sin dejar de ser el Gato, que libró la vida en el ataque donde voló un carro.  En el momento de Besar al detective, el Zurdo ya tiene contacto con su hijo Jason que estudia para policía en admiración por su padre y se ha ido a vivir a Los Ángeles, pues su madre Susana Luján (cualquier parecido con la Susana Sanjuan de Rulfo es deliberado) huyó de la relación con Mendieta.  Él aún guarda el dolor de amores. Pero su cuerpo tiene su propio pensar, no se diga sentir y reaccionar; el cuerpo le habla al Zurdo cuando está frente a las mujeres, le pide oportunidad, el otro lo silencia, uno sabe del peligro, otro del antojo. Uno es sensato, el otro es neta.

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Alguna vez me contó Élmer que el Zurdo tiene sus fans, le mandan ropa, regalos, él lo echó a andar y ya no se puede desdecir. El Zurdo Mendieta tiene su propia vida. También le pregunté a Élmer, que ha intercalado en la escritura de esta zaga libros de cuentos como Firmado con un klínex o su novela para jóvenes El misterio de la orquídea calavera, si habría más de Mendieta. Besar al detective me lo responde, porque como en el diálogo cuerpo a cerebro del Zurdo, imagino que cuando Élmer quiere tregua, Mendieta le susurra: No seas gacho, bato, yo no me puedo quedar quieto, ni madres que te rajas, necesito acción y morras, o aventarme ya con la Susana que está buenísima, dame chance de una vacación con ella, a Málaga, que tanto te gusta, al fin que todo viaje lo aprovechas. Ni modo que me dejes sin el Café Miró de nuestra ciudad, ni mis paseos por el río, ni mis cervezas, ni mis rolas, tú y yo llevamos la E y la M, estamos condenados a vivir el uno para el otro, así que no te me disperses; tú buscas la dignidad de la escritura, yo mi pinche lugar en este mundo porque no importa que seas muy chingón la batalla nunca se acaba, como la cosecha de mujeres, aunque debería seguir tu ejemplo y sentar cabeza, “y comer calientito” y tú sabes… acción frecuente. Mucha libertad para escribir y de repente te quieres pasar de lanza, y abandonar tus afanes para conmigo. No te voy a dejar, Élmer Mendoza, porque a diferencia de los asesinos que no tienen imaginación, como escribiste, a ti te sobra y a mí me hace falta. Qué le vamos a hacer. Aquí estamos en este infierno tan temido. En esta ciudad que nos gusta y cincela nuestras lealtades donde “la risa es más poderosa que la verdad”.

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*FOTO: Élmer Mendoza: Besar al detective, México, Random House, 2015, 256 pp. /ESPECIAL

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