El norte no es un lugar: Cristina Rivera Garza
POR VICENTE ALFONSO
“Me interesa el resto; no el centro ni lo que se propone como central, sino eso que el poder asume como despojo y que no es sino la pulpa misma de otra forma de vida”, dice Cristina Rivera Garza al precisar por qué su obra se enfoca en los otros. Su respuesta contribuye en mucho a definir su perfil de autora fronteriza. No porque haya nacido al noreste de nuestro país, muy cerca de la línea, ni porque haya mudado muchas veces su lugar de residencia entre México y Estados Unidos, sino porque también en el terreno literario lo suyo es el nomadismo, la transgresión deliberada de los límites. Ganadora de múltiples galardones como el Anna Seghers 2005 y el Sor Juana Inés de la Cruz 2001 y 2009, Rivera Garza ha forjado una obra en la que nada está definido de antemano, y que pone a dialogar entre sí a distintos géneros: ensayos con la tensión de una novela, novelas que a manera de cajas chinas llevan dentro un libro de cuentos, thrillers que tienden puentes hacia la poesía hispanoamericana… todo al servicio de ese momento misterioso que es propiciado por la mejor literatura: el encuentro con el otro.
Tu obra dialoga con muchos otros escritores, de Alejandra Pizarnik y Amparo Dávila hasta David Bowie. Citas también versos del poeta tijuanense Noé Carrillo Martínez, para quien la poesía es “una forma de cruzar el umbral del yo”. ¿Cuáles son las otredades que más te atraen?
La escritura es una práctica plural desde su raíz. Siempre trabajamos con el lenguaje que nos viene de otros—de las calles, de otros libros, de los bosques, de los paisajes más diversos. Lejos de una idea romántica y autoglorificante de la literatura como un edificio que se hace a sí mismo en la soledad única el genio, trabajo con la noción de la escritura como un foro público, una práctica de producción y de escucha con otros y para otros. Ya lo decía Barthes en aquel ensayo ahora legendario sobre la muerte del autor: la escritura es una colección de citas de la cultura. Reconocer esa cita, honrar la cita y el origen de la cita, ampliar y devolver esa cita, subvertirla, deformarla, eso es lo que he llamado desapropiar.
Me interesa el resto; no el centro ni lo que se propone como central, sino eso que el poder asume como despojo y que no es sino la pulpa misma de otra forma de vida. Me interesa eso que Revueltas llamaba las huellas habitadas: el sello de lo otro y otros en todo lo que hacemos y en todo lo que estamos como por primera vez. Escudriñar esas capas geológicas de la experiencia es lo que ayuda a hacer la convocatoria de toda cita textual. En Nadie me verá llorar trabajé muy de cerca con esos autores inéditos que fueron los internos (todavía no se les llamaba pacientes) de inicios de siglo XX. La obra de Amparo Dávila en La Cresta de Ilión, la de Alejandra Pizarnik en La muerte me da, e incluso los cuentos de hadas en El mal de la taiga, son algunos de los textos con los que mis libros entablan un diálogo concreto, crítico, subversivo si se puede, placentero siempre. Pero hay fotografía también; y bastante de arte contemporáneo. Y música, claro. Música también. En trabajos más recientes el diálogo se entreteje también con twits (como en Veriditas) y el texto se desvía a medida que es interpelado por las voces cambiantes de otros. Me interesa esa palpitación. Esa vida.
Tu obra cuestiona constantemente los estereotipos ligados al género, y a la idea de las identidades sexuales inmutables ¿por qué consideras que en México nos cuesta tanto abordar el tema?
A los que nos interesa una escritura ligada al cuerpo, desde el cuerpo y los cuerpos, alerta a la presencia y el reto de los cuerpos juntos, nos interesa, por fuerza, el género y la sexualidad. No creo que exista una relación de sobredeterminación entre el cuerpo concreto de la escritora y los temas/formas explorados, pero sí una relación llena de preguntas y enigmas que, entre tantas otras, vale la pena explorar. ¿Fue Lispector la que decía que había que escribir también como planta y como mesa, como ave y como piedra? Si no fue ella, fueron otros, y en todo caso estoy de acuerdo con eso. Pero no lograremos esa riquísima discusión sacando de la mesa del debate el género (que es una manera de expulsar el cuerpo), sino trayéndolo a colación con todas sus fisuras y contradicciones y complejidades.
Como ha quedado demostrado en la realidad mexicana de las últimas décadas, este es un tema de vida o muerte. Por eso cuesta tanto abordarlo. El número de feminicidios, el número de muertes relacionadas a violencia de género, es tal vez la evidencia más concreta del riesgo que se corre cuando se trata de trastocar las jerarquías de género existentes. Pero hay más: el ninguneo, el ostracismo, el bullying normalizado —todas estas son estrategias que aquellos y aquellas beneficiados directa o indirectamente por los privilegios que otorga el patriarcado han utilizado para preservarlo.
Tus novelas tienen elementos que se resisten a ser fácilmente descifrados y que exigen la participación del lector (como el idioma que usan las mujeres para conversar en La cresta de Ilión) ¿Responde esta dificultad a la intención de poner a prueba a tus lectores, es decir, tienen estos que “ganarse” ese título?
Decía Sloterdijk que los libros saben hacerse de sus propias comunidades de afecto. Se abren, es cierto, pero no se abren indiscriminadamente. Entrar en un libro es formar parte de una conversación más amplia y, para hacerlo, es necesaria una básica complicidad. No se trata de poner pruebas ni de cerrar puertas, que eso lo han hecho por siglos los snobs guardianes de la alta cultura, los que creen que la literatura es un asunto de pocos para pocos (y a eso le llaman “ser de culto”). Se trata de construir a tientas un código que sólo el lector descifra y, ya descifrado o a medias descifrado o ya tocado por el misterio del lector, le entrega de vuelta a la autora. A este vaivén le llamamos lectura. Es una intimidad brutal, si piensas bien en ello.
¿Sueles hacer escaletas para tus novelas? ¿Haces cambios sobre la marcha o te apegas al plan original?
Hay que tener una infinita capacidad de tolerancia ante lo incierto cuando se escribe un libro. Sólo lo que no se normaliza (lo que no se entiende bien a bien) me provoca seguir escribiendo. El plan, en todo caso, es el descubrimiento. Dicho de otra manera: enterarme poco a poco de qué o sobre qué estoy escribiendo es el único plan. A veces ayudan las escaletas, y las he hecho en esos momentos locos en los que creo que estoy “en control” de algo. Son momentos divinos en su ingenuidad, aunque pasajeros. A veces he hecho mapas o he puesto tramas enteras en hojas de papel pautado que luego pego sobre la pared tal vez sólo para no olvidar que sigo trabajando. En realidad lo que más me ayuda es releer todo lo escrito antes de volver a escribir. Es una tarea sisifeana, sí. Empezar cada día desde cero. Remontar es el nombre del juego. Lo que más sirve para eso es, sin duda, hacer ejercicio (últimamente me gusta nadar). Escribir un libro es una tarea titánica.
Tus novelas son debates con la Historia así, con mayúsculas, pensada como un elemento uniforme y monolítico. En ellas se cuestionan las versiones oficiales. “La historia es un estado de emergencia constante” dices en Con/Dolerse. ¿Cómo puede el escritor contribuir a que los lectores asuman una actitud crítica hacia la Historia?
Ningún evento, por aislado que parezca, por íntimo que parezca, existe en sí mismo. Detesto citar a Lacan, pero esto es lo primero que me vino a la mente al considerar el fino tejido de vasos comunicantes que nos mantiene juntos: nada “por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, puede estar escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí”. Identificar esos vasos comunicantes, trabajar de cerca con ellos, subvertirlos o deformarlos, como ya dije antes, es uno de los aspectos críticos de este quehacer fundamentalmente crítico que es la escritura.
Las preocupaciones centrales a muchas de las vanguardias del siglo XX y a la escritura experimental del siglo en que vivimos están precisamente relacionadas a la posibilidad (o no) de formular, con el mismo lenguaje del poder y de la confirmación del poder, un lenguaje otro para un mundo otro. La aspiración o la revuelta no es sólo formal, menos ahora que vivimos el momento post-autónomo de la literatura, para recordar a Josefina Ludmer, sino vital, es decir, política y estética a la vez. La crítica a la comercialización rampante, a la banalidad rampante, de muchos de los libros que se producen hoy, pasa por fuerza por la consideración de estrategias de lenguaje y, por lo tanto, de vida, que se alejan de los parámetros y de las herramientas y de los estándares sobre los que se erigen esas literaturas mansas que acatan sin chistar las condiciones de su propia producción. Desde detonar el lugar antes sagrado de la autoría individual (cosa que facilitan en mucho las tecnologías digitales de hoy) hasta trabajar en la vulnerabilidad de la segunda lengua en un tiempo signado por las migraciones (y la resistencia del poder ante esas mismas migraciones), todas éstas son estrategias materiales de la escritura para estar en el mundo produciendo otro al mismo tiempo. Pero de todo eso hablé (tal vez hasta el cansancio) en Los muertos indóciles, así que mejor me detengo aquí.
En tus libros hay también una defensa del derecho a la memoria individual, pero uno de tus personajes dice que escribir es una actividad distinta a sólo recordar. ¿en qué consiste esa diferencia?
Es paradójico y no que la única manera de volverse yo es con otros. De ahí que el lenguaje, que es donde nos volvemos sociales, sea también nuestro sitio (nuestra práctica) más íntimo. Ante (y contra) la literatura que cree en un yo aislado y entero en su propia individualidad, es decir, ante (y contra) una literatura que cree en la expresión del yo como una cosa acabada, me interesa una escritura que se entromete con los procesos de producción de ese yo-con-otros. El cambio es sutil, pero importante. Producir (en el sentido apuntado antes: estar alerta ante las huellas habitadas, escudriñar las capas geológicas de la experiencia, subvertir los vasos comunicantes de toda acción) es justo lo contrario a expresar. Cambia las palabras producir y expresar, por escribir y recordar, y ahí tienes la respuesta a esta pregunta.
En no pocas de tus novelas explicas que la memoria es también lo que no ha ocurrido. En Verde Shanghai, por ejemplo, citas a Margaret Atwood: “somos preponderantemente lo que olvidamos”. ¿esto también funciona a nivel colectivo? En ese sentido, y considerando la historia reciente de nuestro país, ¿consideras que a veces es más doloroso olvidar que recordar?
Muchas de las cosas que nos determinan, son cosas que ignoramos ya por “no saberlas” o ya por “haberlas olvidado” (los psicoanalistas dirían: por haberlas reprimido). Tal como dicen que ocurre con las obsesiones de los escritores: lo son porque no sabemos que existen, de otra manera no serían obsesiones y, luego entonces, no estaríamos escribiendo sobre ellas así, como algo borroso y difícil de trazar. Por lo demás, seguimos hablando de la memoria y de la importancia social y política de la memoria, como si en el mundo en que vivimos ahora fuera posible o fácil borrar la memoria. Cualquiera que haya intentado borrar una inscripción en internet sabe de lo que estoy hablando. Tal vez la amenaza actual no sea el olvido, sino la persistencia de memorias hegemónicas en los circuitos electrónicos del capital. Hay, por lo demás, discusiones interesantísimas sobre los mecanismos biológicos y sociales del recuerdo. ¿Qué recordamos cuando recordamos? ¿Cómo incorporamos los recuerdos de eventos que no hemos vivido en primera persona a nuestro historial memorioso?
Has vivido en muchas ciudades: ¿de qué manera el constante movimiento ha marcado tu obra?
Tendría que empezar antes, y luego entonces no en ciudades. Soy parte de una larga historia de migración que, hasta donde voy descubriendo, va del campo al campo—de esa esquina de aridoamérica que es San Luis Potosí a centros mineros del norte de Coahuila, por ejemplo. Mi constante migrar entre México y Estados Unidos es apenas un pálido reflejo de los muchos cruces fronterizos que llevaron a cabo esos trabajadores agrícolas que fueron mis abuelos. No todas mis ciudades son esos glamurosos centros urbanos con acceso a novedosos actos de la alta cultura, por cierto. He pasado mucho tiempo, tal vez más del debido, en esas desgarbadas urbes medias por donde la gente sólo va de paso. No son ciudades bonitas, pero sí intensas. No son asentamientos, en el sentido estricto del término, sino más bien estaciones de descanso en una ruta nómada. Como yo sí creo que se escribe con el cuerpo y con la memoria y con todo lo que ni siquiera recordamos, puedo decir que todo eso está, con suerte, en los libros que he escrito. Está sobre todo en el desacato a cualquier noción sedentaria de los poderes establecidos. Y en la libertad de ser siempre el bárbaro que se queda, sí, ¿por qué no?, a cenar.
Y recuerdo ahora lo que comentaba Sara Ahmed en Encuentros extraños. Abogaba ahí por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. En esa urdimbre se elaboran los libros que más me han importado, por cierto.
¿Cómo ha influido en tu obra el hecho de vivir en zonas fronterizas? (vemos, por citar dos ejemplos, el desierto en Lo anterior y la frontera entre la ciudad del norte y la ciudad del sur en La cresta de Ilión)
Donde hay diferencia, hay frontera. La especificidad de las fronteras que establecen los estados-nación es que su existencia nos obliga a lidiar con asuntos de identidad (hay un pasaporte, una entrevista acerca de lo que somos y lo que hacemos, una garita) de manera perentoria y material con el posicionamiento concreto de nuestros cuerpos. Incluso si no quisiéramos pensar en eso, incluso si qusiéramos hacernos de la vista gorda, no podemos. Esas fronteras también nos obligan a lidiar con el pase (en el sentido de hacerse pasar, por ejemplo) a diario. No que los que viven lejos de una frontera establecida por un estado-nación no lo hagan (cruzar ciertas áreas del viaducto en la Ciudad de México equivale a un cruce fronterizo de clase, por ejemplo, que todo mundo sabe pero para el cual no es necesario todavía mostrar una identificación formal, por ejemplo), es que acá es imposible obviarlo. Esa experiencia produce una relación peculiar con el poder de delimitación de esos estados-nación y, como gran parte de ese poder se sustenta o se encarna en lenguajes también peculiares…
¿Qué opinas del concepto literatura norteña?
La irrupción del norte en la literatura mexicana de fines de siglo XX no fue tanto (o no sólo) la presencia no esperada (los bárbaros se quedan a cenar dixit) de un puñado de narradores norteños en las mesas de novedades de las librerías de la Ciudad de México. Vista a la distancia, de toda esa discusión me interesa más lo que atañe a un verdadero conflicto de clase al interior de las élites culturales del país. Para muchos era, y sigue siendo, impensable que de esos lugares sin raigambre literario, sin “grandes nombres”, con tradiciones más bien extrañas o no reconocidas por los estatutos preciosistas de las élites del centro, surgieran libros relevantes para lectores dentro y fuera del país. El norte no es un lugar, menos en el norte; el norte es un momento de resistencia en la historia literaria de este país. Los negociantes (desde la filas de las editoriales y desde las filas de los escritores mismos), por supuesto, cooptaron ese momento, o lo intentaron—y lo intentan—a toda costa. Por lo demás, la literatura producida en el norte o por escritores asociados al norte es tan variada en búsquedas estéticas y estrategias lingüísticas como la que se produce en cualquier otro lugar del mundo.
Uno nunca es más verdadero que cuando está dentro de sus pesadillas, dices en La cresta de Ilión. ¿Cuáles son las pesadillas de Cristina Rivera Garza?
El capital. El capitalismo salvaje de nuestros días es, sin duda, mi pesadilla más recurrente. Y no tengo que dormir para que me despierte.
En Verde Shanghai Marina reflexiona en torno a la importancia de los nombres de los personajes. ¿Cómo defines en tus libros cuáles personajes merecen nombre y cuáles sólo son llamados por alguna de sus características o por su oficio?
Escribir es lo que escribiríamos en caso de que escribiéramos, dijo alguna vez muy a su manera Marguerite Duras. Y yo lo repito aquí para decir que nada en mis libros se define de antemano. Que todo lo que escribo es lo que escribría en caso de que escribiera. Para algunos proyectos es importante que el nombre sea apenas un emblema de lugar/tiempo, para otros es necesario que traiga consigo (a la manera en que Benjamin discutió el poder del nombre propio) el peso de un legado o una historia cultural precisa.
Desde La muerte me da hasta Los muertos indóciles has cuestionado con frecuencia el concepto de autoría. ¿cómo crees que pueda transformarse ese concepto en el futuro?
Cuando tengamos que reconocer literalmente el origen plural de cada palabra que utilizamos, cuando no tengamos otra alternativa más que reconocer y dar las gracias —y piensa en el sesgo enormemente enigmático de esta frase: dar las gracias— por ser convidados a su uso y su práctica, nuestras escrituras serán abiertamente lo que ya son: el embeleso de estar con otros. Incluso en el horror, sí. Sobre todo en/contrar el horror.
Ayer, a eso de las 7 de la tarde, murió Claudia Parodi —luminosa persona, profesora de UCLA, anfitriona de muchas vidas. Escribo algunas de estas respuestas pensando en eso, sintiendo su partida.
*FOTO: Con novelas como Nadie me verá llorar, La cresta de Ilión, Verde Shanghai y El mal de la Taiga, la obra de Cristina Rivera Garza se caracteriza por cuestionar de forma sistemática conceptos como verdad, historia e identidad/Archivo El Universal.
« Julián Herbert, cronista de la impunidad eterna Mucho más que desiertos y fronteras: Eduardo Antonio Parra »