El ocaso de Elvis

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En una historia con aire kafkiano, un macaco humanizado cobra conciencia de los ocho años de una vida de abusos mientras era usado para el entretenimiento

 

POR ARI VOLOVICH

A la memoria de
Roberto Diego Ortega

 

El alambre de púas hizo un corte profundo en su barbilla que comenzó a sangrar profusamente. Apretó la herida con las palmas de sus manos y siguió con la mirada las gotas que caían sobre su pecho y escurrían por su cuerpo desnudo. Observó cómo éstas caían sobre sus pies descalzos que estrujaban el fango bajo el manto de aquella noche lluviosa. “No hay libertad sin sangre”, pensó a la vez que observaba por primera vez la luna y enseguida escuchó el zumbido de una bala que pasó demasiado cerca de su oído. El guardia se había percatado de su fuga y había hecho sonar la alarma. Todos los reflectores de los Estudios Disney de pronto estaban puestos sobre él. Corrió sin chistar para refugiarse en un galpón oscuro de una fábrica de textiles abandonada y, con una mano temblosa, logró, aunque a duras penas, pedir auxilio a la línea SOS de Rescate Animal.

 

La furgoneta no tardó en interceptarlo para dejarlo en las puertas del Cedars-Sinai. Tras percatarse de que sus secuelas obedecían más a una cuestión psicológica que física, los internistas posteriormente lo refirieron al Hospital Psiquiátrico de Los Ángeles, donde recibió un potente coctel de benzodiazepinas. Pasó las siguientes 24 horas en el feudo onírico, aunque sin lograr esbozar un solo sueño. Cuando recobró la conciencia, se sentía igualmente cansado y errático que la noche anterior. Un enfermero robusto entró a su habitación y lo llevo en brazos hasta el consultorio del psiquiatra en guardia. Antes de que éste cerrara la puerta detrás de él y a pesar de su deteriorada salud mental, el macaco tuvo la delicadeza de agradecerle a Bryce por su actitud servicial: después de todo, era un macaco con modales, educado por los mejores tutores del condado.

 

Recargó sus codos en la mesa blanca y sostuvo su frente con las palmas de sus manos mientras esperaba al médico. No conseguía centrar su cabeza en un solo pensamiento coherente. Sus ideas se pisoteaban entre sí. Se sentía irritable y al borde del colapso. El mismo enfermero volvió al poco tiempo para administrarle una inyección que, lejos de tumbarlo, le ayudó a enfocarse y a recobrar un atisbo de cordura.

 

Un médico bien asentado en sus cuarenta, de cabellera, barbas y gafas pelirrojas, entró en el consultorio. “Buenas noches, soy el doctor Cranston”, pronunció con una sonrisa calculada dirigida al disminuido macaco antes de tomar asiento frente a él. “Elvis”, alcanzó a balbucear el paciente en un tono apenas audible y enseguida pasó sus dedos por las suturas que mantenían unida su barbilla lacerada.

 

 

—¿Le parece bien si comenzamos?

 

—Más vale. No tiene sentido postergar este infierno.

 

—¿A qué infierno se refiere?

 

—A la vida, a esta perra existencia.

 

—Podría indicarme su edad y ocupación —preguntó el médico con una amabilidad seca a la vez que estudiaba el informe médico.

 

Elvis carraspeó la garganta tapando su hocico con el puño.

 

—Nueve años en julio, aproximadamente. Me dedico; dedicaba, mejor dicho, a la actuación —replicó con una voz metálica y observó con el rabillo de su ojo el temblor que crecía en su mano izquierda.

 

—Interesante. ¿Alguna película que haya visto?

 

—Lo dudo mucho. Solía protagonizar un programa para niños, El universo de Elvis. ¿Le suena?

 

El médico negó con una sonrisa condescendiente y anotó algo en su libreta.

 

—¿Me podría decir en dónde estamos?

 

—En el Hospital Psiquiátrico de Los Ángeles —aseveró Elvis, un tanto molesto por la pregunta—, mi primo Davis nació y falleció aquí mismo en los laboratorios. El presidente es Biden, la quinoa está en boga y el universo sigue siendo indiferente. Vamos, doc, estaré en malas condiciones pero no estoy loco.

 

Cranston hizo caso omiso de la aclaración de Elvis y volvió a esbozar unas líneas en su libreta.

 

—¿Tiene algún antecedente familiar de trastorno mental?

 

—Me es difícil saber si tengo una predisposición genética, si acaso es lo que está insinuando, dado que los humanos se han encargado de desquiciar a cada uno de mis ancestros mucho antes de que pudiera detonarse alguna locura por sí sola, de manera natural.

 

—Ya veo —asintió el doctor. Según su entendimiento, ¿por qué está aquí, en un instituto mental?

 

—Hmmm, quiero pensar que ocho años de esclavitud y tortura sistemática al servicio de la industria del entretenimiento infantil me han arrebatado el sosiego característico del buen cristiano.

 

—¿Es usted cristiano?

 

—Vamos, doc, tan sólo es una expresión, le ruego no sea tan literal. No profeso ninguna religión. El calvario al que somos sometidos los animales del showbiz, al menos en lo que respecta a la industria Disney, te orilla a dos alternativas, como sucede en el sistema penitenciario: o encuentras a Cristo o refuerzas tu ateísmo. No soy dado al pensamiento mágico, aunque créame que me gustaría poder refugiarme en la ficción.

 

—¿Alguna vez se ha sentido disociado de la realidad?

 

—Hmmm. Dado que la realidad es un constructo mental y de que cada cabeza es un mundo, pensar que hay una sola supone una terrible imposición, ¿no le parece? En ese sentido, ¿quién está para decidir cuál es la realidad? Me resulta una pregunta un tanto abstracta y sesgada.

 

El semblante del doctor Cranston adquirió un tono serio mientras agregaba unas líneas más a su libreta. Elvis percibió una mejora en su estado anímico, se sentía menos errático. Los medicamentos estaban surtiendo efecto.

 

—¿Sabe por qué lo trajeron aquí?

 

—No es ningún misterio. Soy una bestia vulnerada, una víctima del abuso laboral y del terrorismo psicológico.

 

—¿Sería tan amable de desarrollar un poco más al respecto?

 

—A ver si esto le sirve para fines contextuales. Me arrebataron de los brazos de mi madre antes de cumplir el año de nacido, me arrojaron adentro de una celda junto a Cloe y Jimbo, una caniche y un chimpancé, respectivamente, donde pasé los ocho años de mi cautiverio sin ver un rayo solar, recibiendo descargas eléctricas cada vez que comunicaba alguna queja, ya sea por el mal estado de la comida, el tema higiénico o cuando no acataba las órdenes del entrenador. De hecho, Cloe no resistió el castigo, sus órganos sufrieron una hemorragia debido a la sobredosis de voltaje y murió ahogada en su propio vómito tras largos minutos de convulsiones desatendidas. Dejó diez huérfanos que, dicho sea de paso, también eran y siguen siendo propiedad de los Estudios Disney.

 

—Continúe, por favor —suplicó el doctor, sin inmutarse por el oscuro relato de su paciente.

 

—Jimbo y yo sobrevivimos gracias a la contención mutua. El primer día en el set fue una especie de bendición para ambos, ya que el representante sindical obligaba al entrenador y al director, un junior engreído recién egresado de Columbia, a tratarnos con una dignidad protocolaria. No sabe cuánto disfrutaba en secreto de su cordialidad forzada cada vez que pajareábamos o nos salíamos del guión para forzar otra toma. Claro, este placer no pasaba desapercibido por Butch quien nos pasaba factura una vez que se enfriaban los reflectores.

 

—¿Butch era el entrenador o el director? Cuénteme un poco de él —exigió Cranston simulando empatía.

 

—¿Quiere saber de Butch? Ese miserable no tiene perdón de Dios. Era un texano cincuentón incapaz de expresar o experimentar una emoción propia de los mamíferos. Un tipo tan sádico como inexorable. Es el entrenador en jefe de Disney desde que tengo memoria. Como le comentaba y para arrojarle algo de luz al perfil psicológico de ese psicópata evangelista, una vez que nos echaban bajo llave, el malnacido nos propinaba descargas eléctricas en los tanates, una por cada escena errada. Además de todo, nos privaba del sueño y de nuestras raciones de comida por cualquier guiño de insubordinación. De nada servían nuestras súplicas; por el contrario, le producían un placer que rozaba con lo erótico. Jimbo desarrolló un tartamudeo incurable; un tartamudeo que, dicho sea de paso, le costó la carrera y, consecuentemente, la vida. Su corazón no pudo soportar los castigos de Butch. Falleció el año pasado de un paro cardiaco y fue reemplazado por Candy, la menor de los cinco huérfanos que dejó detrás de él.

 

Una vez pronunciadas estas palabras, Elvis pudo sentir la verdadera dimensión de su tragedia y quebró en un llanto inconsolable. El doctor Cranston se limitó a extenderle una caja de Kleenex. Elvis tomó un pañuelo e hizo lo posible por recobrar su compostura.

 

—¿Qué opinión le merecen los humanos a raíz de su experiencia? —preguntó el doctor sin vacilar.

 

—Creo que mi opinión es bastante predecible, doc. ¿Qué quiere escuchar?, ¿que el ser humano es el único animal que lucra con el sufrimiento ajeno?, ¿que es una criatura inconmensurablemente cruel, una bestia rapaz dispuesta a cometer cualquier atrocidad con la finalidad de entretenerse y así, olvidar, aunque sea de a momentos, el hecho de que es un ser finito a la merced de un mundo impredecible? Sí, el hombre es todo eso y más. Su avaricia lo ha condenado a la autodestrucción; lamentablemente, esa condena se extiende al resto de los seres vivos. No somos más que daño colateral, víctimas de una especie sin remedio. Les gusta jactarse de su sentido de la justicia, pero son la única especie que trasgrede esa línea imaginaria de manera premeditada. Su maldad responde a una inercia epigenética, a una rama torcida desde sus raíces. Han inventado a sus propios dioses y mesías porque bien saben en el fondo que no tienen salvación y que ninguna otra entidad o criatura real estaría dispuesta a perdonar su paso por esta tierra.

 

El doctor se quitó las gafas y puso a un lado su libreta para acariciar su barba rojiza.

 

—¿Usted alberga algún sentimiento de venganza?

 

—¿Venganza? La venganza es otro invento exclusivo de los humanos. Es producto de un delirio, de la idea errónea de que existe una especie de equilibrio universal que, oh casualidad, es determinado por ustedes mismos. Vaya soberbia, doc, ¿no le parece? No, lo único que busco a estas instancias de mi vida es el sosiego. ¡Madre de mi alma, salva a tu pobre hijo! ¡Derrama una lágrima sobre su cabeza enferma!

 

 

—Eso último es de Gógol, ¿no es así?

 

—¿Me va a acusar de plagio, doc? Ya todo está dicho, no me venga con nimiedades, ni intente apantallarme con su cultura. ¿Quería saber si busco vengarme de su especie? No, no hace falta, para eso está su propio instinto autodestructivo.

 

—No tiene por qué ofenderme —replicó Cranston con un falsete en la voz.

 

—No se lo tome tan personal, señor Cranston, mi desdén es hacia su especie y no para con su persona. Ya no los percibo como individuos sino como parte de un ininterrumpido error evolutivo. Ni siquiera el malparido de Butch merece un segundo de mi pensamiento.

 

—Lo noto un tanto irritable.

 

—¡Pero cómo se supone que voy a estar, palurdo!

 

—Eso sonó personal.

 

—Y es que su imbecilidad es única, licenciado, por no decir sobresaliente.

 

El doctor Cranston deslizó discretamente su mano para presionar un botón ubicado debajo de la mesa y el Bryce llegó al poco tiempo con una jeringa en la mano. Elvis estaba tan enfrascado en sus tormentos personales que no se percató de su presencia hasta que sintió el pinchazo en el cuello.

 

Cuando Elvis despertó se encontraba en su antigua celda, con las manos y pies atadas a los extremos de su litera oxidada. El viejo Butch estaba plantado frente a él sosteniendo un taser y lanzaba descargas eléctricas al aire en lo que formaba parte de su ritual sádico para infundir miedo a sus víctimas. En el momento justo cuando Butch estaba a punto de descargar su taser en la humanidad de Elvis, éste despertó pegando un grito que atravesó las gruesas paredes de su habitación, llamando la atención del enfermero. Bryce entró para revisar los signos de su paciente antes de volver a integrarse al flujo del personal médico que surcaba la ventana de Elvis cual saetas endemoniadas bajo el fondo sonoro de los Nocturnos de Chopin.

 

Elvis se quedó observando las grietas del techo que, al menos a su parecer, formaban la figura del emblemático castillo Disney y se acordó de Jimbo y de su triste destino. Las lágrimas brotaban de sus ojos por sí solas, pero su semblante permanecía calmo. Bryce volvió con una copa de plástico traslúcida repleta de píldoras variopintas. Elvis las tragó sin reparos y sus pupilas se tornaron en dos supernovas negras. Observó al enfermero en silencio: su rubia cabellera engominada, sus inexpresivos ojos celestes y esa aburrida silueta cuadrada de su cuerpo; de pronto cayó en cuenta de las similitudes físicas entre el enfermero y Butch. Antes de poder cultivar ese pensamiento, Bryce ya lo había tomado en brazos para llevarlo al consultorio del doctor Cranston, quien recibió a Elvis con la misma amabilidad genérica que en la primera entrevista.

 

—Veo que se encuentra de mejor ánimo, lo noto menos irritable —señaló Cranston sin malicia en su voz.

 

Elvis permaneció boquiabierto, parpadeó y depositó su mirada en la nariz pelirroja y amorfa del doctor que se contorsionaba y arrugaba como un salchichón polaco cada vez que éste mascullaba una nueva tanda de palabras. Cranston no reparó en el silencio de Elvis y continuó:

 

—Bien, pues estamos de vuelta aquí dado que nuestra entrevista previa fue interrumpida de manera abrupta.

 

Elvis miró al doctor a los ojos y esbozó una sonrisa burlona. Cranston, con un rostro consternado, sacó una diminuta linterna del bolsillo de su bata e inspeccionó las pupilas catatónicas de su paciente. Le ofreció una disculpa y salió a toda prisa del consultorio. Elvis permaneció sonriente, inalterado, jugando con las suturas de su barbilla y observando su entorno sin ver nada determinado, absorto en la inmensidad blanca de las paredes. Escuchó la enérgica reprimenda de Cranston a Bryce, aunque sólo lograba apreciar las fluctuaciones de los tonos de voz opacados por la puerta. El doctor entró en el consultorio y se sentó frente a él para ofrecerle una sonrisa condescendiente. Bryce hizo lo propio al cabo de un minuto con una jeringa que perforó el cuello de Elvis. Sus pupilas se contrajeron de súbito y su alma, lamentablemente, volvió a su cuerpo.

 

—Ya me tiene de vuelta, doc —aseguró Elvis con una voz punzocortante. Dígame para qué soy bueno.

 

—Me alegra verlo atento nuevamente. Como le decía hace unos instantes, nuestra previa entrevista…

 

—Permítame interrumpirlo aquí, doc. Convengamos que la entrevista anterior terminó porque usted no tiene piel para tolerar la crítica. No le gusta que nadie toque su estrado etéreo, ese púlpito desde donde pasa la vida entera fungiendo como juez y predicador de la higiene mental. ¿Qué sabe usted de los infiernos terrenales por los que atravesamos los mortales? ¿Dónde está esa realidad que usted ve con tanta claridad? Me arrebataron de los brazos de mi madre, me torturaron de manera sistemática durante ocho largos años, asesinaron a todos mis amigos y a todos mis seres queridos, y todo en nombre de qué, ¡del puto espectáculo!, ¡para saciar los caprichos egocentristas de vuestra especie!… ¿cuál es la realidad en la que quiere encajarme? ¿Cómo puedo llegar a personificarla sin dejar de ser? Basta de pregonar la cordura como si ésta fuera un producto accesible para todos.

 

—Me temo que usted me está malinterpretando y en mi opinión tiene muchos prejuicios y estigmas en cuanto a la salud mental se refiere. Yo no busco colocarlo en ninguna realidad, sino evaluar su estado para poder tratarlo y así conseguir que esté lo mejor posible dentro de sus propios parámetros.

 

Las palabras del doctor no cayeron en saco roto. Elvis se mostró receptivo y asintió con la cabeza gacha y un lenguaje corporal doblegado por la humildad.

 

—Le ruego me disculpe, doctor Cranston. Es más que evidente que mi juicio está alterado, que soy un alma tullida por el trauma, una baja más del despiadado mundo del espectáculo.

 

—No tiene de qué disculparse, sólo era una observación —remató Cranston con un brillo de complacencia en su rostro. Dígame, si es tan amable, ¿a veces siente la necesidad de hacerse daño o piensa en el suicidio de manera obsesiva?

 

—Le mentiría si le dijera que no he contemplado el suicidio, aunque para serle sincero, no lo percibo como un acto autodestructivo, sino como una vía para no ser, para poder integrarme a la nada cósmica sin sufrir más de la cuenta los suplicios que nos acechan en este plano terrenal. Pero ¿quién en su sano juicio no ha contemplado el suicidio? ¿Me quiere decir que nunca ha coqueteado con la idea?

 

—Enfoquémonos en su caso.

 

—De acuerdo, doc, veo que toqué una fibra sensible. Para resumir este punto, ¡NO!, no pienso quitarme la vida. Desgraciadamente, el instinto de supervivencia se opone a mis deseos, a pesar de que mi existencia ha sido un perno desde sus inicios. Nací para sufrir, como un mesías sin adeptos ni propuestas.

El doctor Cranston llenó dos cuartillas y dejó de lado la libreta para mirar a Elvis a los ojos:

 

—¿Puede detectar el momento aproximado en que empezó a tener estos pensamientos suicidas?

 

—Como le decía, son meras fantasías. Pero si mal no recuerdo iniciaron durante mi primer mes en cautiverio, alrededor del tiempo en que me tatuaron —Elvis alzó su mano izquierda para mostrarle al doctor el número serial grabado en su muñeca— y comprendí que mi persona pertenecía a los Estudios Disney.

—Entiendo —masculló Cranston sin apartar la vista del expediente clínico.

 

—A todo esto, doc, ¿ya tiene un diagnóstico? Me gustaría saber cuándo me van a dar de alta. Vamos, me queda claro que nunca voy a estar del todo bien, que nunca seré el idiota sonriente de a pie, ni que pueda fungir como un miembro funcional de la sociedad. Seamos sinceros, no hay tratamiento que pueda paliar la esclavitud, ni tampoco suficientes píldoras en la viña del Señor para conseguir sofocar ocho años de tormentos. Soy un bien dañado, un alma violentada por la humanidad.

 

El doctor Cranston se quitó las gafas y se frotó los párpados. Depositó una mirada apenada en el macaco y aclaró su garganta con cierto nerviosismo:

 

—Me temo que ésta es una evaluación para ver si usted es candidato para formar parte de nuestros protocolos de experimentación.

 

Las palabras del doctor caían en el interior de Elvis sin encontrar resistencia ni fondo. No podía creer lo que estaba escuchando. Sus ojos se inyectaron de sangre y parecían a punto de brotar de sus cuencas. Todo se volvió oscuridad. Su ansiedad se transformó en ira. Antes de que el buen doctor pudiera siquiera percatarse de lo que le sucedía a su paciente, Elvis ya había clavado su dentadura en la nariz gorda de Cranston y tiraba de su cabellera con todas sus fuerzas, arrancando mechones rojizos que volaban en todas direcciones. Los alaridos del doctor se alcanzaban a escuchar hasta el estacionamiento del hospital. Bryce se vio obligado a pedir apoyo para lograr extirpar a Elvis de la humanidad de Cranston. En cuanto lograron separarlo, el macaco mostró una sonrisa vesánica cubierta de sangre y con restos de carne incrustados en sus encías.

 

Si bien los calmantes habían logrado apaciguar la violencia física del macaco, no existía fuerza natural ni sintética que pudieran sofocar su cólera interna. No obstante, no albergaba un solo pensamiento de venganza. El de Elvis era un viaje sin retorno hacia su esencia animal. Durante el año que pasó en la jaula del laboratorio no se le escuchó pronunciar palabra alguna ni interactuar con el personal médico. Pero su aparente ausencia no respondía a la apatía sino a una dignidad cabal, a una suave forma de genocidio, a su manera de aniquilar a la humanidad de su psique y así poder saborear, por primera vez, una suerte de libertad.

 

 

 

Ilustraciones: Ani Cortes /EL UNIVERSAL

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