La necrópolis de Jorge Comensal

Oct 15 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1406 Views • No hay comentarios en La necrópolis de Jorge Comensal

 

Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Este vacío que hierve, de Jorge Comensal, es un libro interesante y una mala novela. Destaca por su apuesta futurista, estando de moda la ficción científica entre los jóvenes hispanoamericanos. Imagina Comensal un futuro próximo donde se incendia el Bosque de Chapultepec debido, quizás, al cambio climático, a la manera de “didáctico recordatorio” y quedará dañada severamente la adjunta Rotonda de las Personas Ilustres. Retrata Comensal a una generación que hacia 2030 estará obsesionada por la ciencia como el único instrumento de salvación de la humanidad, como es el caso de la joven física Karina, protagonista de Este vacío que hierve. Pero esta heroína —trabada en una relación problemática con su abuela alcohólica— sospecha que sus padres no murieron en un accidente, como se le había dicho, sino asesinados, lo cual la llevará a investigar por su cuenta —esa ordalía tan mexicana— qué les sucedió.

 

Aquí, para empezar, a Comensal —quien deslumbró con Las mutaciones (2016), su primera novela, pero no ha llevado a buen puerto lo más difícil, esta segunda novela— le faltó pericia para hacer uso de la canónica investigación detectivesca que puede permitírselo todo, menos aburrir y al final de Este vacío que hierve, al lector le resulta indiferente lo acontecido con esos señores. Todo pareciera un pretexto para hablarnos de la abuela y de la nieta —y a través de ellas— del espíritu de los tiempos por venir. El retrato de la dipsómana Rebeca, por cierto, es lo más logrado de la novela, como si Comensal conociera mejor, como personajes, a los viejos que a los jóvenes. Así ocurre en Las mutaciones, más cercana a La muerte de Iván Ilich que a La educación sentimental.

 

Si el periplo de Karina en la búsqueda de la verdad no convence, tampoco lo es su complemento, por así llamarlo, “mexicanista”: Silverio. Es el vigilante del cementerio antes dedicado sólo a los hombres ilustres, divorciado y drogadicto, dividido entre la devoción de su madre por el protestantismo radical y el culto a la Santa Muerte, secta en camino de ser iglesia, la cual no sólo se ha adueñado, en la novela, de la Ciudad de México, sino tiene en la propia Rotonda a uno de sus lugares de culto.

 

Entre la vida y la muerte, en el Bien y en el Mal, zombi a su manera, Silverio me recordó al Ixca Cienfuegos de La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, aunque a Comensal —un narrador que me importa— la referencia le sorprenderá, probablemente. Con tantas décadas de distancia, ambas novelas comparten la necesidad de contar con un personaje que, a la manera del coro griego, sea la conciencia de la novela, en este caso, de lo mexicano. Pero Silverio, nuevo guardián del Mictlán, es sólo comparsa de una historia (la de Karina) que en el fondo es anodina, dado que al afortunado Comensal (lo digo sin sorna), la mexicanidad no le importa gran cosa: le es indiferente que Ignacio Ramírez “El Nigromante” yazca en la Rotonda. Metiéndome en el riesgoso terreno de la crítica de intención, en Silverio estaba el antihéroe para hacer una verdadera novela apocalíptica de Este vacío que hierve.

 

Releo mi última frase y me pregunto: ¿por qué han de ser apocalípticas las novelas futuristas? La respuesta dista de ser obvia. No radica en que el incendio de Chapultepec y de su zoológico (que permite a Comensal desatar un vigoroso movimiento animalista en su ciudad novelesca) sea un acontecimiento del obvio orden apocalíptico. Me intriga, en Este vacío que hierve (Alfaguara, 2022) que no sea una novela apocalíptica, o que no lo sea como las que escribieron el propio Fuentes (Cristóbal Nonato, 1987), Hugo Hiriart (La destrucción de todas las cosas, 1992) o Guillermo Sheridan (El dedo de oro, 1996), entre otros, antes del año dos mil. En ese entonces, la narrativa (y no sólo la mexicana) temía por el futuro, y como el siglo XXI ha sido tan desalentador para México, tornando aquellas ficciones en profecías casi cumplidas, a un escritor como Comensal (Ciudad de México, 1987), el futuro no le parece sino la continuación del presente por otros medios.

 

Los incendios que arrasarán el antiguo Distrito Federal en 2030 carecen del aspecto traumático de la fractura histórica: son noticias situadas en el futuro, tan banales como el envío, por parte de China, de una pareja de pandas clonados para sustituir a los fallecidos en la quemazón. En ello veo, paradójicamente, el interés del libro. Un narrador escéptico, más preocupado por la fauna silvestre que por la humanidad sufriente, se abstiene de pasarnos la factura mitológica. Pero porque me falta la poética y la profética, Silverio, como creatura novelesca, me supo a poco. Quizás a Comensal le sepa a mucho. Estaríamos así, ante la lógica de las generaciones: el futuro no es lo mismo para él que para mí. Y todos estamos demasiado lejos del súper abuelo Victor Hugo, quien al ver a los habitantes de París devorar a los animales del zoológico durante el incendio de la Comuna en 1871, lamentó que “nuestro vientre” se hubiera convertido en una Arca de Noé.

 

Sólo por convención interesado en la historia mexicana y sus mitologías, le importa más, como es lógico, el clima generacional: los pandas replicados en el país del peligro amarrillo, los jóvenes en proceso de transición de género atiborrando las clínicas del ramo, la ropa elaborada de manera sustentable y reciclada o el WhatsApp como correo universal; sin Estado y sin Nación a considerar, persisten y crecen las formas no confesionales de la religión, pero tampoco quiso Comensal dedicar Este vacío que hierve a la Santa Muerte y acaso hizo bien: es congruente con el escepticismo de su mirada, que lleva a Karina, en la última línea de la novela, a desear la migración en compañía de los pingüinos.

 

Se incendian los cementerios y no pasa gran cosa; ello hubiera sido un acicate para penetrar en la condición postmitológica de Karina y de Silverio, elogiar su voluntad nietzscheana de sobreponerse a la Historia o repudiar su fluido y olímpico individualismo ante el desvanecimiento de los ritos funerarios. Comensal, en una novela mal construida donde la alternancia de la trama A con la trama B, subsecuentemente, fatiga con rapidez, trazó, con todas las de la ley, una verdadera necrópolis agnóstica. Pero los muertos, muertos están y en realidad no son otra cosa que fiambres de animales, en este caso, tatemados. Así que Este vacío que hierve, es, como escribió Cruz Flores en Letras Libres a propósito de La infancia del mundo (2023), del argentino Michel Nieva, parte del “futurismo depresivo” que aqueja a cierta narrativa latinoamericana. Pero aquí, en efecto, es sólo abatimiento, no catástrofe climática o nostalgia por el apocalipsis soñado o temido durante el siglo XX.

 

Cuando un escritor novela sobre el futuro dobla la apuesta: a la elucubración sobre la naturaleza humana agrega la adivinación del devenir, que a todos incumbe y a todos nos colma de morbo. Por eso es tan raro que las novelas de la llamada “Ciencia Ficción” lleguen al canon: Dostoievski es irrebatible; Asimov lo es y que Borges me perdone, también lo fue Wells. Cuando el futuro es sólo noticioso, la decepción es comprensible. Nada más desolador —ya se ha dicho— que el Eterno Retorno no regrese nada.

 

 

 

FOTO: Jorge Comensal, autor de Este vacío que hierve (Alfaguara, 2022). Crédito de imagen: Archivo EL UNIVERSAL

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