Testamento

Oct 15 • destacamos, Lecturas, Miradas • 924 Views • No hay comentarios en Testamento

 

La nueva novela de Julian Barnes, Elizabeth Finch, es una pieza de cámara donde la protagonista tiene como héroe al emperador pagano: Juliano el Apóstata; una obra donde la memoria es relativa

 

POR ROBERTO FRÍAS
Parte de la fascinación que tenemos los lectores de Julian Barnes (Leicester, 1946) con su obra, proviene de que en ella se atestigua el ejercicio de un pensamiento que utiliza la narrativa de ficción y la ensayística para cuestionar nuestras certezas y aventurar hipótesis reveladoras sobre la naturaleza de lo que nos rodea. Sin pompa, sin pretensión, sin voluntad de estrellato y, más bien, con una brutal honestidad y una curiosidad de conocimiento insaciable.

 

La historia, la religión, la política y la cultura son preocupaciones constantes de libros que Julian Barnes publica en los años ochenta y noventa. Sorprendiendo a crítica y público por igual con sus ideas y talentosas propuestas a medio camino entre el ensayo, la novela y la filosofía. Esta serie de obras de épica mayor incluye libros como El loro de Flaubert (1984), Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1986), El puercoespín (1992), Inglaterra, Inglaterra (1998) y Arthur y George (2005). En contraste podríamos situar otro registro, de novelas más íntimas, situadas como base en lo prosaico de la vida pero nunca prosaicas en sí mismas: Metrolandia (1980), Antes de conocernos (1982), Mirando al sol (1986), Hablando del asunto (1991) y Amor, etcétera (2000), donde incluso me atrevería a situar un subciclo narrativo específicamente designado para los triángulos amorosos, noción que parece obsesionar al autor. Estos dos registros principales, se suceden en la narrativa de Barnes de manera alterna o complementaria, jugando, a veces, a dialogar entre sí, lo cual es síntoma claro de su flaubertiano ascendente. Así, en Una historia del mundo en diez capítulos y medio, nos lleva con estilo posmoderno por un aluvión de Historia: los sucesos bíblicos del Arca de Noé, la historia de una astronauta en la Luna que se encuentra con Dios, o el devenir de un barco de judíos expulsados que ningún país quiso aceptar y tuvo que dirigirse hacia Alemania en pleno nazismo, pero, en medio, en el capítulo titulado «Paréntesis», una disquisición erudita y brillante sobre la naturaleza elusiva del amor.

 

Me parece, y por supuesto adivino, que el fallecimiento de la esposa de Barnes, Pat Kavanagh, en 2008, famosa agente literaria, marca una diferencia sustancial en la naturaleza de su obra. Parece evidente que a partir de El sentido de un final (2011), novela con la que por fin ganó el merecido premio Booker, comenzó un camino memorialístico caracterizado por la relevancia de la propia experiencia, la revisión de las amistades, de la familia y de la propia decadencia y el miedo (un miedo a lo ilógico e injusto de la muerte).

 

Muchos años después de Una historia del mundo en diez capítulos y medio, también ha regresado al registro que le diera mayor fama con El ruido del tiempo (una novela aplastante sobre Dmitri Shostakóvich), pero su estilo… cuando se es lector asiduo de alguien tiene algo de terrible envejecer juntos. Por descontado ningún lector es igual de sagaz que cuando era joven, pero el escritor, adquiere la dimensión de aquel tío cuyas historias tienen menor relumbre en el estilo y mayor profundidad, sin perder nunca, claro, el toque personal, que proviene directo de la identidad misma. Así me sucedió al leer su más reciente novela, Elizabeth Finch. No me entiendan mal, Julian Barnes sigue escribiendo verdaderas lecciones de literatura, pero esta es más tenue, más corta, con menor necesidad de apabullar. Una pieza de cámara. Y tal vez eso no está nada mal. Francamente, un poco más sabia, si cabe.

 

 

El personaje principal, Neil, es un exalumno de educación continua universitaria que asistía al curso “Civilización y cultura” de la profesora Finch, basada ligeramente en una amiga de Barnes, la escritora Hilary Mantel. Según Neil, Elizabeth Finch es una mujer fascinante: erudita, no convencional, fuerte, que mira la vida sin concesiones. Como sucede a veces con aquellos maestros que nos marcan, Neil busca la manera de extender la comunicación después de terminado el curso. Y para su sorpresa, la profesora Finch accede. A lo largo de varias décadas, Neil y la profesora Finch se encuentran para comer y conversar muy rigurosamente sobre todo tipo de temas. Hasta que ella muere y le lega sus libretas, cuadernos y libros. Neil, que nunca ha sido una persona particularmente asertiva, ni capaz de terminar proyectos, descubre que la profesora Finch quería que escribiese un ensayo que ella ya no pudo escribir sobre cómo el emperador Juliano, antes conocido como Juliano El Apóstata, ha sido visto en diversas épocas y por qué estuvo en sus manos el destino de la conformación del mundo posterior. Porque su defensa del paganismo no pudo triunfar. Armado con esto, Neil intenta cumplir su tarea y develar quién era en realidad esta persona a la que sólo veía en un salón de clase y, luego, por años, en un anónimo restaurante. Como es obvio, el retrato resultante es mucho más complejo de lo que él esperaba.

 

Decíamos que había una inspiración en Hilary Mantel, en su erudición y pensamiento histórico tan bien templado pero también en un incidente que la puso en los diarios británicos amarillistas y en los más serios también, cuando sostuvo en una conferencia que Kate Middleton, como Ana Bolena, no tenía otra función que ser vista y procrear. Y que era aceptada por la familia real por ser sumisa y no tener una agenda propia (al contrario que Lady Di). Mantel sólo denunciaba el abuso de cosificación de la mujer y la cobertura absurda de la familia real por los medios ingleses. Pero la mitad de la prensa del momento la atacó despiadadamente y de forma personal. Algo similar le ocurre a la profesora Finch.

 

En el ensayo que Neil escribe sobre Juliano, queda claro que su significación ha sido muy diversa en la historia y que si bien se le vio en la edad media y el renacimiento como un demonio, en el siglo XVIII, se le prestaron atributos de la moda ilustrada, y en el siglo XX fue admirado por Hitler. De igual manera, su investigación sobre quién era en realidad Elizabeth Finch, esta mujer a la que amaba un poco en secreto, conduce a una multiplicidad de interpretaciones. En pocas palabras, Neil batalla en todos los frentes de la novela, con la relatividad de la historia, de la memoria y, casi encogiéndose de hombros, con la única certeza final, la de la muerte.

 

Hay que engañarnos nosotros mismos, entre lo que somos y lo que creemos ser, para pasar cada día. Nos engañamos en lo racial, en lo cultural, en lo religioso, en lo político o en lo histórico, de hecho, en casi todo, para darle un sentido a las cosas y aferrarnos a una serie de certezas. “Interpretar mal nuestra propia historia forma parte de ser una nación”, dijo Jules Renan, citado por Barnes, quien luego agrega lo mismo para “de ser una familia”, “de ser una religión” y “de ser una persona”.
Parece claro que Julian Barnes está poniendo en orden la casa pues ya ve cerca el final. Escribe lo que falta para ajustar cuentas con la vida y dejarnos un testamento claro en el que podamos intentar reconstruir lo que fue su existencia, que, obviamente, habremos de interpretar mal.

 

 

 

FOTO: Barnes ganó el Booker 2011 con la novela El sentido de un final. Crédito de imagen: WanderingTrad /Wikimedia Commons

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