El ojo crítico a Latinoamérica: entrevista con el fotógrafo Paolo Gasparini

Mar 19 • Conexiones, destacamos, principales • 5653 Views • No hay comentarios en El ojo crítico a Latinoamérica: entrevista con el fotógrafo Paolo Gasparini

 

Paolo Gasparini es una leyenda del universo fotográfico; ha dedicado su vida a retratar los contrastes sociales de América Latina desde los años de la utopía socialista hasta el actual desencanto político. En entrevista, habla sobre su fotolibro Fotollavero mexicano, ensamblaje visual que expone material representativo creado en México desde los años 70

 

POR SOFÍA MARAVILLA
La vida del fotógrafo Paolo Gasparini ha estado marcada por una decisión política: la de retratar la vida en América Latina con sus grandes contradicciones, sus utopías y desencantos. A lo largo de sus travesías, lleva con él sus convicciones y las enseñanzas de sus maestros de la imagen, Serguéi Eisenstein y Paul Strand, y, como única arma, su cámara fotográfica, gracias a la cual ha logrado acuñar toda una narrativa visual que visibiliza aquellos rostros de los que han sido condenados a las sombras y a las periferias sociales por los grandes sistemas.

 

Su producción fotográfica y editorial es amplia, sólo por nombrar algunos títulos están Para verte mejor, América Latina (1972), su primer fotolibro, donde Gasparini buscó retratar las contradicciones utópicas que imperaban en el continente, por un lado sometido al capitalismo, y por el otro armado de guerrilleros; La ciudad de las columnas (1970) —libro realizado en colaboración con Alejo Carpentier—, que rescata la arquitectura colonial de Cuba; más recientemente Andata e ritorno (2019), recorrido transcontinental, de cierta índole autobiográfica, pues Gasparini sabe que aquello que captura no será sólo un fragmento aislado del mundo, sino que compondrá una narrativa que permitará entender el caleidoscopio de una realidad.

 

Paolo Gasparini (nacido en Gorizia, Italia, en 1934, pero “raptado” por Latinoamérica desde la década de los 70, cuando empezó su larga travesía por el subcontinente) es de la época en que “un libro no era sólo un libro: era un manifiesto (…) era sentirnos protagonistas de la historia de nuestro tiempo expresando, a través de las fotografías, nuestras ideas, nuestra visión del mundo”, como escribe en “Mi pequeña fotolibre historia con los fotolibros”, texto incluido en Fotollavero mexicano (Editorial RM, 2021), un relato visual que surgió a partir de las imágenes capturadas en México a lo largo de 50 años en diversos momentos, lo que le permitió a Gasparini inmortalizar múltiples realidades que entre ellas se cuestionan, se contrastan y, en muchas ocasiones, se reconcilian en el despliegue de la construción histórica y social de nuestro país.

 

Pero Fotollavero mexicano no está limitado a la visión del mundo según Gasparini: en él también podemos encontrar fotografías realizadas por su amigo Paolo Gori, otras tomadas del Archivo Casasola o de la colección de Tina Modotti, con las cuales Gasparini dialoga. Se une a esta polisemia el texto “Las llaves de los sueños”, realizado por el escritor Juan Villoro, quien anteriormente colaboró con Gasparini para el libro El suplicante y su material audiovisual Letanías del Polvo: “Juan y yo tenemos ya ese viejo diálogo y esa vieja amistad que nos ayuda mutuamente a expresarnos. Yo creo que la palabra preña y expresa cosas que la imagen sola a veces no dice”, comenta Gasparini. Así, Villoro otorga claves de interpretación en los microrrelatos inscritos al pie de cada foto, dispuestas a guiar al espectador en este recorrido donde, muy probablemente, encontrará en cada imagen un detonador de pensamientos.

 

“¡Bienvenidos al bazar de las imágenes, tianguis de la mirada, caleidoscopio de los tiempos mexicanos! Carlos Salinas colecciona presidentes, el calendario azteca se vuelve sexy, Las Tropicosas promueven la música de sus piernas y Santo Tomás pasa del milagro de la transubstanciación a la venta de vino. ¡Ver para creer!”, escribe Villoro, dándonos la bienvenida a esta reciente formación de la pasión fotolibresca, como la llama Gasparini.

 

¿Qué le inspiró a realizar este Fotollavero mexicano?

 

Más que inspiración, Fotollavero mexicano es el resultado de la decisión de darle sentido a mi archivo, que tiene 60 años de fotografías, que si uno las deja en las gavetas es un material muerto, y pensé que la mejor idea era revisar el archivo y escoger los temas fundamentales de mis años fotográficos y al final publicarlo.

 

Todo eso coincide con mi gran pasión fotolibresca. Ya es medio siglo que vengo haciendo fotolibros, desde que publiqué, en 1972, Para verte mejor, América Latina, con Siglo XXI Editores. Era la América Latina de los años de la utopía de la izquierda, el texto era de Edmundo Desnoes —que también fue el escritor de la premiada película La memoria del subdesarrollo, del director Tomás Gutiérrez Alea—. Esa fue mi primera experiencia con el fotolibro, y encontré que para la fotografía era mucho mejor, porque el fotolibro es un viaje, y hace años, cuando conocí al gran maestro Paul Strand en Venezuela, él me dijo: “El fotolibro es una narración, porque si no, tú pones una serie de fotos sin sentido y, o aburren, o no dicen lo que realmente quieres decir”. Entonces el fotolibro es un género propio, porque no es sólo un libro con fotografías: tiene sus propias características, su propio lenguaje, como la televisión o el video. Cuando se abre, uno ve dos imágenes que reflejan infinidad de informaciones que, a su vez, generan una tercera imagen. Además el fotolibro tiene una trama continua.

 

Recorriendo este Fotollavero mexicano me da la impresión de que hay un contraste entre las fotografías.

 

Sí, es porque —eso no lo digo yo, lo decía Eisenstein— dos imágenes contrapuestas generan una nueva imagen mental que es mucho más rica, porque se conjuga algún reflejo, alguna reverberación de un primer plano con un plano en general, pero que no solamente pasa en lo visual, sino que se multiplican las ideas que esas imágenes generan. Además de eso, con la palabra, para mí es una forma magnífica de darle sentido a la fotografía, en vez de tenerla con el clavo pegada en el muro para alegrar el comedor, eso no tiene mucho sentido.

 

¿Cómo llegó usted a México?

 

¡Ah, repito siempre la misma historia, pero es la única y verdadera! Después de la Segunda Guerra, en Venecia retomaron los festivales de cine, y entre 1946 y 1948 empezaron a llegar las películas que en todos los años de guerra no habían llegado, y ahí yo, que soy de una ciudad muy cerca, me iba con un amigo al festival de cine de Venecia, y nos teníamos que dormir en la estación de tren para llegar a la función. Ahí fue donde descubrí las películas mexicanas La perla (1947), María Candelaria (1944) y una película que Paul Strand filmó en México con el director Fred Zinneman, que se llama Redes (1936), con música de Silvestre Revueltas; ahí yo vi lo que montaron a partir del material de Serguéi Eisenstein ¡Qué viva México! (1930), entonces no sólo me enamoré de los magueyes y del cielo enorme y de esa magnífica fotografía, sino de toda esa historia de la Revolución mexicana, de los Cristeros, de los olvidados, de los oprimidos. Yo estaba en la época postadolescente, listo para salir a Suramérica, donde estaba mi papá y mis hermanos, entonces yo llegué preñado de esas ideas que al final son estéticas, pero que no son fundamentalmente menos culturales, porque coincidía con las cosas que uno leía; México era para mí como una estrella a la que yo quería ir, y en la primera ocasión que tuve, vine aquí.

 

Yo viví cuatro años en Cuba trabajando con Alejo Carpentier en el Instituto del Libro, de donde surgió La ciudad de las columnas, que eran fotografías de arquitectura, y estando en Cuba me vine para México invitado por mi hermano que ya estaba aquí, y en esa época fui después contratado por la UNESCO para hacer un libro que se llama Panorámicas de la arquitectura latinoamericana (UNESCO, 1977), con textos de Damián Bayón, un libro que empezaba en México y terminaba en Argentina. En México estaba una de las oficinas regionales y venía muchas veces. A partir de entonces, yo conocí la arquitectura de Luis Barragán y la fotografía de Manuel Álvarez Bravo.

 

Además yo venía cargado también del trabajo de Tina Modotti, que nació en una ciudad a 30 kilómetros de Gorizia, que es donde yo nací, y Tina Modotti llega aquí con Edward Weston, gran maestro de la fotografía norteamericana, y fue, yo creo —y lo digo entre comillas—, la primera gran fógrafa “mexicana”. México siempre tuvo muy buenas mujeres fotógrafas, incluso en esa época en que había en el mundo muy pocas, pero la fotografía de Tina tiene, por un lado, toda la fuerza estética que le viene de su vida, amistad y trabajo con Weston; y, por el otro, su conciencia, que hace que esa cosa estética cobre un contenido político. En ese sentido, yo creo que no es una exageración —y me dirán que no es verdad— decir que Tina Modotti es la primera gran fotógrafa mexicana, además su trabajo sólo se desarrolla, nace y muere en México.

 

En todas esas coincidencias siempre salía México, y aquí estoy otra vez.

 

¿Qué imágenes de México fueron las que más le orillaron a capturarlas?

 

Es una cuestión absolutamente pragmática. Por encima de esa empatía con México o con sus fotógrafos, es el primer país de América Latina con una carga fotográfica cultural muy fuerte, desde el Archivo Casasola. En Argentina un poco más que en México, incluso en Brasil, pero en todos los demás no hay nada, eso por un lado me llama la atención siempre.

 

Cuando yo vengo contratado por UNESCO para una serie de panorámicas de la arquitectura latinoamericana después de cuatro años en Cuba, empecé con Bayón el viaje, lo hice con una cámara a medio formato, pero como, después de la experiencia cubana, yo siempre he tenido esa necesidad, ese deseo y esa idea de que la fotografía tiene que ir más allá de la imagen, comencé a desarrollar todo lo que vive alrededor de la arquitectura. O sea, el ambiente urbano, la gente y el paisaje en un momento de grandes conflictos sociales en América Latina. Porque en esos años está infestada por las dictaduras militares en el sur y por los focos guerrilleros del otro lado. Son los años que yo llamo “de la utopía”, y de ahí surge la idea de darle forma a ese discurso paralelo a la arquitectura de la UNESCO, pero que no tiene nada que ver con ella, sino que tiene que ver con mis ideas, porque la fotografía finalmente parte no de la cámara, sino de las ideas que uno tiene, y las ideas que uno tiene son su formación cultural, cómo viene y de dónde viene, los libros que leyó, la música que escuchó y todo eso, le hace ser una fotografía en vez de otra.

 

¿De dónde surge su interés por la fotografía como un lenguaje?

 

Bueno, surge viendo las películas mexicanas. En ese momento no había escuelas de fotografía ni nada. En Gorizia, la pequeñísma ciudad, había un círculo fotográfico. Mi hermano, que ya vivía en Venezuela, me envió una cámara Leica, que en ese momento era como tener un tesoro en las manos. Me inscribí en el fotoclub. Éramos muy pocos, siete u ocho: un farmaceuta, un médico, un vendendor de artículos fotográficos, etc., y yo era el más joven de todos ellos, y salíamos los fines de semana a sacar fotos. Uno de los socios tenía su laboratorio fotográfico y ahí nos revelaba las fotos. Me enseñó como hacerlo y así fue mi formación.

 

La formación técnica es mínima, se puede aprender en dos meses. La fotografía no es saber manejar la cámara ni saber revelar antes ni saber manejar la computadora ahora: la fotografía está en la cabeza. Si tú fotografías a las personas que sufren enfrente o si fotografías tu propio ombligo, ahí está todo. El gran problema viene después, o sea: ¿qué hacer con ese material? Y ahí uno se enfrenta con nuevas cosas, porque los editories no son fáciles. Ahora hay un boom de fotolibros, pero yo creo que el 90 por ciento de los libros que se publican no son en realidad fotolibros, son como pequeños álbumes de familia: lo que comen, los viajes, el niño que está creciendo, y es lógico y normal que sea así, pero hacer de la fotografía un discurso que vaya más allá y que tenga, al menos para mí, un sentido político, no es fácil.

 

En ese sentido, para publicar ciertas cosas tuve que fundar mi pequeña editorial, que se llama Mal de Ojo, no para echar el mal de ojo a los fotógrafos, sino para defenderme de los malvados (bromea).

 

¿Cuál es su necesidad de expresar las contradicciones del mundo?

 

Yo no la llamaría necesidad, porque la necesidad viene antes, que es la manera como uno se expresa en todo; en mi caso, la política es importante, porque uno no vive encerrado en una torre de marfil, uno vive en una sociedad. En este momento, si fotografías algo en México, para mí sería algo inconcebible que no se tomara en cuenta el reflejo de lo que está pasando económica y socialmente. Simplemente, el día que yo llegué, abrí el periódico y ví siete cadáveres esparcidos en la calle.

 

Hace unos años, cuando yo estaba fotografiando aquí, fui a Acteal, porque una semana antes unos paramilitares habían matado todo un grupo de campesinos, de mujeres embarazadas y de niños; o sea, en una situación de ese tipo, pienso que hay veces que hay cosas más grande que se necesitan capturar.

 

Y ante todas estas cosas que han sido muy fuertes y que usted ha retratado, ¿nunca se desilusionó del mundo?

 

Sí… pero la fotografía ayuda, justamente. Al lado de la fotografía sobre arquitectura que hice en Cuba, desarrollé un trabajo que tiene que ver con los acontecimientos de los primeros años de la Revolución cubana: las campañas de alfabetización, la zafra de los 10 millones —que nunca se logró—, la utopía del hombre nuevo; a partir de ahí tengo una serie que se llama De la utopía al desencanto. En ese entonces el continente se disputaba entre dos ideologías: el capitalismo con la sociedad de consumo y el socialismo con el proyecto de justicia social, cosa que no se ha logrado.

 

Regresé otra vez a Cuba y yo ya no estaba de acuerdo con el autoritarismo, la persecución a los homosexuales, la censura en el arte, y en ese sentido, el mundo cambia y nosotros con él. Yo creo que el fotógrafo no tiene que perder nunca la capacidad crítica de comprender esos cambios, y de saber reflejarlo en su trabajo, porque yo veo muchas exposiciones de fotógrafos amigos que también estuvieron en Cuba en esos años, y lo que fotografían es la bandera, Fidel, todo el mundo contento, pero, ¿ y después? Bastaría una sola imagen para que nos completara ese discurso. Entonces es por eso que existe esa desilusión del mundo, sí, pero en forma crítica.

 

¿Usted cree que el fotógrafo tiene un compromiso social?

 

Para mí sí, es indudable.

 

Mirando en retrospectiva, ¿qué piensa que su trabajo ha dejado al mundo?

 

Mire, es una buena pregunta, como siempre dicen (ríe). Yo acabo de tener una exposición muy grande con MAPFRE en Barcelona, que empezó en septiembre del año pasado y se renueva en la última semana de mayo, en Madrid, y que posiblemente después va a otras partes de Latinoamérica, Brasil o Colombia, y sería magnífico poder verla en México. La exposición se llama Campo de imágenes y es un recorrido completo de mi trabajo. No respeta el orden genealógico ni geográfico de mi trabajo, es fundamentalmente temático. Es casi cinematográfico, y así me lo decía el público, que es como ver una película, y esa es mi impresión y que tuve la suerte de poder hacerlo, y en ese recorrido yo encuentro la historia de mi vida, mi relación con la fotografía. Hay toda la historia que relaciona a América Latina con Europa y Estados Unidos y las grandes contradicciones. La sensación que yo al final tengo —modestia aparte—, es que no he perdido mi tiempo, que he dejado de lo que he vivido en un mundo lleno contradicciones y de tristezas, claro, con momentos de alegría, como esa portada del Fotollavero mexicano.

 

Apenas Gasparini lanza esta impresión estética, miro la portada recargada de colores. ¿Cómo no ser una recopilación de momentos que producen alegría al pueblo mexicano? Es aquí donde se comprueba la teoría estética de Gasparini sobre la imagen como una detonadora de ideas en el espectador: esos llaveritos son alegres porque en ellos los mexicanos llevamos a todas partes aquellas cosas que nos significan: retratos de nuestros familiares, tarjetitas de santos y vírgenes a los que uno se encomienda; es decir, todo aquello que nos permite tener un arraigo, una identidad.

 

En un tiempo extra fuera de la estructura de la entrevista, mientras ahora es Gasparini el fotografiado, comenta por qué su predilección por el blanco y negro: “Un poco es una cuestión histórica: yo vengo de una generación en que la fotografía era blanco y negro, el color empezó después con el technicolor en el cine y en la fotografías, pero el color nunca es de verdad, como no lo es ahora tampoco. Antes era el de Kodak, Eastman, Agfa, cada marca tenía su color, pero es un color que nada tiene que ver con la realidad, siempre falseado, acentuado, enrojecido, abrillantado en los ojos; los píxeles no hacen lo mismo que el grano fotográfico, pero a veces es necesario, porque ciertas cosas, como la portada, tienen que ser a color. Entonces yo utilizo el color cuando creo que es necesario, pero para mí la fotografía es mucho más expresiva en blanco y negro, porque se vuelve más abstracta, y uno puede concentrarse más que con el color, que ahí uno se puede perder un poco. Y los grandes fotógrafos todos son siempre en blanco y negro. ¡Además no he visto un gran fotógrafo que no sea en blanco y negro!”

 

Por una última vez, Gasparini abre el Fotollavero mexicano ahí donde culmina con una sección que él llama “Fotomuralitos”: las hojas se desdoblan, y hay, al mismo tiempo, la intensidad carmesí del color de San Valentín, pero también el horror de la gráfica de la nota roja; destacan también fotografías del subcomandante Marcos. Gasparini finaliza: “El libro termina, como una conclusión mía, con un lindo indígena que se parece a Emiliano Zapata, un Cristo de los retablos que hay en las iglesias de México, una cara sufrida con el ojo roto, y el happy Day del Valentin Day, en México… y bueno, la idea es que la vida continua. Aquí yo creo que puede comprenderse muy bien mi visión”.

 

FOTO: El fotógrafo Paolo Gasparini, quien el año pasado inauguró, en el Centro de Fotografía KBr Fundación MAPFRE de Barcelona, su exposición Campo de imágenes, retrospectiva sobre su trabajo / Crédito de foto: EL UNIVERSAL

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