El placer del conocimiento: “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco

Nov 19 • principales • 1137 Views • No hay comentarios en El placer del conocimiento: “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco

 

Este ensayo concluye la revisión de 100 libros que cambiaron el mundo, publicados en Confabulario desde enero de 2021. Esta última entrega está dedicada a El nombre de la rosa, de Umberto Eco, una novela detectivesca situada en la Edad Media, cuyos grandes protagonistas son los libros

 

POR RAÚL ROJAS 
Y así concluimos esta circunnavegación del vasto océano de los libros, visitando 100 estaciones. Es por eso justo y necesario que la última obra a considerar, el último puerto, se ocupe de libros y de bibliotecas. Nada mejor entonces que hablar de El nombre de la rosa, la célebre novela de detectives medievales de Umberto Eco (1932-2016), el conocido semiólogo, lingüista y filósofo italiano. Los dos héroes de la novela, publicada en 1980, son Guillermo de Baskerville y su asistente, Adso de Melk, quienes se le habrían adelantado varios siglos a Sherlock Holmes y al doctor Watson. En siete días, un número cabalístico, resuelven ambos el enigma de una abadía delincuente. Pero en realidad los verdaderos protagonistas de la obra son los libros y sus bibliotecas, los enigmas que revelan y los que callan porque a veces “no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos”.

 

La historia es bien conocida: en 1327, una abadía italiana va a ser escenario neutral de un cónclave para dirimir una disputa teológico-política sobre los límites del poder papal y sobre la pobreza de Cristo y de la iglesia. El fraile Guillermo es el enviado del emperador, pero a su llegada comienzan a aparecer monjes asesinados. Se le encarga la investigación a Guillermo, quien en el pasado había sido inquisidor y posee la sagacidad necesaria para cumplir la delicada encomienda. Sin embargo, al final de cuentas resulta que el pérfido asesino es una cosa, un libro de Aristóteles, cuyas hojas han sido emponzoñadas por el viejo bibliotecario ciego, Jorge de Burgos, quien detesta su contenido. Al pasar las hojas y ensalivarse los dedos, las víctimas que lograron infiltrarse en la biblioteca para tener al incunable en sus manos, mueren envenenadas después de una prolongada agonía. La novela concluye con Guillermo persiguiendo a de Burgos en el laberinto de la biblioteca, que termina incendiándose cuando una lámpara de aceite es derribada. Se pierden todos los libros, un crimen quizá mayor que todos los anteriormente cometidos en la abadía.

 

Hay todo tipo de referencias tangenciales en El nombre de la rosa. La leyenda del libro con páginas envenenadas proviene de Las mil y una noches: es la historia del sabio Dubán, quien es ejecutado por el rey al prestarle oídos a intrigas de envidiosos. Antes de morir, Dubán le regala un libro envenenado al monarca, quien perece al ir separando las páginas con sus dedos húmedos de saliva. Indudablemente que la biblioteca de la abadía criminal nos hace recordar a “La biblioteca de Babel,” aquella biblioteca infinita de la pesadilla fantaseada por Jorge Luis Borges en un cuento, sobre un edificio que albergaba todos los libros que jamás pudieran ser escritos, pero sin un índice o catálogo que permitiera encontrarlos. En la novela de Eco, la biblioteca de la abadía es también un laberinto con un catálogo secreto y el nombre del bibliotecario ciego es una alusión, no tan sutil, al invidente Borges, quien durante décadas estuvo obsesionado por las historias de los árabes. Por las páginas de El nombre desfilan además los teólogos, filósofos, poetas y pensadores más relevantes de la Edad Media. El fraile Guillermo utiliza lo mismo el método lógico de Guillermo de Ockham que las gafas inventadas por su compatriota Roger Bacon. En cada capítulo, Guillermo y sus contrincantes disputan con opiniones encontradas sobre cualquier cosa, esgrimiendo ráfagas de citas de autoridades religiosas.

 

Durante su investigación de los crímenes cometidos, el fraile Guillermo insiste, una y otra vez, en que interpretar la realidad implica estar atento a sus signos, para poder así descifrarlos, ya que como decía San Pablo, la verdad “la vemos ahora a través de un espejo y en enigma”. Los signos, por su parte, “son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo”. De ahí la importancia de aquellas verdades cuyos signos ya han sido descifrados en los libros. La abadía en la que ocurren tantas cosas es en realidad una fábrica para manufacturarlos, con un scriptorium en el que pueden trabajar 40 monjes simultáneamente, unos copiando manuscritos, otros ilustrándolos, otros leyéndolos, unos más traduciéndolos. Es la realidad de los libros antes de la imprenta y es el verdadero milagro de los conventos que permitió que tantas obras milenarias, paganas y no paganas, llegaran hasta nosotros. Adso lo reflexiona: “Durante siglos y siglos, hombres como éstos han asistido a la irrupción de los bárbaros, al saqueo de sus abadías. Han visto precipitarse reinos en vórtices de fuego, y, sin embargo, han seguido ocupándose con amor de sus pergaminos y sus tintas, y han seguido leyendo en voz baja unas palabras transmitidas a través de los siglos y que ellos transmitirían a los siglos venideros.”

 

Al contrario del inexistente catálogo de la biblioteca de Babel, el artículo que el lector tiene en sus manos pretende ser una guía de una biblioteca mucho más modesta que aquella babilónica, pero que contiene aquellos 100 libros que han hecho historia. No es cierto, como decía Aristóteles, parafraseado por Eco, “que cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que no significa que no haya que revelar nunca los secretos, sino que son los sabios quienes han de decidir cuándo y cómo.” Aquí he supuesto que cada quién es suficientemente sabio para rememorar en estas páginas lo que ya leyó, o para inspirarse a acometer futuras lecturas. El cuándo y cómo lo decide ya cada uno. Pienso que se necesita un guía porque “la biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás”. Por eso, “para orientarse en un laberinto hay que tener una buena Ariadna, que espere en la puerta con la punta del ovillo”. Sin un guía, “la biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal.”

 

Dice el fraile Guillermo en El nombre que los pocos monjes que en la abadía esconden el libro perdido de Aristóteles han caído en la lujuria, “la de muchos estudiosos, la lujuria del saber. Del saber por sí mismo. (…) No era lujuria la sed de conocimiento que sentía Roger Bacon, pues quería utilizar la ciencia para hacer más feliz al pueblo de Dios y, por tanto, no buscaba el saber por el saber (…) Y es lujuria de libros la de Bencio. Como todas las lujurias, como la de Onán, que derramaba su semen en la tierra, es lujuria estéril, y nada tiene que ver con el amor, ni siquiera con el amor carnal”. Ignoro si estas páginas incitan a la lujuria intelectual al ponderar lo mismo la visión mecánica del universo de Laplace, que las enseñanzas de los alquimistas o las teorías éticas de Confucio, capítulo por capítulo, develando cada uno de ellos los contornos de todas esas verdades que no “son para todos”. Pero yo sí creo que es legítimo aspirar al saber por el saber mismo, que, además, debería ser para todos.

 

Como toda gran obra, El nombre se ocupa de todas aquellas cosas que nos afligen como seres humanos, pero, sobre todo, de la religión y de la fe. Jorge de Burgos oculta el segundo libro de la Poética de Aristóteles porque para él la poesía es engaño, las comedias irritantes y la risa expresión de la duda. Como ejemplo de las desviaciones a las que el raciocinio puede conducir pone a Pedro Abelardo, un teólogo francés que había predicado que la fe debía ser limitada por principios racionales. Según de Burgos, Abelardo había sufrido por “la soberbia de su confianza en la razón humana”. A lo que Guillermo de Baskerville responde: “Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha dejado en libertad de decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada proposición, lo primero que debéis hacer es considerar si la misma es o no aceptable, porque nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a nuestra razón no puede no agradar a la razón divina (…) Y ahora fijaos en que, a veces, para minar la falsa autoridad de una proposición absurda, que repugna a la razón, también la risa puede ser un instrumento idóneo”.

 

Jorge de Burgos actúa como furibundo guardián de la biblioteca, la que aloja obras piadosas de la cristiandad, pero también obras de los gentiles, ya que “la biblioteca es testimonio de la verdad y del error”. No destruye a esos libros, pero sí los encarcela, como sucedería siglos más tarde con el índice de libros prohibidos de la Inquisición. Ésta se hace presente en El nombre en la persona de Bernardo Gui, representante del Papa a la cumbre teológica. Gui resuelve a su manera el problema de los crímenes cometidos. Como su estrategia se reduce a ventear magia y encarnaciones del demonio, apresa a una supuesta bruja, una pobre muchacha campesina que ha entrado a la abadía y ha tenido relaciones carnales con Adso. Es condenada a la hoguera y nadie puede salvarla. Tampoco el abad, quien ha permitido que huya Ubertino da Casale, fraile franciscano y líder de los llamados “espirituales”, una corriente franciscana opuesta al poder del Papa en Roma y que predicaba la pobreza extrema.

 

Así que en El nombre ya se entreveran los caminos que habrán de conducir al cisma de la iglesia católica entre los dos milenios: la tensión entre la fe incondicional y la fe basada en la razón, las disputas entre el poder papal y el de las naciones, así como la contradicción entre la pobreza y virtud que predicaba la iglesia y la realidad de su fortuna y corrupción, como lamentará Lutero después. Es precisamente Ubertino da Casale quien en su Arbor vitae crucifixae Jesu Christi, codificó el credo de los espirituales, lo que le valió ser acusado de hereje y, a la larga, la excomunión. En El nombre, Ubertino conduce doctas disputas con Guillermo de Baskerville, pero la llegada de Bernardo Gui y la debacle en el cónclave lo hace fugarse. Ubertino, sin embargo, tuvo una vida plena. Él mismo relata al principio de la novela que la venerada Margherita da Cittá di Castello “me anticipó el final de mi libro cuando sólo tenía escrito un tercio”.

 

Y desde entonces, amable lector, todo autor le reza a Santa Margherita para quizá poder tener la misma suerte que Ubertino da Casale y recibir de las bienaventuradas manos de la Santa dos tercios de la obra en ciernes. Pese a todas las plegarias no sucedió en este caso y el lector tendrá que contentarse con el imperfecto resultado de un proyecto que tomó dos años en realizarse, es decir, el de transportar al lector, semana por semana, a través de más de 25 siglos de literatura para poder identificar aquellos libros de la biblioteca universal que le han impreso su sello a la historia cultural de la humanidad, es decir, aquellas obras que han ido más allá de lo ya aceptado y han desencadenado revoluciones copernicanas. Aquí, y como en El nombre de la rosa, los héroes de la historia son los libros, ya que como reflexiona Adso, “los libros hablan de libros, o sea es como si hablasen entre sí” en un “diálogo imperceptible entre pergaminos”.

 

Jorge Luis Borges escribió un cuento sobre “El libro de Arena”. Aquel volumen era aún más pavoroso que “La biblioteca de Babel”. Entre cada dos de sus páginas había más páginas, no tenía principio ni fin, como la arena en la playa que parece contener un número ilimitado de granos. Para Borges, aquel libro sin entrada ni salida era espantoso y su personaje en la historia termina escondiéndolo. Yo creo, sin embargo, que todos los libros aquí reseñados también son infinitos. Hay que leerlos y releerlos, y en cada nueva lectura se encuentra algo nuevo, algo que ayer hubiéramos jurado que no estaba ahí. Es la historia del saber humano concentrado y plasmado a través de los siglos en tabletas de arcilla, en pieles, en piedra, en papiros, en cortezas de árbol, en papel. Es la cultura cuya acumulación milenaria nos ha hecho y nos hace humanos. Es lo que Irene Vallejo ha llamado “el infinito en un junco”.

 

“Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.”

 

FOTO: La Sacra de San Michele, localizada en la cima del monte Pirchiriano, en el norte de Italia, inspiró a Umberto Eco para dar un escenario a su historia/ Especial

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