El profesor Covid
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El coronavirus puede ser visto como un profesor sin ideología que nos interroga, propone Luis Camnitzer (Lübeck, Alemania, 1937). En esta cátedra que ofreció en Chile en marzo de este año, el artista uruguayo reflexiona sobre el papel que el arte y las humanidades deben desempeñar en una educación que enfrente peligros indeseables del futuro inmediato
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POR LUIS CAMNITZER
Hace un par de semanas leí un artículo sobre el hecho que durante el confinamiento del Covid los bailarines de las compañías de ballet en Estados Unidos habían engordado un promedio de dos kilos.1 La nota me hizo sentir muy bien porque permitió que dejara de culpabilizarme y en su lugar pasar a formar parte de una estadística compartida. Mi aumento de peso era exactamente el mismo de una bailarina y en porcentaje a mi peso total, probablemente bastante menor. La nota agregaba dos datos más. El primero trataba del futuro impacto económico que esto tiene en el vestuario, dado que la ropa para los espectáculos es muy cara tanto para reponer como para ajustarla. El otro dato fue que una de las bailarinas decidió no hacer dieta. En su lugar va a abandonar el baile para dedicarse a la coreografía y crear oportunidades para las nuevas formas del cuerpo.
En realidad el ballet no es un medio que me interese mucho y no sé bien por qué leí el artículo. Pero lo que empezó siendo una lectura banal terminó siendo revelador gracias al título que me dieron para esta charla2: “la educación artística como el motor del cambio y de la creatividad”. Pero antes de conectar estas cosas, quiero referirme al contexto dentro del cual quiero hablar, que obviamente está informado por la presente pandemia.
La pandemia hizo que todas las premisas bajo las cuales estuve operando durante las últimas décadas se fueran al diablo de golpe. No es la primera catástrofe a lo largo de mi vida, pero siempre tuve suerte. Me escapé del Holocausto antes que sucediera, me fui de la dictadura antes que tuviera lugar, nací veinte años después de la gripe española, y todos los terremotos, guerras y pestes desde entonces y que podrían haber acabado conmigo, tuvieron lugar en otros lados, ya sea países o comunidades. Aunque todavía sigo con mi suerte, la pandemia de hoy es la primera vez que un desastre de grandes dimensiones me envuelve y altera mi comportamiento y pensamiento en forma contundente. No me estoy quejando en lo más mínimo. En lo personal es verdad que el virus me puso en confinamiento, pero eso en mi ritmo cotidiano es algo bastante normal, y mis actividades no cambiaron mucho. Lo que sí hizo este virus fue darme una conciencia aun mayor y deprimente de lo que es el privilegio.
En los días de sol puedo gozar paseando por mi barrio enjardinado. Amazon, el supermercado y la farmacia, me traen todo lo que necesito a mi casa, y ni siquiera tengo que ver a los portadores. Así logro ignorar un poco a los que trabajan para que yo mantenga mi privilegio. Los privilegiados ya estábamos entrenados para mirar a los que no lo son como si estuvieran encerrados en la otredad. Pero esta vez no sirve, esta vez la presencia es más agresiva, y aunque uno cierre los ojos o la puerta a la realidad exterior, el privilegio empieza a doler. Duele, no por la realidad que significa, que no es nada nuevo. Duele porque las premisas bajo las cuales uno podía poner un granito de arena en la lucha para corregir la injusticia, dejaron de funcionar. El privilegio hoy parece tener una presencia mucho más absoluta e inamovible.
No podemos decir que las premisas dejaron de funcionar de golpe. Antes nuestro granito de arena consistía en votar correctamente en las elecciones y los plebiscitos. Luego fue la militancia, las demostraciones masivas, la huelga, la revolución, todos en cualquier orden o superpuestos, pero sin o con poco efecto. Finalmente nos quedó la educación, que en esta trayectoria descendente, es lo último que parece ser potencialmente viable, o quizás tampoco. “La educación artística como el motor del cambio y de la creatividad” casi, paso por paso y directa o indirectamente, toca esos puntos que acabo de mencionar. Pero en lugar de estimularme, el título me pone en un estado melancólico de nostalgia. Me recuerda un mundo que, gracias a sus fracasos, dejó de existir. Y es por eso que el título parece un resabio ya casi arqueológico.
Los significados de las palabras nunca habían reflejado la realidad, pero hasta hace poco podíamos al menos pensar que lo hacían. El autoengaño era parte de la normalidad y el título indica que seguimos operando como si “la normalidad” fuera a volver: cómo que nuestra situación presente desaparecerá sin dejar huellas. Para los bailarines la gran disyuntiva parece limitarse a, por un lado, perder dos kilos de peso, volver a utilizar el vestuario existente, y así retornar al pasado. Por otro lado, pueden ajustar la coreografía para las nuevas circunstancias dentro de una normalidad un poco corregida. Esta segunda opción es un pasito adelante con respecto a lo que está pasando en el resto de la cultura, pero no parece mucho. Es mejor que lo que hacen los museos, que provisoriamente muestran lo que tienen en la pantalla de la computadora, para aquellos que la tienen. La ostentación de la colección es llevada a tu casa, para que sientas que todo sigue en su lugar y que te puedes educar artísticamente. Lo mismo sucede con las escuelas, y ya que estamos también con los seminarios como este, que mudan sus conferencias a la pantalla de la computadora, para aquellos que la tienen. Y ni hablar de las librerías y de las bibliotecas que ofrecen sus libros en la pantalla de la computadora, para aquellos que la tienen. Todo parece solucionarse con un cambio de lugar: La computadora es el centro de la casa, para aquellos que tienen casa. Y además tienen computadora. Y además tienen servicio de internet.
Los privilegiados estamos en un estado de arresto domiciliario, los no privilegiados siguen libres en la calle para servirnos. Las ideas de qué cosa es el arresto y qué cosa es ser libre cambiaron de sentido. La paradoja: yo me puedo dar el lujo de vivir preso, mientras que los otros están condenados a vivir libres. Esto es así porque todavía pensamos no solamente en términos de geografía, sino de una geografía binaria: Adentro de mi casa y afuera de mi casa, pero adentro de mi ciudad; y afuera de mi ciudad, pero adentro de mi país; y afuera de mi país, pero adentro de mi continente, etc. Esa actitud binaria se refleja en cómo la cultura y su consumo se van estratificando de acuerdo a la distribución del privilegio. En forma extraña, los privilegiados pasan a vivir en un mundo virtual, y los carentes de privilegio continúan viviendo en una geografía que pasó a ser un anacrónica y funcionalmente insuficiente. Los bailarines hacen y filman sus danzas en sus casas, y la coreografía se transformó en un armado de rompecabezas antes de ir al éter. La preocupación por los kilos sobrantes y por el destino del vestuario pertenece a un lugar que ya no existe.
Sé que quizás estoy exagerando un poco. Seguro que la normalidad va a volver. Pero creo que, como siempre, cuando vuelva lo hará solamente de a ratos, y que los kilos viajarán en un vaivén de dietas y de frustraciones. Son cosas que parecen que tienen importancia individual, pero esta vez no son nada más que síntomas y el asunto es global y más fuerte. Los desastres de las guerras, el hambre en Yemen, los refugiados ahogados en el Mediterráneo, las persecuciones religiosas, las familias interrumpidas en las fronteras, todas fueron borradas de las noticias por un simple personaje microscópico invisible. Y con ello, además, la posibilidad de una estabilidad y de lo predecible se fueron al carajo. Esto significa que nuestros instrumentos para resistir y para cambiar, nuestros granitos de arena, dejaron de funcionar. Significa que todo el sistema educativo, con o sin arte, que siempre fue diseñado con base en un futuro que más o menos se afirma en el pasado, ya no sirve. Era un pasado que quería creer que podía condicionar al futuro, pero que, aun si no nos dimos cuenta, ya no puede.
Con todo esto rondando en mi cabeza tengo que confesar que cuando me mandaron el título para mi ponencia, me irritó un poco. Hace dos años me habría parecido muy bien. El tema está dentro de los márgenes de todo lo que estuve pensando durante mucho tiempo. Aunque generalmente no me gusta hacerlo, podía haber recorrido textos ya escritos y repetirlos. Hoy todo esto ya no sirve. El tema que me dieron está anclado en ese mundo geográfico borroso si no inexistente. Presume que hay un transcurso del tiempo relativamente estable. Cree en una distribución de privilegios que pensábamos más o menos corregibles, y en premisas que teóricamente se aplicarían a cualquier situación. Esto es lo que nos servía para construir nuestro activismo, un activismo (hay que confesar) privilegiado.
Sin embargo, hoy sabemos que las distancias recorridas por los privilegios son cada vez más irreversibles. Las revoluciones fallaron, las protestas masivas en tiempos de virus no sé si son un recurso aconsejable, y la educación no es tal. Ya sin el virus estábamos ingresando en un neo-feudalismo fascista. Hoy sabemos que lo que llamábamos educación es nada más que entrenamiento, y que este entrenamiento es para servir a un mundo que ya no está. Hoy sabemos que esa educación ya no sirve, porque para emplear a la gente se necesitan empleos. Hoy sabemos que el arte es una actividad del y para el ocio. Hoy sabemos que el ocio es un fragmento de tiempo poseído y controlado por otros, con ocio y desempleo convertidos en sinónimos. Hoy sabemos que la palabra creatividad está siendo emasculada para servir a la innovación empresarial. Creatividad e ingenio también fueron convertidos en sinónimos. Nos olvidamos de que el ingenio solamente se aplica a la recombinación de cosas conocidas. Nos olvidamos de que, en cambio, el arte es nuestro instrumento para enfrentar lo desconocido. Nos olvidamos, por lo tanto, de que hay dos creatividades y no una, y de que de ellas estamos perdiendo la importante. Nos olvidamos de que todas estas elucubraciones también son un signo de privilegio, de que somos una ínfima minoría que se puede dar el lujo de discutir estos temas. De que me puedo dar el lujo de escribir estas cosas.
Quiero entonces volver al título sugerido para esta ponencia y des-construirlo un poco. Creo que la única parte que se mantiene vigente y no necesita ser resignificada es “motor de cambio”. Me importa enfocar en esta parte porque me permite no quedarme atrapado en el arte. Me permite ver que el peligro que nos acecha no es solamente el virus.
El efecto del virus obviamente es muy grave. Sin geografía, con las sonrisas escondidas y gente intocable, discutimos con una colección de estampillas Zoom, y estamos impedidos de construir y mantener comunidades. O sea, no podemos encontrar el puente entre el privilegio y su ausencia. Las relaciones sociales disminuyen y nos refugiamos en la supervivencia y la introspección. Seguir pintando cuadros solamente lleva a una acumulación de telas que interfiere con nuestro poco espacio habitacional hasta desalojarnos. Seguir bailando a solas termina en un reflejo en el espejo o en un selfie. Los dos kilos ya no importan y la ropa tampoco. Solamente requerirán un nuevo canon estético, y según como fuera observado, una adaptación de la coreografía. En otras palabras, no tenemos otra alternativa que pensar en el “motor de cambio”. Pensar en cómo crearlo, un motor que afecte nuestra manera de pensar, de procesar información y de generar significados que nos ayuden a sobrevivir. “Educación artística” y “creatividad” en estos momentos son palabras que ya no tienen mucho peso y a las cuales tendremos que llenar con una misión más precisa.
Tenemos que entender también que el Covid no está solo, que viene acompañado por el éxito de la tecnología que lo controla. La tecnología creó la vacuna, y la lógica indica que es la tecnología la que nos salva y que, pensándolo un poco, el arte no tanto. Y ahí está el punto álgido. Claro que tenemos que estarle muy agradecidos a la tecnología. Logró darnos la vacuna ahora y no mucho más tarde. Y también tendremos que agradecer a la tecnología por la interminable serie de próximas vacunas que nos dará para sobrevivir a las variantes y luego a las pandemias siguientes. Tenemos que agradecer a todos los científicos. Y quizás más que a ellos, tenemos que agradecer a las compañías farmacéuticas que los financiaron. Y, en realidad, tenemos que agradecer a la educación basada en STEM, que con sus cursos dedicados a la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas forma a esos científicos sin distraerlos con las artes y otras actividades del ocio. Fue STEM el plan de estudios que entrenó a los que lograron todo esto. Le debemos nuestras vidas. Gracias, STEM. ¡Gracias por salvarnos!
¡Pero para un poquito! La distribución de las vacunas, el desequilibrio entre quien recibe la vacuna y quien no —entre quien entiende su importancia y quien la niega— ¿no muestra que hay alguna falla en la educación? ¿STEM se olvidó de algo? ¿Cómo es posible? La respuesta es que la elaboración de STEM, un producto de la permanente competencia económica y bélica entre países, no surgió por un interés filantrópico en protegernos. Surgió por una voluntad de acumulación de poder en un mercado cargado de intereses competitivos y de prejuicios raciales y clasistas. Surgió porque que esas compañías farmacéuticas actúan de bisagra entre los países ricos y los países pobres para ver donde pueden ganar más dinero. Surgió por lo que Boris Johnson describió frente a un grupo de parlamentarios, gracias al capitalismo y la codicia.3 Fueron, además, empresas capaces de trasladar en muy poco tiempo el nacionalismo geográfico tradicional a un nuevo nacionalismo de la vacuna.
Lo interesante del sistema educativo STEM es que aquellos cursos que podrían ayudar para corregir el significado y las consecuencias éticas de esa frase: “voluntad de acumulación de poder en un mercado cargado de intereses y prejuicios”, son justamente los que STEM dejó afuera. Son esos cursos que forman parte de las Humanidades, esos que incluyen las ciencias sociales, la ética, y también el arte cuando éste es utilizado correctamente como un instrumento cognoscitivo. Son esas materias las que se consideran que hacen perder el tiempo cuando se está en la investigación tecnológica. Y hay en esto algo perversamente divertido: mientras STEM está apoyado en la existencia de fronteras geo-económicas y las promueve, al virus estas fronteras no le importan un comino. Son solamente esas Humanidades segregadas por la tecnología capitalizada, las que nos equipan para especular y pensar en: ¿Qué pasaría si las fronteras geo-económicas no existieran?; ¿Qué pasaría si las vacunas solamente se distribuyeran de acuerdo a criterios éticos? ¿Qué pasaría si la vacuna fuera un derecho natural de todos los ciudadanos del mundo?
Tenemos entonces, antes de hablar de educación, de arte, de los motores de cambio, o de la creatividad, que entender que tanto las universidades como el sistema educacional en general, son nada más que piezas de juego. Es un juego que dentro de este marco de referencia no tiene nada que ver, o muy poco, con los genuinos intereses sociales e individuales. Las universidades, y muchas veces con un orgullo que publicitan para decorar su imagen, son fábricas de empleados. Su éxito se mide por el posible ascenso en las clases sociales, por el acceso al privilegio, el cual, a su vez, se mide por el tamaño del salario de sus graduados. La buena educación aquí se traduce en estatus y no en felicidad o en servicios al bien común.
Es aquí entonces en donde tenemos que mirar menos a los viejos profesores y más al Covid como un nuevo profesor. Es cierto que no es un profesor muy simpático que digamos. Pero como buen profesor que es, no nos infantiliza y no nos da respuestas. Nos obliga simplemente a preguntarnos. Y dos de las preguntas son: ¿qué es lo que nos está enseñando al viralizarnos?, y, ¿por qué no lo estamos escuchando?
Quizás yo esté sensibilizado a todo esto porque soy un profesor de esos viejos. Paradójicamente, yo creía en la viralización del estudiantado y quería infectar a cada uno de mis estudiantes. No era para lograr que fueran productores contentos de arte. Era para lograr que cada estudiante, a su vez, infecte a los demás con la voluntad de mejorar la sociedad. Sabía que esta es una actividad peligrosa, ya que mal hecha puede desembocar en el cultismo ignorante y demagógico del cual hay tanto pululando por ahí. Pero la infección bien hecha desencadena un proceso de concientización. Ayuda a ver los abismos que nos amenazan, a evitarlos, y a buscar las mejores soluciones.
Heredero de una pedagogía constructivista y progresista, yo trataba de hacer todo esto en forma no autoritaria, sin castigos o recompensas, apelando al sentido común y a la decencia. Hoy, en una forma más violenta de lo que yo me hubiera animado, el virus está haciendo eso mismo. Aunque parezca que el Covid es un enviado por la naturaleza para castigarnos e imponer una venganza merecida, en realidad no es así. O por lo menos no tanto. El Covid no se preocupa por decirnos “mirA lo que hiciste y ahora te estoy dando tu merecido”. El virus no es un profesor con ideología. Solamente se limita a enfrentarnos a los peligros distópicos de un futuro que estamos construyendo. Es un futuro que, sin que nos demos cuenta, desde hace tiempo viene invadiendo el presente. Muy didácticamente, como si fuéramos unos tarados, y dependiendo de quienes somos, el virus nos pregunta: ¿Qué vas a hacer si el resto de tu vida consiste en quedarte en tu casa? O, ¿Qué vas a hacer si el resto de tu vida, relativamente corto, lo vas a pasar en la calle al servicio de los que pueden quedarse en sus casas? El virus nos pregunta: ¿Qué vas a hacer si el resto del mundo pierde su tercera dimensión aplanado en la pantalla de tu computadora? O, ¿qué vas a hacer si no tienes computadora y solamente puedes corretear por las calles para que otros sobrevivan? El virus nos pregunta: ¿Qué es lo que va a mantener vivo tu cerebro si todos los estímulos están guardados en Google y en los medios sociales? O, ¿qué te va a estimular si no tienes acceso ni siquiera a eso, o si ya no quedan estímulos?
Un estudio hecho en los Estados Unidos sobre 5 mil 500 personas mostró que ya en junio del 2020 más de la cuarta parte tenía ataques de ansiedad, y que la misma cifra se repite en los casos de depresión. El artículo no aclaraba cuantos candidatos sufrían de ambas cosas al mismo tiempo, pero sí que comparado con las cifras del 2019 los casos eran más del triple en ansiedad y el cuádruple en la depresión. No importan tanto las cifras como el hecho de la multiplicación. A mí no me contaron en el estudio, o sea que los números aumentarían aun más con mi presencia. Siento que estamos en serio peligro de escondernos y encerrarnos en nosotros mismos. El mundo entonces terminará dividido en un “yo y los otros”, con Donald Trump como nuestro profeta. Sería la creación de una otredad extrema, quizás cumpliendo con un sueño utópico y secreto del neoliberalismo. Sería un mundo en donde, con la ayuda de STEM, la realidad se reducirá a la circulación del dinero, ignorando la sangre, y con las neuronas transformadas en la nueva criptomoneda. Y lo demás no importa.
El “motor de cambio” por lo tanto necesita entender lo que el virus está enseñando, y qué es lo que quiere cambiar. El motor de cambio tiene que entender que la instrucción y la educación son cosas distintas, y que hay que ajustar la consciencia de los significados de lo que decimos. El motor de cambio tiene que entender que el arte no es una artesanía sino una forma de entender y comunicar. El motor de cambio tiene que entender que la educación artística no está ahí para sofisticar al público, o para rellenar el ocio, o para hacer productos. El motor de cambio tiene que entender que la creatividad está para crear nuevas conexiones, y a lo mejor también nuevas cosas y situaciones que nos ayuden a articular lo desconocido. Y que eso es algo que tiene que ser compartido por todos.
Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar, era un señor que se las sabía todas y que no tenía necesidad del Covid para entender todo esto. Dany Ruiz, un artista salvadoreño, me recordó una página de la que me había olvidado: En su introducción al Tratado sobre las Luces y las Virtudes Sociales, originado en 1828 pero publicado por la Imprenta del Mercurio de Valparaíso en 1840, Rodríguez dice, o más bien proclama:
“En prueba de que con acumular conocimientos extraños al arte de vivir, nada se ha hecho para formar la conducta social —véanse los muchísimos sabios mal criados que pueblan el país de las ciencias. […] Lo que no es general sin excepción no es verdaderamente público, y lo que no es público no es social. Se divulga todo lo que se difunde por medio de pregones, carteles o gacetas, pero no se generaliza sino lo que se extiende con arte, para que llegue sin excepción a todos los individuos de un cuerpo. Extender con arte será, no sólo hacer que todos sepan lo que se dispone, sino proporcionar generalmente medios de hacer efectivo lo dispuesto. Y todavía será menester declarar que la posesión de los medios impone la obligación de hacer uso de ellos. Todos los gobiernos saben (cuando quieren) generalizar lo que es o lo que les parece conveniente; pero sólo un gobierno ilustrado puede generalizar la instrucción… dígase más, lo debe. Porque sus luces lo obligan a emprender la obra de la ilustración con otros —y le dan fuerza para oponer a la resistencia que le hacen los protectores de las costumbres viejas.”
Así que es exactamente allí en donde todavía estamos en el día de hoy. Casi dos siglos después.
Notas:
1. Gia Kourlas, “What is a Ballet Body?, The New York Times, 3 de marzo, 2021 https://nyti.ms/3ycjsyT
2. “El arte, un herramienta para la transformación de la educación y la ciudadanía”, Escuela de talentos ALTA-UACh/Programa Acciona, Valdivia, Chile, con Monica Hoff y Doris Sommer, marzo 18, 2021
3. https://wapo.st/3tR3xm4 Acceso marzo 24, 2021. Johnson se retractó inmediatamente y declaró que lo había dicho en broma.
FOTO: Durante los primeros meses de cuarentena, el gobierno de Nepal dispuso la entrega de víveres a la población. En la imagen, una fila para la entrega de despensas en Katmandú. /NARENDRA SHRESTHA/ EFE
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