El reino inexistente
POR OSWALDO ZAVALA
En el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca se encuentra una de las piezas más conocidas del artista callejero conocido como Yescka, que resume el imaginario dominante sobre el narco en México. Se trata de una mordaz variación de la última cena: la élite de la clase política y empresarial se sienta alrededor de un narcotraficante de rostro oscurecido que ocupa el lugar de Cristo empuñando un AK-47, el obligatorio cuerno de chivo que prefieren por igual traficantes y militares. A la izquierda del narcocristo aparece el expresidente Felipe Calderón. Entre otros invitados a la cena están Emilio Azcárraga Jean, dueño de Televisa, el expresidente Carlos Salinas de Gortari, Carlos Slim, el empresario ocasionalmente más rico del mundo, y el actual gobernador del Banco de México y exsecretario de Hacienda de Calderón, Agustín Carstens. Al centro de la mesa y sobre una bandeja descansa la cabeza de Benito Juárez como si fuera la de Juan Bautista. En la esquina inferior derecha, una prostituta con antifaz voltea hacia nosotros con una sonrisa que también podría ser una mueca. El mural puede interpretarse en primera instancia como la sumisión de los poderes oficiales y fácticos ante un narco que se impone como el poder último en el territorio nacional. En la reunión final, la cofradía criminal ha elegido a su salvador y ha adoptado el dogma de sus enseñanzas y ejemplos, un orden teológico postpolítico extremo intersectado por la implacable lógica de la globalización y la insondable influencia de los medios de comunicación. Así, el narco sobrepasa las estructuras de Estado y, amparado en el flujo transterritorial del capital, impone su habitus de violencia por encima del desvencijado orden político estatal.
La propuesta crítica de Yescka es desde luego consecuente con el modo en que se representa el narco en México desde prácticamente cualquier discurso de conocimiento. Periodistas, cineastas, músicos, narradores y artistas plásticos comparten por igual la misma plataforma epistemológica que posiciona al narco en el centro de un horizonte de poder postsoberano. Tras el siniestro saldo de violencia atribuida al narco —100 mil asesinatos y 30 mil desaparecidos solamente en el sexenio de Calderón—, ¿cómo no imaginar que los capos se sientan al centro de la mesa de la oligarquía? Si esa capacidad de destrucción tiene un supuesto origen en cárteles de la droga que actúan en un territorio nacional donde el Estado ha perdido toda posibilidad de soberanía, donde la hegemonía política ha sido desbordada por la fuerza del capital, que procede de modo impersonal a un reordenamiento despolitizado de la sociedad, ¿cómo no creer que el narco domina en México?
Las nociones de Estado, soberanía y lo político aparecen en los debates más recientes como obstáculos para comprender la emergencia del narco en México. Algunos de los más visibles estudiosos del fenómeno, como Sergio González Rodríguez, Rita Segato, Hermann Herlinghaus y Rosanna Reguillo, han imaginado al narcotráfico como una economía que conlleva los efectos más radicales del capitalismo tardío. El narco ha sido para ellos un fenómeno exterior a la estructura y poder del Estado, convirtiéndose así en una fuerza adaptable, constantemente innovadora, sin vectores políticos reales y con el único fin de mejorar sus rendimientos como cualquier conglomerado trasnacional. Para existir, este narco depende de un Estado débil y vulnerado, sin aranceles y sin fronteras, un andamio mínimo que sostenga la sociedad pero que no obstruya los caminos de la droga.
En el campo literario, la corriente más comercial de la novela negra representa consecuentemente la visión de un México postsoberano en el que una multiplicidad de cárteles controlan regiones enteras y mantienen a raya las disminuidas configuraciones estatales vulneradas por el poder corruptor del capital clandestino. Al igual que la gran mayoría de investigaciones periodísticas, canciones, películas y piezas de arte conceptual sobre el narco, este tipo de novela se enfoca en la violencia inscrita en los cadáveres a través de estrategias narrativas despolitizadas, ahistóricas y mitológicas. En lo que sigue, me interesa discutir brevemente cómo las novelas de autores como Élmer Mendoza, Bernardo Fernández (Bef) y Alejandro Almazán, entre los más celebrados, radicalizan la condición postpolítica al privilegiar el cuerpo de la víctima como el reducto de su representación del narco. El cadáver se encuentra de ese modo en la línea narrativa principal de estas novelas, construidas como un desmedido ejercicio de semiosis que transforma el cuerpo victimado en un significante vacío. En él se deposita todo tipo de interpretación voluntarista, que borra las condiciones políticas que producen la historia de la violencia que se narra: el hecho de que es el mismo Estado mexicano el que históricamente ha sido el principal responsable de la violencia en el país. Finalmente, y a contracorriente de la crítica postpolítica, me interesa señalar cómo el fenómeno del narco en México continúa siendo un asunto decididamente político, con las nociones de Estado y soberanía más relevantes que nunca.
La novela negra mexicana es dependiente de las convenciones del modelo policial británico (Arthur Conan Doyle, Agatha Christie), del hard-boiled estadounidense (Dashiell Hammett y Raymond Chandler), y de best–sellers policiales de generaciones más recientes (Henning Mankell o Rubem Fonseca). Para adquirir el capital simbólico de esas convenciones y fórmulas, la narconarrativa más reciente debe desembarazarse de los contextos políticos domésticos y producir personajes arquetípicos en tramas trasladables a otros espacios culturales. Transformando la dimensión histórica y política del narco en una serie de atributos mitológicos que naturalizan la violencia y moralizan las acciones criminales, estas novelas ofrecen una caricatura descontextualizada del narco sin tocar sus elementos más complejos y de mayor interés literario.
La otra influencia en la escritura de estas novelas, en mi opinión, proviene de una curiosa práctica de la crónica periodística en México. El trabajo de reporteros como Diego Osorno, Anabel Hernández y el mismo Alejandro Almazán ha propulsado una forma narrativa que exotiza la violencia y la sordidez tremendista atribuida al narco. Con frecuencia utilizando recursos de los cuadros costumbristas decimonónicos, estas crónicas han creado toda una boga entre periodistas jóvenes que buscan hacerse de un nombre alejándose de las coordenadas del periodismo para ir en busca del alarmista parte policiaco, de la indignación del activista y de la subjetividad relajada del cronista narrativo que tergiversa el new journalism estadounidense. Véase, por ejemplo, la antología de crónicas ¡Generación Bang! (Planeta, 2012) compilada por Juan Pablo Meneses, cuyo título sensacionalista expresa elocuentemente la superficialidad de esta curiosa corriente del periodismo actual. Así, entre el efectismo predecible de los best-sellers policiales y un dudoso entendimiento de la crónica periodística, la novela negra mexicana apuesta por retener la atención del lector mitologizando una violencia cuya historia política es simplemente ignorada.
La trayectoria de Élmer Mendoza explica por sí misma este fenómeno. En sus primeras novelas, Un asesino solitario (1999) y El amante de Janis Joplin (2001), Mendoza inscribe la acción de un modo deslumbrante en el turbio ambiente político y policial del México de la segunda mitad del siglo XX. Los personajes de esas primeras obras confrontan al principal facilitador del crimen en el país: el poder oficial. En ambas novelas, los narcotraficantes, los sicarios de la mafia o del gobierno, los criminales comunes y aun de cuello blanco, son todos peones en el tablero de juego que dirige la élite política y policial. Al alcanzar visibilidad nacional e internacional, sin embargo, Élmer Mendoza dio un giro radical a su proyecto literario con novelas policiales protagonizadas ahora por el agente Edgar El Zurdo Mendieta, cuyas pintorescas aventuras vuelven legibles para el público global las sanguinarias muertes del narco. Me basta un ejemplo de la premiada novela Balas de plata, la escena en que el agente Mendieta acude al hallazgo de un cadáver encobijado:
“La cobija era café y se hallaba empapada, con un alce entre riscos estampado en el centro, sobre el que yacía el cuerpo del hombre, cuarenta y cinco a cincuenta años, calculó el detective, uno ochenta de estatura, camisa Versace, descalzo, castrado y con un balazo en el corazón. Uno de los polis que inspeccionaba el lugar regresó con una bota vaquera de piel de avestruz, Mendieta hizo una mueca. Pasemos el caso a Narcóticos, mandó a su pareja, varios celulares sonaban. No necesitamos su nombre para saber a qué se dedicaba. No sólo lo han castrado, también le cortaron la lengua, aclaró Gris, no hemos localizado casquillos, lo que hace pensar que lo mataron en otro lugar y lo trajeron aquí. Es igual, cualquier asunto con narcos de por medio ya ha sido resuelto”.
El encobijado lleva una narcovestimenta cliché (camisa Versace, botas vaqueras de avestruz) y la violencia del oficio sobre su cuerpo (genitales y lengua amputada, un tiro de gracia en el corazón). El cadáver en sí mismo ofrece al público todo lo que necesita saber para pensar, con Mendieta, que el caso ha sido de antemano resuelto aun sin conocer el nombre de la víctima: un narco ejecutado por otros narcos. Que el público esté informado o no es irrelevante, los rasgos generales de ese cadáver se repiten en las crónicas periodísticas, en películas como Heli y El infierno, en los narcocorridos de Los Tigres del Norte, incluso en la pretendida sofisticación del arte conceptual de Teresa Margolles y Rosa María Robles. En la novela negra es sin duda el gesto constitutivo que se encuentra en el centro de libros como Hielo negro (2011) de Bernardo Fernández y El más buscado (2012) de Alejandro Almazán.
Afortunadamente, existen asideros para pensar críticamente el fenómeno. Como ha demostrado el imprescindible trabajo de Luis Astorga, el supuesto triunfo inapeable de la globalización que vuelve imparable el poder económico del crimen organizado no es sino una narrativa originada en una matriz ideológica construida por el Estado. Esta matriz impone un sentido unívoco sobre el narco “con pretensiones universales” que marca las coordenadas básicas de su representación inventando una mitología (Mitología del “narcotraficante” en México, Plaza y Valdés, 1995). En la misma dirección, Fernando Escalante Gonzalbo analiza el lenguaje oficial activado por el Estado como el generador de un “‘conocimiento estándar’ sobre el crimen organizado, capaz de explicar todo el proceso, y cada episodio, con dos o tres trazos muy fáciles de entender” (El crimen como realidad y representación, El Colegio de México, 2012). El monopolio discursivo oficial sobre el narco es posible porque la historia del tráfico de drogas en México es derivativa de la historia de las prohibiciones de Estado. Dicho de otro modo, el prohibicionismo estatal es la condición de posibilidad de la existencia y desarrollo del crimen organizado, con mayor razón del lenguaje que utilizamos para describirlo.
Nuestros novelistas, y nuestros periodistas antes que ellos, no han conseguido comprender la historia política del narco en México. Imaginan a Los Zetas como reyes del noreste, a El Chapo como el príncipe de un reino impenetrable, aun después de su detención. Ignoran o encuentran inaceptable pensar que el nuevo orden nacional que resultó de la caída del PRI reemplazó el ubicuo y omnipresente poder federal con alianzas locales entre gobernadores, empresarios y traficantes en estados como Chihuahua, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas. Se resisten a pensar que los niveles de violencia sin precedentes en México no son el resultado de una “guerra de cárteles”, como proclamó durante seis años la presidencia de Calderón, sino la violenta restauración del poder soberano del Estado que habría sitiado ciudades enteras y habría asesinado con su paso a decenas de miles de ciudadanos juzgados como criminales sin la menor investigación policial de por medio. Y aunque muchos sigan creyendo que los capos reinan aún desde la prisión, los controles disciplinarios de Estado están más que nunca presentes en las más recientes configuraciones de políticas de seguridad nacional tanto en México como en Estados Unidos. Estemos de acuerdo o no con ello, el narco es de nuevo un objeto contenible por la geopolítica continental.
A principios de 2014, tres hechos separados por unos cuantos días entre sí permitieron un acceso inusual a esa dimensión política más actualizada del narco. Primero, el 13 de febrero la revista Time puso en la portada de su edición internacional al presidente Enrique Peña Nieto con el encabezado “Saving Mexico”, atribuyéndole haber cambiado “la narrativa de su nación manchada por el narco” (Carolina Moreno, “Enrique Pena Nieto’s TIME Cover Sparks Outrage In Mexico”, en The Huffington Post, 17 de febrero de 2014: http://www.huffingtonpost.com/2014/02/17/enrique-pena-nieto-time_n_4803677.html). Apenas seis días después, el presidente Barack Obama sostuvo un encuentro privado con Peña Nieto en México durante la Cumbre de Líderes de América del Norte. En una rueda de prensa ese 19 de febrero, Obama elogió las mismas reformas que la revista Time celebró en el gobierno de Peña Nieto y se dijo particularmente interesado en las estrategias mexicanas “en materia de justicia penal, en materia de seguridad” (Redacción, “¿Qué acordaron Peña-Obama-Harper en la Cumbre del TLCAN?”, en Animal político, 19 de febrero de 2014: http://www.animalpolitico.com/2014/02/lo-que-haran-pena-obama-harper-para-el-20-aniversario-del-tlcan/#axzz2wT6wk0Kc). Tres días después, esas estrategias cobrarían una materialidad efectiva irrefutable: la mañana del 22 de febrero, marinos de la Armada de México y agentes de la policía federal detuvieron a Joaquín El Chapo Guzmán, el jefe del Cártel de Sinaloa, que de acuerdo con las autoridades de Estados Unidos y México lideraba un imperio multimillonario a nivel global con presencia en 54 países. Y aunque según cables diplomáticos filtrados a los medios El Chapo usualmente se rodeaba de 300 guardias para su protección, fue detenido sin un solo disparo y con su esposa pidiendo misericordia por la vida del capo. ¿Sirve de algo leer el meteórico ascenso de El Chapo que supuestamente le permitió controlar agencias federales enteras, según lo narra Anabel Hernández en Los señores del narco? ¿Tiene ahora sentido leer novelas como El más buscado de Alejandro Almazán, en la que El Chapo burla la embestida del ejército mexicano como si fuera Pacho Villa eludiendo el general Pershing en la sierra de Chihuahua?
Antes de apresurarnos a especular, como hicieron después tantos analistas y periodistas en México, con la inverosímil detención de un doble y con el nombre de su sucesor en el cártel, es crucial comprender que el arresto de El Chapo sería la demostración política más clara de la soberanía del Estado por sobre cualquier organización criminal. La neutralización de Los Zetas y el reciente conflicto en Tierra Caliente deben entenderse en esa misma clave. Como ocurrió con El Chapo, Heriberto Lazcano, el sanguinario jefe de Los Zetas, fue asesinado en octubre de 2012 mientras disfrutaba de un juego de beisbol en compañía de un guardaespaldas. En el caso de Michoacán, la derrota de Los Caballeros Templarios y la conversión de las autodefensas en una policía rural por orden del gobierno federal convalida una significativa portada de la revista Proceso, fechada el 18 de mayo, que resume elocuentemente la conclusión de este episodio a sólo 15 meses de haberse iniciado: “Las autodefensas domesticadas”. Aquí aparece el mayor punto ciego de las despolitizadas novelas negras: el narco en México es actualmente reducible a las estrategias de seguridad del Estado. Ese es el verdadero poder —a la vez legal e ilegal en un país en permanente estado de excepción— que debemos someter a examen. Para ello debemos dejar de lado la reiteración sin límites de las fantasiosas historias de ascenso y caída de los capos, de sus cárteles, de sus plazas. No comprender o no aceptar esta afirmación nos impide articular una crítica efectiva del poder oficial cuya brutalidad criminal se escondería en la falsa narrativa de los cárteles y su supuesto reino sin fin.
Vuelvo a la última cena de Yescka y encuentro ahora una lectura distinta e inquietante en la disposición del mural: el narco sin rostro en el lugar de Cristo, es un arquetipo de todos los narcos que a lo largo de décadas ha fabricado el poder oficial. Sus falsos apóstoles se mantendrán discretos en un segundo plano para utilizar el martirologio de su supuesto señor. Lo entregarán y lo negarán; lo dejarán ser crucificado. Después de su más humillante tortura y muerte, sus apóstoles predicarán para siempre la victoria de su resurrección y su inverosímil poder por encima del César y el Imperio Romano, de hecho por encima de todos los césares y todos los imperios. El sacrificio literal y simbólico de quien sólo muerto puede significar el triunfo es la fábula operativa del narcotráfico en México y su inagotable genealogía de jefes que mueren y reencarnan conforme el Estado lo requiere. Es también la fuente inagotable de la mayoría de las narconovelas negras. Pero el rostro oscurecido del narco permanece anónimo en el mural porque es la metáfora fluida de todos los narcos que indistintamente pueden y ocuparán su lugar en la narrativa que ya predispone su ascenso y caída. Conocer la verdadera identidad de ese cadáver para siempre resucitado es la consigna aún pendiente de nuestra mejor literatura todavía por escribirse.
* Profesor de la División de Humanidades de College of Staten Island-The City University of New York
* Fotografía: La última cena mexicana, de Yescka/Cortesía del artista.