Elena Poniatowska o el arte de escuchar

May 21 • destacamos, principales, Reflexiones • 2381 Views • No hay comentarios en Elena Poniatowska o el arte de escuchar

 

La trayectoria de Elena Poniatowska demuestra que las herramientas aprendidas del periodismo pueden ayudar a forjar las mejores obras literarias

 

POR VICENTE ALFONSO 
En mayo de 1953, Elena Poniatowska era una veinteañera que solía leer los periódicos en la casa materna. Una tarde acompañó a su madre a un cóctel en honor de Francis White, recién nombrado embajador de Estados Unidos en México. Al momento de las presentaciones, la muchacha solicitó una entrevista con el diplomático. La charla se desarrolló al día siguiente y fue, en palabras de la autora, “una entrevista de lo más idiota”. No debió serlo tanto, pues fue contratada como reportera en el Excélsior. Con estas palabras lo recordó en septiembre de 2015, cuando la entrevisté para este mismo suplemento durante el Encuentro Internacional de Periodismo organizado por El Universal: “Como era mujer me mandaron a la sección de sociales. Siempre sientes que te refundan automáticamente en sociales, sección que ya no es tan fuerte ahora, pero cuando yo entré era importantísima, era para que los políticos y los banqueros encontraran un marido para sus hijas casaderas”, ironizó, y aprovechó para recordar que, aunque “siempre había manera de barrer a las mujeres fuera”, no son pocas las pioneras que abrieron brecha en el periodismo y en la literatura.

 

Con el nuevo empleo surgió otro problema: su familia no veía con buenos ojos que su nombre y apellido aparecieran en los diarios. Las convenciones de la época dictaban que una mujer debía figurar en la prensa sólo tres veces a lo largo de su vida: al nacer, al casarse y al morir. Tanto así, que cuando la incipiente reportera le pidió una entrevista a su tía abuela Hélène Subervielle, ésta respondió ofuscada: “¡Dios me libre!” Imagino que fue entonces cuando a la joven Elena se le ocurrió firmar con el nombre de un elefante como seudónimo. Si su iniciativa no prosperó fue porque en la misma sección había ya otra articulista, Ana Cecilia Treviño, que publicaba sus entregas como “Bambi”, y el editor se negó a tener en sus páginas a todos los personajes de Walt Disney. De esta manera, la reportera en ciernes comenzó a firmar con su nombre y apellido las entrevistas y crónicas que publicaba a razón de una diaria.

 

Siete décadas después, y con 90 años recién cumplidos, la maestra Hélène Elizabeth Louise Amelie Paula Dolores Poniatowska Amor sigue ejerciendo el oficio de periodista. En paralelo con una prolífica y brillante trayectoria novelística, ha publicado innumerables crónicas, entrevistas, reportajes y artículos, además de una docena de libros de no ficción, entre ellos La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, Nada, nadie, La herida de Paulina, No den las gracias, Las siete cabritas, El Universo o nada, Amanecer en el Zócalo y Las soldaderas, así como los nutridos compendios de entrevistas Palabras cruzadas e Ida y vuelta.

 

La producción de una obra periodística tan vasta es de especial importancia si se toma en cuenta que, durante décadas, géneros como la crónica, el testimonio y la entrevista fueron considerados subproductos ajenos al terreno de la literatura. Así, frente a la idea generalizada de que el paso por la sala de redacción es apenas un peldaño para convertirse en novelista, la trayectoria de Elena Poniatowska nos recuerda que la obra periodística puede ser tanto o más importante que la fabulación, pues si trazamos una línea temporal que destaque las situaciones consignadas en sus libros, esta correspondería con los momentos clave de la vida en México durante la segunda mitad del siglo XX y las primeras dos décadas del siglo XXI. No en vano se trata de la primera mujer que recibió el Premio Nacional de Periodismo y la única mexicana que, a la fecha, ha sido distinguida con el Premio Cervantes de Literatura.

 

Rasgo esencial en lo que ha escrito la maestra Elena Poniatowska es una marcada preferencia por quienes viven situaciones desesperadas: reclusos, perseguidos políticos, campesinos, obreros, indígenas y estudiantes, con especial énfasis en las mujeres. Décadas antes de que el tsunami feminista inundara calles y espacios públicos, Poniatowska estaba ya involucrada en esas luchas no sólo como fundadora de la revista Fem, también como cronista y reportera: lo mismo publicó artículos acerca de las terribles condiciones en que viven las auxiliares de limpieza, nanas y cocineras (“Se solicita muchacha”, 1981), que trazó los perfiles de siete pioneras en el difícil terreno de las artes (Las siete cabritas, Era, 2000); lo mismo recibió en su casa a madres que buscaban a sus hijos desaparecidos durante el periodo conocido como “guerra sucia” (“Los desaparecidos”, 1978) que hizo un acucioso retrato de Juchitán, Oaxaca, sociedad en donde las mujeres llevan el timón (“Juchitán de las mujeres”, 1988) e incluso se involucró en el caso de Paulina Ramírez, jovencita de trece años embarazada tras una violación, y a quien le fue negada la posibilidad de abortar pese a que la ley lo permitía (La herida de Paulina, Plaza y Janés, 2000).

 

De la plaza al temblor

 

Acaso el libro más emblemático de Elena Poniatowska es La noche de Tlatelolco (Era, 1971), volumen que en medio siglo ha vendido cientos de miles de ejemplares y ha rebasado las 100 ediciones. Publicado cuando Poniatowska tenía 39 años, es un preciso collage de testimonios en torno al movimiento estudiantil de 1968 y a la posterior represión por parte del ejército durante el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz: forjado con declaraciones de estudiantes, padres de familia, corresponsales nacionales y extranjeros, comerciantes, oficinistas, así como documentos oficiales, poemas e incluso canciones, la autora dictó cátedra de periodismo al evitar opiniones y consignar sólo las voces directas de los testigos. A medida que avanzan las páginas va dibujándose, clara, una historia que comienza con protestas multitudinarias, asambleas estudiantiles y una marcha del silencio, hasta desembocar en lo ocurrido en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre, cuando el ejército disparó contra una multitud de manifestantes. A partir de entonces, el libro consigna casos de muchachos encerrados, amedrentados, golpeados. Poniatowska recogió las voces de quienes estuvieron esa tarde allí, quienes vieron disparar a los soldados, quienes sintieron miedo por el sobrevuelo de los helicópteros, quienes vieron los cadáveres de muchachos asesinados a filo de bayoneta. A quienes, suspicaces, dudan que hubiese muertos esa tarde, habría que recordarles que en su momento, y tras una exhaustiva investigación, el diario británico The Guardian estimó la cifra más probable de muertos en 325.

 

Otro de sus libros emblemáticos es Nada, nadie. Las voces del temblor (Era, 1988). Se trata, en cierta manera, de un ejercicio de escritura colectiva: en 1985, luego del sismo de 8.1 grados que colapsó cientos de edificios en la capital, doña Elena le dijo a los alumnos de su taller literario: “No vamos a hablar de literatura ahora. Si ustedes quieren salir a la calle conmigo y hacer reportajes, y ver cómo viven los mexicanos, sigue el taller, si no, se cierra”. Su biógrafo, Michael K. Schuessler, apunta que 18 de los asistentes al taller decidieron quedarse y formar una cuadrilla de cronistas que de manera voluntaria salió a las calles por varias semanas a hacer entrevistas, cotejar datos y establecer cronologías. Poniatowska misma se impuso la tarea de visitar todos los días alguno de los escenarios del siniestro, donde permanecía hasta las tres o cuatro de la tarde y a las cinco se ponía a escribir un artículo que enviaba la redacción ya entrada la noche. Así, a razón de una crónica diaria, publicó a lo largo de casi tres meses el material que dio origen al otro de sus libros más deslumbrantes y entrañables.

 

Destaca, una vez más, el especial compromiso de Poniatowska con las mujeres: Nada, nadie denuncia que en 1985 al menos 70 mil obreras informales laboraban en talleres clandestinos en México, sin seguro social ni prestaciones de ninguna especie, en tugurios infames. Denuncia también que de esas trabajadoras, al menos 600 quedaron atrapadas bajo los escombros al desplomarse un taller clandestino. Que en el momento de mayor urgencia hubo funcionarios públicos que exigieron “mordidas” a los familiares de los fallecidos para “agilizar la entrega de cuerpos”, y que hubo policías que invertían más tiempo en la rapiña que en labores de rescate. Entre los muchos testimonios incluidos en el libro, conmueve el de una mujer que pasó más de 60 horas bajo los escombros con su hijo de tres años, y el hallazgo del cadáver de una muchacha que acababa de dar a luz en el Hospital Juárez: los pechos cargados de leche, la cesárea en el vientre recién suturada. Una fuente de vida arrebatada por la muerte. Además, entre los textos producidos por los alumnos del taller, algunos fueron incluidos en el libro con los créditos correspondientes. Hay también colaboraciones enviadas por periodistas desde distintos puntos del país.

 

Una entrevista al día

 

“El arte de escribir implica dominar antes el arte de oír” escribió Octavio Paz en un artículo respecto a Elena Poniatowska, y es que en los procesos de escritura de la autora las historias ajenas cobran un peso especial. Como ya mencioné, a partir de su ingreso al periódico, en 1953, Poniatowska recibió la asignación de publicar una entrevista diaria durante un año. Lo cierto es que, desde entonces, jamás ha dejado de entrevistar a personajes de los más diversos perfiles. El resultado es una larguísima lista de conversaciones con personajes como Gabilondo Soler Cri-cri, José Revueltas, Yolanda Montes Tongolele, David Alfaro Siqueiros, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, por citar sólo algunos. En 1963, una de esas entrevistas resultó clave para la vocación literaria de Poniatowska: la que realizó con el antropólogo norteamericano Oscar Lewis, quien un par de años antes había publicado Los hijos de Sánchez, libro que desde su aparición desató un escándalo debido a que el gobierno mexicano consideró que denigraba al país y negó los permisos para filmar una versión cinematográfica en territorio nacional. En aquella entrevista Lewis le dijo que en lugar de tratar de imaginarse escenas realistas, los escritores debían “acercarse a la realidad del pueblo mexicano”.

 

De aquella época provienen también las 78 crónicas breves incluidas en Todo empezó el domingo (Plaza y Janés, 1997), volumen que rescata los trabajos publicados por Poniatowska en el Magazine de Novedades a fines de los años 50: acompañados por dibujos de Alberto Beltrán, las crónicas abordan lo mismo un recuento de los mítines políticos de la contienda por la presidencia en 1958 que un día de visita en la prisión de Lecumberri, lo mismo las condiciones en que trabajan los mineros en Chihuahua que una pelea de box en una arena de barrio, lo mismo el lujo y el confort en la Zona Rosa de la Ciudad de México que la devoción del viernes santo en Iztapalapa, entre muchos otros escenarios de la vida nacional.

 

Una catrina lavando ajeno

 

Quizás inspirada por las ya mencionadas indagaciones de Oscar Lewis, Poniatowska se impuso, en 1964, una de las misiones periodísticas más difíciles y ambiciosas de su carrera: no se trataba de perfilar a un personaje de las altas esferas políticas o artísticas, sino de retratar a Josefina Bórquez, anciana enjuta que caminaba jorobada, pegada a la pared, doblada sobre sí misma y que, según le dijeron, había sido soldadera durante la Revolución. En la magnífica crónica “Vida y muerte de Jesusa”, publicada dentro del volumen Luz y luna, las lunitas (Era, 1994), Poniatowska recuerda que para ganarse la confianza de Josefina tuvo que acudir todos los miércoles durante más de dos años a la paupérrima vecindad donde la mujer vivía. Para ponerla a prueba, Bórquez la ponía a asolear gallinas y a tallar overoles tiesos de tanta grasa mientras le decía: “¡Cómo se ve que es usted una rota, una catrina de esas que no sirven para nada!” El esfuerzo prosperó, pues la anciana habría de convertirse en la protagonista de su primera novela, Hasta no verte Jesús mío (Era, 1969), título que se ubica entre el periodismo narrativo y la novela sin ficción.

 

En varias de las muchas entrevistas que Gabriel García Márquez concedió en 1982, cuando le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura, dejó claro que había escrito sus novelas con recursos de periodista. Lo mismo podría decirse de Elena Poniatowska: ninguna de sus más de diez novelas hubiese sido posible sin las muchas herramientas que adquirió en las redacciones. Prueba de ello es que en 2001 fue distinguida con el prestigioso Premio Alfaguara por La piel del cielo, novela cuyo manuscrito presentó a concurso bajo el mismo seudónimo que casi medio siglo antes le había sido negado: Dumbo. Bien visto, el elefante de la historia infantil escrita por Helen Aberson resulta un poderoso símbolo: sus enormes orejas son su fortaleza, pues representan la disposición a escuchar. El arte de escuchar.

 

“Me acostumbré tanto a oír que sigo preguntando. Cuando una amiga discurre durante horas acerca de sí misma, la escucho. Escucho, escucho, escucho. Ahora, ya ni mi voz oigo de tanto haber escuchado otras”, cuenta doña Elena en la segunda parte de su más reciente libro, El amante polaco (Seix Barral, 2021). Su obra de no-ficción nos recuerda que literatura y periodismo no son agua y aceite: al poner al servicio del periodismo su inusitada capacidad para oír y reproducir el habla de los otros, Elena Poniatowska ha logrado forjar crónicas, testimonios, reportajes y novelas tan sólidos y perdurables que son ya parte de nuestra mejor literatura, trabajos que sin duda serán leídos y releídos por muchas generaciones.

 

FOTO: Elena Poniatowska fotografiada por Ricardo Salazar mientras escribía en la redacción de Novedades/ IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-06544

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