Elena Poniatowska y los lectores

Abr 26 • destacamos, principales, Reflexiones • 3836 Views • No hay comentarios en Elena Poniatowska y los lectores

 

POR EDUARDO ANTONIO PARRA

 

Para quien hemos seguido de cerca su trayectoria tanto personal como periodística y literaria, hablar de Elena Poniatowska puede representar, no un problema, pero sí por lo menos un dilema: ¿en cuál de sus tantas facetas deberíamos enfocarnos?, ¿cuál de ellas es la más importante, y no la más llamativa? Porque, al menos en nuestro país, mencionar su nombre es referirse a una de las escritoras mexicanas que gozan de mayor atención de lectores y crítica, que ha sido “bendecida” no pocas veces con la polémica, cuyas opiniones se escuchan y se razonan en todos los espacios y niveles intelectuales. Pero también —y tal vez de ahí se desprende gran parte de su carácter polémico— es referirse a una mujer en constante pie de lucha contra las desigualdades e injusticias, que ha sabido abrirse paso en las diversas arenas políticas mexicanas con el fin de que su voz se escuche: una voz que al mismo tiempo es personal y colectiva, única y multitudinaria, que arrastra en sus registros diversos tonos y respiraciones, testimonios y quejas, esperanzas y decepciones, llantos y expresiones de júbilo.

 

Porque al hablar de Elena Poniatowska nos referimos a un testigo irrenunciable del devenir mexicano en las últimas seis décadas, a quien ha sabido calibrar los diferentes momentos de cambio en nuestro país para enseguida registrarlos en papel y palabras, a quien posee la mirada que sabe encontrar el hilo conductor oculto entre pasado y presente; a quien identifica con facilidad a aquellos personajes que, al contar su historia personal, cuentan la de los demás convirtiéndose en síntesis y símbolo de toda una nación. Y hablamos de una narradora versátil que fabula la realidad y dota de realismo a sus ficciones literarias, cruzando con soltura de un ámbito a otro —el de la realidad y el de la ficción— para intercambiar hallazgos por medio de la palabra escrita.

 

Y hablamos de una periodista tan comprometida con la verdad que no se detiene incluso si para encontrarla debe rastrear debajo de las piedras o debajo de las consciencias. Y de una feminista sabia, capaz de transitar de las posiciones radicales necesarias en sus primeros años, a un ejercicio más moderado, pero sostenido y sin concesiones, en estos tiempos en que la mujer ha alcanzado tantos logros y conquistas. Hablamos, también, de una escritora en constante búsqueda de temas y formas que sirvan para retratar este México que hizo suyo desde el primer momento —desde sus primeras líneas—, y para acercarse a los lectores sin ninguna traba, sin ninguna pirueta lingüística, técnica ni estructural que anteponga barreras entre ellos y el texto.

 

Pero asimismo hablamos de la entrevistadora sabia y astuta cuyo carácter y actitud se ganan de inmediato la confianza de sus entrevistados, vencen las resistencias y capturan sus impresiones más ocultas como si utilizara algo semejante a un anzuelo de esos que se sumergen en los estanques habitados por peces escurridizos. Y de la insobornable activista social, de la militante política de izquierda, de la integrante de marchas y mítines, de la editorialista que siempre expresa su opinión sin ambages, de la defensora de los humillados y oprimidos, de la trabajadora incansable que no para ni un momento y de una de las mujeres con el sentido del humor más afinado que conocemos.

 

Sí, todo esto —y más— es lo que se nos viene a la mente cuando escuchamos el nombre de Elena Poniatowska. Y esta variedad de facetas y personalidades encarnadas en una sola puede representar una dificultad cuando se trata de escribir unas palabras de reconocimiento a la escritora mexicana más homenajeada de los últimos años. Porque tal vez habría que decidirse por abordar uno solo de los aspectos de su personalidad o de su trabajo, cuando sabemos que en realidad todos ellos se relacionan hasta configurar un todo indivisible.

 

Como narrador, la inclinación natural de quien esto escribe sería centrarse en su obra narrativa de ficción, en esas novelas y relatos breves siempre protagonizados por mujeres en los que, con trazos leves, rápidos, sencillos y un lenguaje siempre en sintonía, tanto con sus personajes como con sus lectores, esta autora consigue develar universos que sólo nos resultan lejanos o desconocidos hasta el instante en que leemos las primeras líneas y, a partir de ahí, gracias a esa magia del lenguaje y de la perspectiva que Elena imprime siempre a sus textos, comienzan a parecernos familiares, dentro del círculo de nuestra intimidad.

 

Es curioso, sobre la obra de Poniatowska se han escrito muchos ensayos y tesis y artículos, pero tal vez ninguno de ellos ha conseguido definir y aislar ese elemento huidizo, indescriptible, que logra que desde las primeras páginas de una historia contada por ella el lector se sienta parte de la trama, testigo inmediato de lo que ahí ocurre, pariente o amigo cercano de los personajes. ¿Cómo se llega a tal empatía con el lector, con todo tipo de lectores? No se trata de las técnicas literarias. La autora las conoce a fondo, sí, aunque en sus relatos ese conocimiento pase desapercibido pues oculta con éxito las “costuras” de sus procesos narrativos. Tampoco se trata de estructuras sofisticadas, pues Poniatowska siempre privilegia la sencillez al tener bien ubicados los tipos de lectores a los que quiere llegar.

 

El secreto, pues, debe radicar en la elección de temas y personajes, siempre entrañables, conmovedores, y en ese estilo narrativo que se deriva de su manera de ser: una expresión inimitable que rezuma calidez, simpatía, sinceridad. Anoté líneas atrás que, como narrador, me gustaría centrarme en su obra narrativa de ficción. Sin embargo, apenas comienzo a reflexionar sobre ella me doy cuenta de que es imposible separar sus novelas y relatos de su vertiente narrativa como cronista, que es con la que tuve mi primer encuentro de lector con Elena Poniatowska.

 

Cuando esto ocurrió yo cursaba la secundaria y no tenía conocimiento alguno sobre las distinciones entre géneros literarios. Al enterarse de que me gustaba leer, cierto día un amigo me entregó un libro de tapas negras cuyo título, La noche de Tlatelolco, en un principio no me dijo nada. ¿Por qué no me decía nada el título? Porque entonces yo vivía en provincia, en la frontera tamaulipeca —sin ningún contacto con el Distrito Federal—, y era hijo de una familia de clase media cuyo padre votaba convencido por el PRI en cada elección; por lo tanto, jamás había escuchado de marchas ni movimientos estudiantiles ni de la represión que el gobierno había ejercido sobre ellos. Así las cosas, al tomar aquel volumen de manos de mi amigo creí que se trataba de una novela. Y como novela comencé a leerlo.

 

Fue al recorrer las primeras páginas que el libro comenzó a provocarme cierta inquietud: comprendí pronto que no se trataba de una novela, aunque había en él una historia unitaria en proceso formativo; por momentos me daba la impresión de que constituía un conjunto de poemas en prosa que expresaban miedo y un intenso dolor humano, pero tampoco era poesía; sólo cuando ya me hallaba inmerso de lleno en los acontecimientos contados pude advertir que aquello que leía era la verdad pura, la verdad desnuda, las voces de las víctimas sobrevivientes de un gran crimen político del que venía a enterarme más de una década después de ocurrido.

 

Al concluir la lectura de la última página, no sólo había cambiado mi forma de ver la literatura y los libros —las diferencias entre géneros literarios, y sus semejanzas—, sino también mi concepción del país, de su régimen gubernamental, y el modo en que a partir de ese momento consideré las convicciones políticas de mi familia. Luego supe que lo que había leído era una crónica, un ejercicio periodístico, y que esa forma de exponer los testimonios representaba una innovación en el ámbito del periodismo mexicano, y que su autora era muy reconocida y que había escrito otros libros que también debía leer. Pero acaso una de las impresiones más perdurables que me dejó La noche de Tlatelolco fue cierta familiaridad con una escritora que, más allá de la invisible sofisticación de sus recursos y estructuras narrativas, escribía para todos los lectores sin que importara su nivel cultural ni su conocimiento de ciertos contextos particulares ni sus capacidades verbales: una escritora capaz de seducir desde al más culto lector hasta al ágrafo que se acerca por vez primera a un libro. Eso fue un verdadero hallazgo entonces, y lo sigue siendo ahora.

 

Así, mi lectura de la obra de Elena Poniatowska, como la de muchos mexicanos, se inició en el género de la crónica. Enseguida leí Fuerte es el silencio —en el mismo género— y sólo más tarde comencé a recorrer sus novelas y relatos. Con sus entrevistas me encontré hasta algunos años después. Acaso se deba a este “orden” de lectura de su obra que de modo natural pude advertir que, como en la mayoría de los grandes autores, cada uno de los géneros que Poniatowska practica influye en los demás, al grado de que las divisiones y fronteras entre ellos se difuminan hasta desaparecer en la síntesis de su estilo personal.

 

¿Cuántas veces, al leer ciertas páginas de Tinísima, de Paseo de la Reforma, de La piel del cielo o de Leonora, no hemos tenido la sensación de recorrer una de sus entrevistas? ¿Por qué sus novelas resultan tan informativas a la vez que algunas de sus crónicas nos parecen —sin serlo— producto de la ficción? ¿Cómo, en los cuestionamientos aparentemente espontáneos que hace a sus entrevistados, poco a poco se nos revelan las verdades ocultas, los rasgos que iluminan una personalidad y una época, aun a despecho de quien habla, como en las historias subterráneas de los buenos relatos?

 

Es preciso repetirlo: la clave se encuentra en el estilo narrativo de Elena Poniatowska. Un estilo fincado en la oralidad y el coloquialismo de los entrevistados, de quienes dan su testimonio, de los personajes y de la misma Elena, que arma sus discursos con palabras sencillas y conceptos de fácil entendimiento, plenos de giros populares y del sentido del humor fácil y a la vez profundo de la gente común. Ya se ha dicho hartas veces que una de las grandes virtudes de esta escritora es que ha conseguido darle voz a quienes no la tienen, a los desposeídos del lenguaje; sin negarlo en absoluto, me parece evidente que en su obra hay otra virtud, si no mayor, sí menos señalada y más difícil de encontrar: la de estar concebida como lectura para quienes leen y para quienes casi no lo hacen, o expresado de otro modo: la de ofrecerle lectura a los que no la tienen, la de acercarle en forma amable un retrato escrito de su propio país a quienes no acostumbran el trato con los libros, la de generar infinidad de lectores nuevos a través de la precisión y la transparencia de sus páginas.

 

De todas las Elenas de las que podía hablar ahora, en lo personal me quedo con esta última. La Elena Poniatowska creadora de lectores, que vendría a ser lo mismo que la creadora de consciencias. Tal vez, si hubiera estudios en este sentido, algún día sabríamos cuántos fueron iniciados por un libro de ella.

 

*Fotografía: Elena Poniatowska en su llegada a la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, el miércoles pasado/ XINHUA, JACK ABUIN, ZUMAPRESS, ARCHIVO EL UNIVERSAL

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