La guerra de tres años

Sep 22 • destacamos, principales, Reflexiones • 4538 Views • No hay comentarios en La guerra de tres años

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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No me extraña que la aventura romanesca, como decían esos afrancesados que nunca faltaban, de Emilio Rabasa (1856–1930), haya durado tan poco: apenas un cuarteto compacto de novelas publicadas entre 1887 y 1888 tituladas La bola, La gran ciencia, El cuarto poder y Moneda falsa y un eficaz relato que las condensa y de alguna manera las vuelve superfluas, “La guerra de tres años” (1891), publicada después de la muerte de quien fuera el brillante constitucionalista liberal que puso en solfa, por tiránica, la Carta Magna promulgada en febrero de 1917.

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Y es que fue el típico alumno aplicado que todo lo hacía bien y hasta muy bien, siempre con decoro y brillo, pero nada más. En su formación de periodista, abogado y diplomático, la literatura, como afición juvenil, no podía faltar y una vez cumplida la asignatura, la abandonó, para bien de nuestras letras, necesitadas de mayores luces, aunque algo, me parece, sembró Rabasa.

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Sin ser naturalista –Zola mismo difícilmente calificaba para cumplir con sus propios requerimientos– Rabasa más bien aderezó lo suyo con algo de Maupassant, pero sobre todo –bien decía John Brushwood en Una especial elegancia. Narrativa mexicana del Porfiriato (1998)– fueron sus lecturas del longevo folletín español, la escuela elegida para explorar la lamentable política vernácula. Con un microscopio más que con una pluma, el ilustre chiapaneco fue de lo particular a lo general, de un “pueblo–microbio” como el de La bola, como desde entonces se llamó a cualquier pronunciamiento militar realizado sin ton ni son con el apoyo irresponsable y alcohólico de la gleba, mercenaria o aburrida, hasta Moneda falsa, donde el joven idealista de provincia, al toparse en la gran ciudad con el cacique de su pueblo, motivo de sus desgracias, pierde del todo la inocencia frente al negocio de la política que entonces, como se lo enseñaban sus lecturas francesas y su propia experiencia, se cocinaba en la prensa corrompida, en el Cuarto poder.

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Novelas más calculadas que escritas, las de Rabasa aburren por ser una exhibición casi académica del dominio de una nueva técnica, sin la menor chispa artística, horneadas con una moralidad que ya para entonces era convencional: el poder absoluto corrompe absolutamente, frase labrada en bronce que hará suya, como muchos lectores de Lord Acton, Francisco I. Madero en 1910. En La bola, Rabasa se escandaliza de que los motines pueblerinos usurpen el nombre glorioso de las verdaderas revoluciones y se burla de los estudiantes pobres, aprendices de escribanos o leguleyos intoxicados por lecturas impropias, desde Maquiavelo hasta Lamartine, presentándose con ellas a pedir trabajo aunque fuese de coimes en los periódicos. Pareciendo un mojigato, a Rabasa, La gran ciencia de la política le parece sólo la forma más expedita de la empleomanía.

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Interés histórico lo tiene El cuarto poder, pues en él se trasluce Rafael Reyes Spíndola, el fundador del periodismo moderno en México con El Imparcial, empresa en la que lo acompañó Rabasa hasta su fundación, en 1896. Antes ambos habían trabajado juntos y tiene su mérito la denuncia de Rabasa, en tiempo real, de una modernización periodística de la que formaba parte al menos como observador participante.

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Sin embargo, si la antológica posteridad ha de escoger algo de Rabasa, debería tratarse del relato titulado “La guerra de tres años”, de título tan prometedor, parecido al de una verdadera novela, La guerra de treinta años (1850) de Fernando Orozco y Berra, cuyas aventuras remiten a las guerras del amor y que apenas algunos lectores hemos descubierto, desconcertados por haberla creído –de dificilísima posesión– crónica o novelón de la Reforma y el Imperio. Nada de eso. Es una buena novela sentimental. La guerra de Rabasa, es, ésta sí, la de Reforma, puede ser subcatalogada entre los relatos, que algunos los hubo, dedicados a la sobrevivencia de los vencedores y los vencidos: liberales y conservadores.

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Junto al relato de Rabasa, mencionaría yo La quinta modelo (1856), del conservador José María Roa Bárcena, quien replica años antes el “socialismo” proclamado por Nicolás Pizarro en el El monedero (1861). Se solaza Roa Bárcena, en esa breve novela, en registrar el desastre que pueden causar en un pueblo los delirios de un socialista utópico, quien tras ganarse la enemistad del cura párroco, del juez y de los padres de familia, destruye su propiedad y se vuelve loco. Su radicalismo (“En las telas confusas de su acalorada imaginación, Fourier y Saint-Simon aparecían como dos genios bienhechores de la humanidad”) provenía de la Revolución francesa, fuente de todo mal para Roa Bárcena. Pero al filántropo emprendedor lo detiene “la voluntad del pueblo”, dada a la truhanería cuando le falta el fuste del caporal. México, concluye Roa Bárcena en su buen relato, está enfermo del mal de la imitación. En su óptica, el triunfante liberalismo llevaría a semejantes excesos.

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Cuenta también la muy famosa novela del Ignacio Manuel Altamirano, La Navidad en las montañas, de 1871. Altamirano, como antes que él Carlos María de Bustamante, es otro recristianizador, como lo muestra ambiguamente La Navidad en las montañas: sin la corrupción del clero católico, la pureza del Evangelio uniría a los mexicanos, o, si se quiere, existiendo esos curas de pueblo entregados al cristianismo primordial habrían sido innecesarias tantas guerras e intervenciones.

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“La guerra de tres años” está ambientada en el Porfiriato temprano, donde ocurrió la verdadera reconciliación, gracias a la victoria de los tuxtepecadores de 1876, como los llamará, con ingenio, Luis González y González. El relato de Rabasa prefiere describir “al natural” al pueblo de Salado, que era “rojo el 5 de mayo y muy religioso el viernes Santo”, como tantos lares provincianos. Por ello, las Leyes de Reforma se aplicaban mal y de malas. Bien ejercitado en el periodismo, Rabasa carece lo mismo de las preocupaciones ideológicas de Roa Bárcena que del ánimo piadoso de Altamirano. Él habla con la arrogancia de la pax perpetua del Porfiriato y desde su espanto ante “la bola” y sus consecuencias. En Salado, otro de sus “pueblos–microbio”, la beatería local viola las Leyes de Reforma y don Santos, jefe político y cacique, manda encarcelar al cura y al santo mismo que habían sacado en procesión los católicos de la Vela Perpetua ante la indiferencia de los liberales moderados.

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Pero se topa don Santos con la viuda rica de Salado, la cual tiene derecho de picaporte con la esposa del gobernador, misma que presiona a su marido para revocar la multa del cura, ya entonces liberado gracias a la colecta parroquial y destituir al alaraquiento jefe político, incompetente y rijoso. Pero tras unos meses de espera, don Santos es recompensado con un cambio de grado, no se sabe si ascenso o degradación, pues de haberse verificado su actuación en las guerras de Reforma, también se ignora, si fue heroica o si fue anodina.

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Como en sus novelas mayores, en “La guerra de tres años”, con un español pulido y eficaz, Rabasa anuncia lo que en él es convencional y en Martín Luis Guzmán será, tras la Revolución mexicana, una idea fundacional –por fuerza rústica en el pequeño pueblo de Salado donde nunca pasan “cosas estupendas”– de que la política es autónoma, ya de la ideología, ya de la religión. Que guerras de reforma y revoluciones son el tiempo de los improvisados, de los trepadores, de los logreros. Rabasa, tan despectivo ante la historia mexicana y contrito de admiración ante la francesa y sus revoluciones, habría aceptado a disgusto que lo mismo pensaba Tocqueville de su gente en 1848.

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Todo está sujeto a las negociaciones porque el poder –el verdadero actor– es mefistofélico y sólo finge inclinarse ante el trono, la prensa, el legislador o el altar, para reproducirse sin otro fin que propagar ese demonio de la política más tarde inmortalizado por Max Weber y tan ocupado de México, triste nación para Rabasa, nacida en la deformidad, distinta al laboratorio revolucionario temido por Roa Bárcena o al pueblo elegido para ser recristianizado en el sueño de Altamirano. Emilio Rabasa, en nuestra narrativa, fue el primer cínico.

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FOTO: Emilio Rabasa fue autor de las novelas La bolaLa gran cienciaEl cuarto poder y Moneda falsa, así como del relato “La guerra de tres años”. / ESPECIAL

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