En la oscuridad
POR GREGOR SANDER
Me miró. Yo asentí con la cabeza y dije:
—Sí, yo pienso igual. Él sostenía un billete bajo mi nariz y lo agitaba de un lado a otro:
—No me estás oyendo, alemán.
Su cara era angulosa; su piel, lisa, un poco abotagada. Los ojos, pequeños y sumidos, como lagos en un macizo montañoso. Sostenía el billete entre sus enormes zarpas, directamente frente a mi cara. Tenía impreso un avión parecido a un Cessna actual, y muy por debajo de él, Europa. Por lo menos lo que creemos que es Europa. Pues como me explicaron en este extraño país, el centro de Europa —el corazón, como le dicen— está aquí, en Lituania.
Aquí me había dado alcance el proverbial gusto por la bebida que se le atribuye a Europa del Este. No en Cracovia, no en Katowice, Breslavia o Varsovia. No, en Juodkrante, el único lugar que no estaba planeado en mi viaje. En esas horas con Antanas, como se llamaba mi interlocutor, había yo vaciado mi vodka en el florero, en los restos de cerveza y jugo distribuidos sobre la mesa en vasos medio llenos. Había vaciado el vaso entre mis piernas, donde el aguardiente formaba charcos pegajosos junto con la arena del Báltico que todavía estaba pegada a mis zapatos.
No había servido de nada. Yo estaba completamente borracho y él, sentado frente a mí con el musculoso cuerpo de un levantador de pesas sobre el cual se tensaba una playera negra; él, que había tomado mucho más de lo que había aterrizado de verdad en mi estómago, me miró con una mirada fija y con el billete temblando ligeramente entre sus dedos.
—Te pregunté si los conocías, alemán. Pero no los conoces, a Darius y Girenas.
Volteó el billete, y entonces vi frente a mis ojos a dos hombres de uniforme. Aunque estaban de cabeza. Parecían revisores de tren.
Mi empresa había instalado sistemas de calefacción en varios hoteles de Europa Oriental, y a todos les había ofrecido mantenimiento gratuito después de un año. A sabiendas de que no habría mucho a qué darle mantenimiento, después de un año. Y así recorrí Polonia y después también fui a Vilna. El feo bloque de concreto frente a la estación de trenes debía ser el último hotel de mi viaje. La estación de trenes en Vilna estaba tapiada, la enorme sala donde estaban las ventanillas estaba cerrada con tablones, y se llegaba a la salida a través de corredores subterráneos, en los que estaban apeñuscados varios quioscos y pequeñas tiendas que vendían todo tipo de cosas. Se supone que Vilna era bonita; a mí no me consta, puesto que casi no vi nada de la ciudad.
Pues cuando salí a las 6 de la mañana a la explanada de la estación, estaba lloviendo tan fuerte que acabé empapado en el breve tiempo que necesité para orientarme. El cuarto que me asignaron de ninguna manera correspondía a la suntuosidad del lobby del hotel. Era pequeño y estaba en muy mal estado y la ventana no se podía cerrar. Hacía mucha corriente en el cuarto cuando me quedé dormido en la pequeña cama, y como aún llovía cuando desperté, alrededor del mediodía, decidí ir al mar. Había escuchado sobre la belleza del istmo de Curlandia, y estaba cansado después de pasar días y noches en ciudades que nunca conocí bien, y en las que en realidad no tenía nada más que hacer que darles la vuelta a algunas ventilas y decir que todo estaba en orden. Era sábado, y no me gustaba nada la idea de pasar en el hotel el tiempo que me quedaba hasta el lunes en la mañana.
El auto rentado que me dieron era un viejo Mazda azul, pero por lo menos tenía faros escamoteables, y yo recordé que, entre los Matchbox de mi infancia, los más valiosos eran los que tenían ese tipo de faros. Entonces conduje los 300 kilómetros en dirección a Kláipeda y de vez en cuando encendía la luz. Las lámparas se abrían o cerraban con un chirrido. No era tan elegante como en los coches de juguete, pero de todas maneras me causaba alegría. La autopista estaba poblada, en el sentido literal de la palabra. Había gente vendiendo bebidas en la orilla, y viejos con muletas desplegaban una velocidad inverosímil para atravesar la calzada antes de que yo pasara. Cuando un niño pequeño en bicicleta me salió de frente por la tira de pasto, a un lado del carril para rebasar, decidí adaptarme a tanta desenvoltura e ignorar el límite de velocidad. Tres horas después ya había llegado al ferry de Kláipeda.
El istmo de Curlandia se extiende por kilómetros como un arco frente a la costa del mar Báltico. Comienza al este de Kaliningrado, o sea que la mitad es rusa, y después sigue hasta Kláipeda, en Lituania. Aunque no completamente. Le faltan quizá trescientos metros, la península acaba simplemente allí en el mar, y lo obliga a uno a esperar el pequeño ferry, que transporta autos y peatones cada media hora hacia la otra orilla.
Edificios de almacenes de ladrillo rojo se yerguen junto al agua, algunos taxis color verde fosforescente y los inevitables quioscos, tres —uno al lado del otro—, que vendían todos lo mismo. Bebidas, cigarros, dulces y algunos periódicos locales. El ferry me llevó hacia el otro lado, y las gaviotas acompañaron el recorrido a un brazo de distancia, a veces casi inmóviles en el aire, para atrapar los pedazos de galleta que les aventaban los niños. El istmo de Curlandia sólo tiene algunos metros de ancho, y ya había yo oído de las bonitas y vastas playas y de las dunas movedizas. Pero se supone que éstas estaban en Nida, un lugar cerca de la frontera rusa. Lentamente iba oscureciendo, y cuando vi que el sol —que al final sí se había asomado mientras que venía yo hacia acá— desaparecía detrás de los árboles sobre el lado del mar, estacioné el auto en Juodkrante y atravesé el bosque en di rección hacia el agua. Después de algunos minutos apareció frente a mí una playa blanca y vacía, de varios kilómetros de largo. Casi resultaba decepcionante, no muy diferente del Báltico alemán, y las dunas no valían la pena. De todas maneras me senté en la arena húmeda, fumé un cigarro y contemplé las olas, que se rompían en un gigantesco pedazo de metal, quizá la parte de un barco. El resto de la isla me propuse dejarlo para el día siguiente.
Cuando oscureció, regresé y alquilé un cuarto en una pequeña pensión. Juodkrante constaba de algunas viejas y hermosas casas de madera pintadas de diferentes colores, y de dos o tres grandes hoteles. Así conocí a Antanas. Bajé al pequeño restaurante, en el que sólo había unos cuantos comensales. En la mesa de al lado estaba él con una mujer joven y bonita, su esposa —como me enteré después—, las madres de ambos y dos hombres jóvenes. Antanas y su esposa habían celebrado su matrimonio el día anterior en el restaurante, lo que explicaba los muchos corazones de cartón dorado que colgaban del techo. Esa noche sólo se volvieron a reunir para acabarse los restos en familia. Y vaya que lo hacían a conciencia. Sacaban vodka y champaña de las bolsas de plástico que habían traído y los bebían de manera alternada, a una velocidad que no había visto nunca. Yo estaba comiendo y cuando en algún momento apareció frente a mí ese gigante y me sirvió un vaso de vodka, le expliqué en inglés que hoy mismo en la noche debía seguir camino a Vilna. Señaló el vaso con la botella y dijo: “Drink driver, it helps!”, con un gesto que no admitía objeción alguna.
Entonces, tomé; pronto estuve sentado en su mesa, me presentaron a sus madres, bailé con la esposa de Antanas, miré cómo estrellaban los vasos contra el suelo, se besaban y parecía que estaban en una película de Hollywood. Yo desaproveché la ocasión para irme y por eso me quedé sentado con Antanas. Frente a la ventana, por encima del agua del bodden, el cielo ya se estaba poniendo gris, y él me contaba acerca de dos pilotos con tal seriedad que, a pesar de mi estado, traté de escucharlo.
—Son héroes, alemán, héroes lituanos, y especialmente mis héroes. Mi abuelo probablemente ya me contaba sobre ellos desde que estaba yo en la cuna. Porque él estuvo en Kaunas el 17 de julio de 1933 por la noche, junto con otros 25 mil lituanos. Pero ése es el final de la historia. Darius y Girenas emigraron, se fueron de Lituania a la Tierra Prometida, Estados Unidos, a principios del siglo pasado. Ahí compraron un avión, lo bautizaron “Lituania” con una botella de champaña que estrellaron contra el propulsor, como debe de ser. Y entonces despegaron el 15 de julio de 1933 a las 3 de la tarde de Nueva York sin nada más que un mapa y una brújula; el dinero no les alcanzó para comprar más aparatos. Fueron los primeros lituanos en volar sobre el Atlántico. Y lo atravesaron, y también habrían llegado a Kaunas si ustedes no los hubieran derribado a tiros en Kuhdamm, hoy Pszczelnik, cerca de Soldin, hoy Myślibórz, 130 kilómetros al noreste de Berlín, que hoy se sigue llamando Berlín. Sólo porque sobrevolaron un campo de concentración y a ustedes les dio miedo que se lo pudieran contar a todo el mundo.
Durante mi recorrido había visto la antigua ciudadela de Breslavia, había pasado junto a Auschwitz y había visto en Varsovia una exposición fotográfica sobre la ciudad justo después de la guerra; es decir, si ese montón de piedras, escombros y cenizas que dejó el ejército alemán todavía podía considerarse una ciudad. Y ahora, yo estaba borracho, sentado con un lituano borracho también que me contaba que incluso la muerte de ese par de freaks que habían cruzado el Atlántico con su avión sin nada más que una brújula, corría por nuestra cuenta.
Los dos nos asomábamos por la ventana hacia la calle y el bodden, mirando el gris amanecer y en algún momento Antanas dijo:
—Ven, André, nos vamos.
Yo no sabía a dónde pero lo seguí trastabillando, seguramente también porque me dio gusto que me volviera a llamar por mi nombre y no por mi nacionalidad. Se subió con toda naturalidad a mi carro rentado, abrió los faros con un chirrido y empezó a manejar conmigo en dirección a Nida. Detuvo el auto a pocos kilómetros. Estábamos justo frente a las enormes dunas, que se extendían ante nosotros como un paisaje desértico.
—Por esto viniste hasta acá, ¿cierto?
Yo asentí con la cabeza y él se encendió un cigarrillo, me volteó a ver y dijo:
—Cuando fui mayor, leí todo lo que encontré sobre Darius y Girenas. Sabes, creo que es una leyenda. Volaron desde Nueva York sin los documentos oficiales necesarios. Sabían que el pronóstico del clima era malo, pero llevaban semanas esperando en Nueva York para finalmente poder despegar. Y simplemente se pusieron en camino. Ya en Inglaterra tuvieron que desviarse hacia Escocia del Norte, porque si no se hubieran topado con una tormenta. Entonces, sí volaron hacia Alemania sobre el Mar del Norte. Probablemente también por encima de un campo de concentración. Pero todavía avanzaron un buen tramo, y llevaban volando treinta y siete horas con once minutos; habían recorrido 6 411 kilómetros. Rasuraron las copas de los árboles en Kuhdamm y nunca se encontró ninguna prueba de que de verdad los hubieran derribado. Quizá también tuvieron problemas técnicos, o simplemente se quedaron dormidos. Aquí nos gustan los héroes, especialmente los héroes trágicos. Al entierro, dos días después, asistió el doble de personas de las que fueron al aeropuerto en Kaunas. Por eso los dos todavía están en nuestros billetes de diez litas.
Salió del auto y caminó por ese absurdo paisaje de dunas, yo veía desde el auto cómo su cabeza subía y bajaba por entre las colinas de arena como si fuera una boya. No sé por qué me dio gusto que ese par, justamente ese par de pilotos lituanos, siempre no hubiera sido derribado por los alemanes, pero me dio gusto.
Traducción de Claudia Cabrera con subvención del Instituto Goethe de México).
*Foto: Gregor Sander estará conversando públicamente el viernes 4 de diciembre a las 19:00 con el escritor austriaco Leopold Federmair en el Instituto Goethe de México DF (Tonalá 43, entre Durango y Colima, Colonia Roma). Moderará la charla Héctor Orestes Aguilar/Especial.
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