Muerto el rector, ¡viva el rector!

Nov 28 • Conexiones, destacamos, principales • 6049 Views • No hay comentarios en Muerto el rector, ¡viva el rector!

POR HUBERTO BATIS

 

Ignacio Chávez y Javier Barros Sierra

En 1966, cuando Emmanuel Carballo entrevistaba a Rosario Castellanos para su libro Protagonistas de la literatura mexicana, estalló una huelga universitaria en contra del doctor Ignacio Chávez, rector de la UNAM, como reacción a las reformas que había iniciado y que en términos generales consistían en disciplinar la asistencia de los estudiantes y la obligación de los maestros a pasar lista.

 

Los que organizaron a los estudiantes de Derecho en contra del doctor Chávez –por órdenes del presidente Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis Echeverría– fueron los hijos del gobernador de Sinaloa, Leopoldo Sánchez Celis. Inicialmente, el rector no quería firmar su renuncia pero sus consejeros Mario de la Cueva, coordinador de Humanidades, y Carlos Graef Fernández, de Ciencias, le aconsejaron que se retirara. Cuando los estudiantes lo tenían cercado en la Torre de Rectoría, Chávez quiso hablar por el teléfono privado con el presidente, pero nunca le tomó la llamada. Entonces supo que estaba “condenado” y firmó su renuncia. Sus coordinadores lo acompañaron cuando salió de su oficina, que fue humillante en medio de una algarada de jóvenes comandados por estos sujetos que ya habían amenazado con llenarlo de chapopote y emplumarlo.

 

¿Qué tenía Díaz Ordaz en contra del cardiólogo Ignacio Chávez? Cuentan que el presidente le había dicho: “Doctor Chávez: quiero enviarlo a Francia como embajador”. Él le respondió: “Tendré mucho gusto en representar a mi país, obedecerle y tener su encomienda… cuando acabe mi rectorado”. Díaz Ordaz se molestó mucho, a lo que Echeverría le propuso: “Pues que ya acabe el rectorado”. Y lo acabaron. Ni rectorado ni embajada de Francia. Para acabarla de rematar, el presidente pidió al rector un título para un sobrino suyo, a lo que éste le respondió: “tendré gusto en firmarlo cuando presente su examen profesional”. Naturalmente Díaz Ordaz quería el título regalado, sin estudios.

 

Como respuesta a esa salida del rector Chávez, y por azares del destino (la secretaria que empezó la lista era Alicia Pardo, amiga mía) me tocó encabezar una lista de firmas de una multitud de maestros, cientos, miles… Se llenaron varias páginas en los periódicos. Por esa vía anunciábamos nuestra renuncia masiva a la Universidad por lo ocurrido y por la violencia de los hechos. Entonces el doctor Ignacio Chávez nos pidió que nos quedáramos a “salvar” a la Universidad. Nos dijo que primero era la Universidad, no las personas. Muchos directores de Escuelas y Facultades que inicialmente se habían sumado a la renuncia masiva recuperaron sus puestos, entre ellos Ricardo Guerra, director de la Facultad de Filosofía y Letras, esposo de Rosario Castellanos, coordinadora de Comunicación y Prensa de Chávez, y quien les mentó la madre. Era una mujer bragada. Echeverría la enviaría luego de embajadora a Israel en donde encontraría una muerte accidental, electrocutada mientras encendía una lámpara.

 

Entonces propusieron a la Junta de Gobierno al que resultaría electo nuevo rector: el ingeniero Javier Barros Sierra. En la nueva administración me nombró director de Publicaciones en lugar de Rubén Bonifaz Nuño, quien tomó la Coordinación de Humanidades en lugar de Mario de la Cueva.

 

Barros Sierra sería conocido como San Javier Barros Sierra porque dos años después, en 1968, le tocaría el conflicto estudiantil más grande que ha habido en la Universidad con un ataque tremendo del Ejército, que tomó las instalaciones, las cercó, metió a la cárcel a una multitud de maestros y alumnos.

 

Barros Sierra había decidido dirigir a los estudiantes con la intención de dirigirlos de modo que no se salieran del cauce de la manifestación pacífica. Hubo manifestaciones en silencio que iban hasta el Zócalo y que fueron reprimidas violentamente. Barros Sierra encabezó también una protesta de estudiantes que partió de CU hasta el Zócalo. En esa ocasión la marcha circulaba sobre Insurgentes y al llegar a Félix Cuevas el Ejército les cerró el paso con tanques de guerra y ametralladoras. Los obligaron a dar vuelta y regresar al campus por Avenida Universidad. Cuando el contingente llegó a CU, todavía no acababan de salir los últimos manifestantes. Era enorme la cantidad de gente que participaba, sobre todo del Instituto Politécnico Nacional (IPN).

 

En esas marchas las mujeres tuvieron una intervención importante. La actriz Selma [Castillo] Beraud y algunas otras compañeras enfrentaron los tanques. Me han contado algunos amigos que el Ejército había puesto batallones a defender el Palacio Nacional. Creían que iba a haber un choque, que los estudiantes intentarían tomar el poder. Era un ambiente sumamente peligroso que, claro, iba a desembocar unas semanas después en la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre.

 

Había una consigna que gritaban los estudiantes en las marchas: “¡Únete pueblo, únete pueblo!”, le decían a la gente que los miraba. Pero cuando el pueblo se unía la cosa se ponía violenta, como ocurrió en Topilejo, un pueblo a la salida de la Ciudad de México rumbo a Cuernavaca, que apoyó al movimiento estudiantil y que fue reprimido violentamente. Por todo México se oían ambulancias llevando a los heridos y a los muertos, y las patrullas y las julias a los detenidos. Fue algo verdaderamente terrible, una conmoción. Fue un parteaguas en la historia de México. La Universidad era una y a partir de eso tuvo que ser otra.

 

Entre los heridos en Tlatelolco estuvo Oriana Fallaci, una periodista italiana que estaba en un balcón del edificio Chihuahua. Resultó con una herida grave en una pierna. Ella escribió: “¡Qué brutalidad, cómo puede haber una represión de esta manera!”.

 

Ahora todo mundo dice “la matanza”. Hasta Televisa dice “la matanza de Tlatelolco”. Oí a López-Dóriga referirse así cuando por mucho tiempo ellos dijeron que la represión había sido una defensa de la libertad y del país contra el comunismo internacional que estaba alebrestando a la gente.

 

Yo escapé por un pelito de este asunto porque no fui al llamado de la Plaza de las Tres Culturas. Varios compañeros habíamos tenido un conflicto en la Universidad y decidimos renunciar en defensa de Juan Vicente Melo, director de la Casa del Lago, que había sido acusado por un tonto –no mal intencionado, sino mojigato– director de Difusión Cultural, Gastón García Cantú, que decidió reprimir lo que suponía una juventud explosiva y rebelde. Decía que esa juventud, alimentada por el alcohol y por las orgías, por desmanes de todo tipo, tenía como centro de operaciones la Casa del Lago, que dirigía Juan Vicente Melo, un intelectual, escritor, crítico de música de primer nivel, sospechoso de asesinato de Albise Querel, que era un italiano que había venido a México a estudiar arte.

 

A partir de su despido, Melo terminó por regresarse a su ciudad natal: Veracruz. Venía de una familia pudiente y había sido repudiado por su papá, que lo había enviado a Francia a estudiar Medicina. En vez de eso Juan Vicente estudió literatura y música. Encontró lo que él era: un gran escritor, autor de una gran novela: La obediencia nocturna. Terminó sus días en Xalapa, en un cuartito debajo de una escalera.

 

De regreso al movimiento estudiantil, circularon voces de algunos políticos para difamar a Barros Sierra. Decían que había apoyado a los estudiantes porque dentro de la competencia por la Presidencia, el rector estaba favoreciendo a Emilio Martínez Manatou, secretario del Gabinete de Díaz Ordaz, y candidato al que habían destapado algunos universitarios.

 

En general, el gobierno inventó que el movimiento era una conjura en contra de los XIX Juegos Olímpicos que el presidente Adolfo López Mateos había dejado como herencia a Díaz Ordaz. No sé si la CIA les dijo que el comunismo internacional quería boicotear sus Olimpiadas y que el movimiento estudiantil era parte de eso. Pero el movimiento estudiantil era mundial. Había empezado en Francia y en Alemania. Se habían contagiado las universidades de Estados Unidos, donde también hubo represión con muertos y heridos, lo mismo que aquí. El líder principal del movimiento estudiantil en todo el mundo era Daniel Cohn-Bendit, un ideólogo no comunista, ni marxista, sino una persona que pensaba por su cuenta. El movimiento estudiantil fue el culmen del destape que contagió a todo el mundo: la rebelión general de los hippies, el desenfreno, la nueva ola francesa y la nouvelle vague en el cine.

 

Finalmente, Luis Echeverría vino a engañarnos. Dijo que el suyo iba a ser un gobierno de “apertura democrática”. Resultó igual de represor, como sucedió el 10 junio de 1971 en San Cosme con Los Halcones, gente que disparaba a matar desde las azoteas y que estaba entrenada con las técnicas de combate orientales con palos de bambú. Hoy Echeverría está preso en su casa de San Jerónimo, muerto en vida, soñando con su fallida Universidad del Tercer Mundo.

 

 

*Foto:  El ingeniero Javier Barros Sierra (en la imagen) era rector de la UNAM durante el conflicto de 1968/Archivo El Universal.

 

 

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