Érase una vez una epidemia
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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
—Todo empezó con una pintura y una mujer. Todo, por lo general, empieza con una mujer. La poesía lírica, por ejemplo: ‘Es medianoche, y pasan las horas, y yazco sola en mi lecho.’ Lo mismo ocurre con las historias desde que existen historias: ‘Cuéntame, musa, la historia del hombre de muchos senderos.’ Esto debe sonarte conocido, ¿verdad? Y también: ‘Canta, oh diosa, la cólera.’ ¿Lo ves? Musa y no inspiración masculina, diosa y no dios. Los principios suelen ser femeninos, es decir maternos. Todo empieza con la madre. Los relatos vienen de una matriz. Los prólogos, sin embargo, son masculinos, al igual que los relámpagos. Este relato tuvo un prólogo con relámpago. El dios cantó su cólera primero.
“Siete tardes antes de que la mujer y la pintura se encontraran, Venecia fue azotada por una tempestad de antología. El siete, debes saberlo, es femenino. La tempestad, como se llama la pintura que inició todo esto, se desató con un relámpago que rajó las nubes apiñadas sobre nuestras cabezas. No hubo estampido alguno, sólo una luz que pareció incendiar el cielo. Y entonces el relámpago se quedó congelado, colgando de un nubarrón. De entrada casi nadie prestó atención a esto debido a la tormenta. Fuimos unos cuantos quienes advertimos que algo no andaba del todo bien.
“La tempestad fue una furia. Nuestra ciudad está condenada al hundimiento desde que se fundó, pero en esta ocasión juramos que sería el final. Nunca olvidaré el impacto que me causó asomarme a una ventana del palacio donde nos acogieron. El mundo era de agua. La ciudad naufragaba. La tormenta duró varias horas. No estallaron más relámpagos, no se escuchó ningún trueno. Lo único que hubo fue lluvia, lluvia por doquier. Comenzó a escampar en la madrugada. La ciudad sobrevivió otra inundación, pensamos, viva la ciudad. Y respiramos aliviados, ignorando lo que venía.
“La autoridad invirtió un día entero en limpiar la ciudad para dejarla transitable. Recuerdo haber imaginado un barco que resucita luego de zozobrar. Al salir a las calles volteamos de inmediato al cielo. Supimos que el otoño llegaba porque las nubes tenían el color de las hojas secas. Así descubrimos el relámpago. Desde los muelles que miran al gran canal o a la isla cementerio se le podía ver mejor, detenido sobre la ciudad. Al principio creímos que se trataba de un truco óptico pero poco a poco nos dimos cuenta de que todos sin excepción podíamos verlo, nítido y solitario. Era como una grieta por la que se colara una luz distinta a la del sol, la cicatriz de una herida de fuego. Yo pensé en un cabello del ángel exterminador. Aunque el relámpago tenía mucho de trazo de pincel no lo relacioné con la pintura sino hasta después. Y entonces ya era demasiado tarde.
“La gente se dedicó a especular sobre el relámpago. Unos lo adjudicaron a una extravagancia meteorológica, otros lo juzgaron un mal augurio. Vaya ironía: los segundos, a quienes los primeros llamaron dementes por lanzarse a predicar en público el fin de los tiempos, tendrían la razón. Ellos, los agoreros que avisaron del mal que se aproximaba a la ciudad, son los seguidores del relámpago. Han crecido en número y fanatismo.
“El relámpago pasó a ser velozmente parte de nuestras vidas. Cada aurora le dedicábamos nuestra jornada, cada ocaso le pedíamos velar nuestros sueños. Por eso nos sorprendió cuando comenzó a mostrar claros síntomas de difuminación: era la mañana del séptimo día posterior a la tempestad. Hacia mediodía el relámpago se había desvanecido casi por completo del cielo; yo lo veía como el rasguño de un niño en la espalda de un gigante. Y de pronto, brusco como se presentó, se fue. Nos dio la impresión de que la ciudad quedaba huérfana, desprotegida, expuesta a las alturas.
“Nadie sabe la hora exacta en que se evaporó el relámpago. Días después, cuando ya todo estaba perdido, se me ocurrió una teoría plausible: el relámpago presagiaba la reunión de la mujer y la pintura. Cuando esta se produjo sin que nadie la evitara, la señal celeste desapareció. Lo que sí se sabe es la hora en que la mujer y la pintura se encontraron. Eran las tres de la tarde del séptimo día al cabo de la tormenta.
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—Esto fue lo que sucedió. La mujer, una extranjera de visita entre nosotros, fue a la galería que resguarda la mayor colección de arte de la ciudad. Buscaba la pintura, que sólo conocía por láminas y reproducciones. ‘Llevo toda mi vida persiguiendo este cuadro’, dijo a un custodio de la galería.
“El custodio guió a la mujer a la sala donde se exhibe el cuadro, uno de los más famosos de la colección. Iba, se dice, en una especie de trance. Al hallarse frente al cuadro, la mujer empalideció y enmudeció. El custodio miró su reloj antes de retirarse. Por eso sabemos la hora del encuentro.
“Llegó el momento de cerrar la galería. El custodio recorrió las salas a su cargo para prevenir a los visitantes. La mujer no se había movido. Estaba pasmada ante el cuadro de la tempestad con la madre y el bebé. Su piel, dijo luego el custodio, lucía húmeda, como recién pintada. Esa humedad se atribuyó primero a la sudoración de la mujer, que era profusa. Después sabríamos que es un síntoma inicial de la peste.
“El custodio llamó a la mujer varias veces en vano. Cuando al fin se atrevió a tocarla, le asombró la frialdad y la lividez con que se topó. La mujer tardó en reaccionar. Dijo que acababa de sentir el placer más intenso que le hubiera dado nunca el arte. Dijo tener palpitaciones. El custodio ofreció auxilio, un instante de reposo. La mujer lo rechazó y se dispuso a abandonar la sala. Cayó desmayada al dar unos pasos.
“Cuando volvió en sí, ayudada por personal de la galería, la mujer parecía hablar en clave. Sus palabras sonaban a desvarío: éxtasis, belleza sublime, sensaciones celestes. Nadie insistió en el médico al que la mujer se negó. Todos vieron un trastorno perceptivo en el llanto del bebé que ella dijo escuchar. Antes de marcharse, la mujer dijo otra frase críptica: ‘La vida se ha agotado en mí.’ Se despidió a sabiendas de que ya no era la misma. Los custodios dejaron que se fuera porque aún no evidenciaba la metamorfosis. La paciente cero de la epidemia salió a la ciudad.
“Cuando se enteró del incidente, el director de la galería tuvo una sospecha que no compartió con nadie. Pudo confirmarla en su biblioteca. Lo que la mujer experimentó con el cuadro de la tempestad no era nada nuevo: respondía a un síndrome bautizado con el seudónimo de un escritor famoso. Años atrás, absorto en los frescos de una capilla, ese escritor había permitido que la belleza lo traspasara, o mejor dicho, que lo infectara. La infección se debió en particular a la contemplación de cuatro sibilas en la cúpula de la capilla. La mujer, ya lo dije, es el origen de todo.
“El escritor detalló el padecimiento en uno de sus libros. Habló de éxtasis y palpitaciones, de sensaciones celestes. ‘La vida se había agotado en mí’, confesó. En ninguna parte se hacía referencia al bebé lloroso al que aludió la mujer. Alucinaciones femeninas, pensó quizá el director de la galería, que averiguó que el síndrome había sido tipificado como una reacción a la acumulación de belleza en un mismo lugar, una misma ciudad. Pese a que se incubó en un hombre el síndrome solía afectar a mujeres que, como la paciente cero, viajaban solas a sitios cargados de arte. El hallazgo no se difundió sino hasta poco antes de la muerte del director, cuando era obvio que la epidemia se vinculaba con el síndrome definido por el escritor. El médico responsable de la notificación no pudo o no quiso explicar cómo fue que el síndrome se transformó en virus. Sólo dijo: ‘Desde ahora el arte es letal.’ Fue una frase equivocada. Más que el arte era la belleza lo que se volvía letal aunque la belleza, es cierto, siempre ha tenido un precio muy alto.
“El médico tampoco mencionó un dato que luego circuló como reguero de pólvora junto con la infección: algo sobre el autor del cuadro de la tempestad. Se sabe poco de la vida de este artista. Lo que es seguro es que además de pintar tocaba el laúd y organizaba tertulias para demostrar su talento musical. En una de esas tertulias el artista conoció a una mujer de la que se enamoró; la mujer, vaya destino, le contagió la peste que lo llevaría a la tumba. Aquella peste que también asoló la ciudad no tuvo que ver con el arte. Pero el artista atrajo y contrajo la enfermedad gracias a la música.
“Curiosas semillas siembran la belleza y la mujer. El artista murió cuando tenía treinta y cuatro años, uno más de los que yo tengo ahora. Dije que no soy religioso, que desconfío de los símbolos, pero los números me dan pavor. A los treinta y tres años uno debe prepararse para ser aniquilado.
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—Todos los relatos se construyen del mismo modo: con piezas que de entrada no se consideran parte de un rompecabezas, un sistema narrativo. Cada fragmento de información se ve como algo autónomo. Esa autonomía se pierde conforme los diferentes trazos se integran al mural al que pertenecen. Siempre he creído que los relatos evolucionan igual que las pinturas. De las líneas nacen personajes, el estilo irrumpe para dar identidad. Donde antes había un vacío ahora asoman árboles o casas, el entorno comienza a responder a sus pobladores; el fondo se concreta tras la forma. La epidemia no es la excepción: un relato armado con datos que al principio se juzgaron aislados. Pinceladas sueltas, instintivas, al azar.
“El custodio ve caer a la mujer junto al cuadro de la tempestad pero no llama a un médico; los viajeros, piensa quizá, no se alimentan bien. A otros guardias les perturba el desmayo pero no dicen nada. El director de la galería hace un descubrimiento y no lo comunica a nadie. Con el tiempo estos detalles renuncian a su individualidad. Una noción de grupo los atrae y los ordena. Empieza a operar un sistema narrativo. Los testigos han sido fundamentales en la creación de este sistema. Lo son invariablemente: sus voces componen un coro contra el silencio.
“La mujer salió de la galería luego de encontrarse con el cuadro que buscaba. No podía saber que había sido una búsqueda mutua: la belleza caza. Tampoco podía saber que estaba infectada; no todavía, no sin evidencia de la metamorfosis. Aunque debe haber sentido algo: un aguijonazo, un hormigueo.
“Varias personas la vieron vagar por la ciudad. A ninguna se le ocurrió avisar a la autoridad: ¿para qué? Otra extranjera paseaba sola al crepúsculo. Esa fue la falla en el sistema: no se trataba de otra extranjera solitaria sino de una mujer que enfermaba de belleza mientras caminaba. Si alguien la hubiera seguido habría podido constatar la transformación que se tuvo que reconstruir después mediante diversos testimonios. En cada testimonio la mujer se describe igual aunque radicalmente distinta; cada testimonio añade un rasgo al retrato de la paciente cero.
“Qué maravilla haber podido ver el desarrollo de ese retrato. Qué lástima que en el testigo no haya algo de sibila o de narrador profético. Qué extraño privilegio el de quienes estuvieron en la calle donde la mujer halló al hombre que sería el primer contagiado. Así dio inicio la epidemia.
“Las versiones son contradictorias. Unas dicen que el hombre se acercó a la mujer deslumbrado por su hermosura; otras, que ella lo sedujo a él. El hecho es que la mujer preguntó al hombre por un bebé que lloraba: lo contó un mendigo al que yo conocía y que atestiguó este encuentro. ‘¿Puedes escucharlo?’, dijo la mujer. ‘Por supuesto. Por ti escucho lo que sea’, dijo el hombre, o algo así. Su respuesta fue confusa. El hecho es que la mujer y el hombre comenzaron a tocarse en plena calle al cabo del intercambio. No sólo se tocaron: se besaron, se lamieron, se frotaron.
“Los testigos creyeron ver a una prostituta ávida de clientes, un espectáculo bastante común en la ciudad. Todos repararon en su belleza. La mujer y el hombre se separaron minutos después. Jadeaban, sudaban. ‘Parecían recién pintados’, dijo una anciana que no tardaría en morir. La mujer tomó de la mano al hombre, que lucía embrujado. Echaron a andar mientras la noche llegaba a la ciudad. Se veían, dicen, luminosos.
“Se dirigieron al hotel donde se hospedaba la mujer. El recepcionista quiso preguntarles algo; calló al observarlos subir las escaleras, radiantes. Quienes ocupaban los cuartos contiguos al de la mujer la oyeron aullar y gemir a lo largo de la madrugada. Nadie se atrevió a reclamar nada. Unos huéspedes dijeron que entre los gemidos se captaba a veces el llanto de un bebé; otros, que los jadeos de la mujer eran sofocados por los del hombre. Todos los huéspedes del hotel, no sólo los vecinos de la mujer, coincidieron en que fue una noche inquieta. La mayoría soñó con relámpagos. A la mañana siguiente una mucama llamó a la puerta de la mujer. Cuando nadie abrió, entró en la habitación para asearla. Lo que vio se lo impidió.
***
—Intento imaginar el cuadro. El sol de los primeros días de otoño se escurre entre las cortinas mal cerradas. Motas de polvo oscilan en la luz. Los muebles recobran los contornos que la noche les ha quitado. En el suelo hay un sendero de ropa que conduce al lecho matrimonial. Sábanas revueltas, almohadones dispersos, el edredón que se desborda del colchón. El lecho es un campo de batalla, un altar de sacrificios.
“Y en el altar, ¿puedes verlo?, yace un hombre bocarriba. No es un hombre común y corriente: es una de las criaturas más bellas del mundo. Está enteramente desnudo. La primera impresión es desagradable: el hombre ofrece un aspecto húmedo, pulposo, que hace pensar en un cadáver desollado. Pronto se corrige esa impresión. Los rayos de sol que tocan la piel del hombre la muestran sudorosa pero flamante. Sí: como recién pintada. La belleza que exuda tal desnudez es tan llamativa, tan pictórica, que opaca un hecho grave e irreversible: el hombre está agonizando.
“Los resuellos atribuidos originalmente al placer por mano propia resultan ser estertores de muerte. El hombre alza un brazo con dificultad. La mucama interpreta el llamado de auxilio como una invitación a la lujuria; hechizada, se desprende del uniforme y va hacia el lecho matrimonial. La mañana transcurre entre gemidos. Absorta en la hermosura del cuerpo que posee, la mucama no advierte en qué instante el hombre expira. Así la encuentra una compañera de trabajo: empotrada sobre un cadáver vuelto obra de arte. La compañera da la voz de alerta de inmediato.
“El gerente del hotel acude a la habitación. Sabe que tiene un escándalo en las manos y quiere minimizarlo. Manda cubrir el cadáver, irresistible. Al recuperar cierta noción de realidad, la mucama es despedida y enviada a su casa; el gerente no la menciona cuando avisa a la autoridad. El cadáver del hombre es examinado por un médico que cree haber visto esa belleza en otra parte pero decide guardar silencio. Arrancan las indagaciones.
“La mujer que ocupaba el cuarto donde se halló el cadáver se ha esfumado en el aire. A la autoridad le asombra dar con su equipaje completo. Ropa y calzado femenino están en su sitio. Hay artículos de tocador, dinero, documentos de identidad. Se diría que la mujer huyó desnuda. La alarma es emitida: ‘Se busca a la mujer que responde a esta descripción.’ Un retrato ya equivocado se reparte por las calles de la ciudad.
“Se localiza a la familia del hombre que murió en el hotel. Hay una esposa y dos hijas jóvenes, un padre que paga para acallar el escándalo. Aunque se trata de mantener en secreto, al funeral se cuelan periodistas. Se habla de un ataúd abierto y de gente que deambula embelesada.
“Luego de ser despedida del hotel, la mucama que se dejó seducir por el hombre agonizante va a una taberna. En su camino desata cierta turbación. En la taberna hay dos estudiantes de arte que creen identificar a la mucama por una de sus clases. Lo que hacen es convidarla a beber con ellos. La mucama acepta: a la belleza le halaga ser reconocida. Horas después el trío abandona la taberna para ir a la pensión de uno de los estudiantes.
“Así empieza el contagio generalizado. La mucama sobrevive a la noche en la pensión y regresa a casa con su madre. Los estudiantes asisten a la academia. Pasan los días. El rumor de una enfermedad ligada al arte circula cada vez con mayor insistencia. Aumentan los avistamientos insólitos. En esta fase inicial, la gente adjudica el mal del que se habla al arribo del otoño: a la gloria del verano, se dice, debe seguir la decrepitud. No tarda en quedar claro que la infección tiene que ver justo con lo contrario: no se trata de la decadencia sino de la hermosura y el esplendor de la carne. En la segunda fase de la epidemia la gente, pese a las indicaciones de la autoridad, se vuelca como nunca a las galerías de arte y los museos. Toda la ciudad quiere saber de qué pinturas han escapado los infecciosos que merodean por calles y callejones, diseminando la fascinación. La autoridad cierra todos los lugares relacionados con el arte. Enfebrecida, la gente se lanza en pos de los infecciosos y los toca, los acaricia, los besa.
“La peste corre como el fuego. Llega la tercera fase, marcada por el pánico: la belleza se ha transformado en sinónimo de horror y muerte. La gente entiende demasiado tarde que la enfermedad es sumamente contagiosa y, todavía peor, terminal. La ciudad se ve como cascarón vacío. Comienzan a multiplicarse los cadáveres en las casas y al aire libre. Comienzan a encenderse las piras para la incineración al anochecer. Comienzan a repartirse cristales y lentes ahumados con filtro especial entre médicos y sepultureros. Comienzan a crecer los seguidores del relámpago. Comienza a aludirse a un posible antídoto: un hombre que dé vida al pastor del cuadro de la tempestad, el único personaje que nadie ha visto. Nadie ha vuelto a ver tampoco a la mujer que amamanta al bebé: la raíz de la epidemia se cifra en un acto de invisibilidad. Pero yo sé dónde está.
FOTO: La tempestad, de Giorgione (1508)/ Especial
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