Érase una actriz

Dic 2 • destacamos, Ficciones, principales • 2193 Views • No hay comentarios en Érase una actriz

 

Fragmento del libro Tesis sobre una domesticación, que Tusquets recién ha puesto a circular

 

POR CAMILA SOSA VILLADA
Una actriz.

 

Sola en un escenario.

 

En los palcos, en la platea, en el paraíso, el público que la mira.

 

Ninguna butaca vacía.

 

Vemos a las personas de clase media que pueden pagar una entrada para ir al teatro. Asfixia el perfume de las señoras, el olor a fijador que emana de los peinados rígidos como cascos. Los hombres se aferran a los apoyabrazos de sus asientos, incómodos y ansiosos por escapar, como si estuvieran ahí contra su voluntad. Alguien hace crujir el envoltorio de unos bombones que engulle sin masticar. Los más jóvenes permanecen atentos, relajados, la clase de chicos que van en ropa deportiva al teatro, un poco distantes de la costumbre de las viejas emperifolladas como en los tiempos de esplendor de la ópera.

 

El aire se corta con un cuchillo.

 

La escenografía imita una habitación que, si estuviera limpia, se vería como un elegante cuarto oloroso a pachulí y cremas de mujer, una construcción que recuerda a un departamento de los años cuarenta. Pero así, revuelto, da la impresión de un cuchitril sin clase, un aguantadero sucio y desordenado. Todo está patas para arriba, como si hubiera estallado una bomba o una perra enajenada hubiera destrozado el cuarto en ausencia de su dueña. Al fondo, una puerta estratégicamente abierta deja ver un baño con azulejos rojos y un espejo redondo. Los telones bordó contrastan con el edredón en blanco y negro que cubre la cama en el centro del espacio. La actriz rebota, se retuerce, se arrastra y trepa desde el suelo hasta la parrilla donde cuelgan las luces. Parece poseída. Representa a una mujer fuera de sí, a punto de volverse loca, o loca ya, que habla por teléfono con un hombre, desesperadamente, entre sollozos, ahogándose con el aire de su respiración. Es La voz humana, de Jean Cocteau. Las grandes actrices de la historia han hecho alguna vez esa obra. Incluso Humberto Tortonese la hizo en Argentina años atrás. Incluso Anna Magnani e Ingrid Bergman la actuaron para la cámara de Rossellini. Tilda Swinton protagonizó un corto de Pedro Almodóvar inspirado en La voz humana. También Carmen Maura en La ley del deseo actuó algunos fragmentos y rompió la escenografía con un hacha.

 

Nuestra actriz, la que ahora actúa sola, no podía ser menos. Quería hacer un monólogo como ese. Un gustito para darse, un asunto de prestigio, protagonizar La voz humana de Cocteau a esa altura de su carrera. Era un tipo de actriz que prestaba atención a detalles como ese: qué texto elegir, bajo las órdenes de qué director, junto a quiénes y por qué. Era el lujo que le obsequiaba el éxito. En tren de decir la verdad, sus comienzos anónimos fueron del mismo modo pero con menos dinero. Siempre hizo lo que quiso. Por eso protagoniza una obra escrita por Jean Cocteau cuando hay miles de dramaturgos que se mueren por escribir para ella. Pero la actriz rara vez piensa en sus caprichos. Los satisface. Solo necesitaba ese nombre junto al suyo en la marquesina. Protagonizada por tal y escrita por tal. Nada más.

 

La primera respuesta por parte de sus productores fue no. Habían ganado muchísimo dinero con esta actriz como cabeza de compañía, y aun así dijeron no. Su representante fue menos taxativo, pero le advirtió: “El público no se va a entusiasmar, es el peligro de una obra como esta”. La palabra demodé se repitió en las charlas para convencerla de renunciar al caprichito de La voz humana. Argumentaban que los derechos eran muy caros, que en tiempos de feminismo ya no tenían lugar las heroínas de ese tipo, que la crítica iba a destrozarla por vetusta.

 

—Es una vieja loca que se pasa angustiada toda la obra. Qué dirían las feministas.

 

—La gente ya no se interesa por los melodramas.

 

—Salvo por los de Puig. A Puig lo quieren los argentinos. ¿Por qué no una de Puig? ¿Por qué no algo menos francés, menos retorcido?

 

Le propusieron mil alternativas. Las refutaciones eran interminables.

 

Pero no, no pudieron hacerla remitir.

 

Buscó al dueño de un teatro con capacidad para ochocientas personas en el centro de la ciudad y lo convenció de reservarle todo un año de funciones. Convocó a una escenógrafa que cotizaba en bolsa, como quien dice, apalabró a una vestuarista que ha bía pasado sus últimos años trabajando en Broadway y renunció a dos proyectos de películas que la tenían como protagonista. Envidiables contratos. Luego, en una jugada magistral, convocó a un director que había dirigido los éxitos de taquilla y crítica más importantes de Latinoamérica y trabajado con las mejores actrices. Un director que le garantizaba, al menos, una temporada de tres o cuatro meses a sala llena. Un tipo guapo, llevando lo mejor posible la madurez, que las tenía locas a todas. Lo sedujo, lo envolvió en su perfume y su maldad, y terminó convenciéndolo de dirigirla mientras lo cogía en el baño de un avión que iba de Panamá a Guadalajara. Todo esto sin que sus productores y su representante se enterasen.

 

Fue hasta las últimas consecuencias y decidió invertir su modesta fortuna en la empresa, su ruta de Indias. Podía perder los ahorros de muchos años de autoexplotación y no le importaba. Si gustaba o no, si fracasaba o no, era lo de menos. Lo sublime era tener tiempo para protagonizar La voz humana de Jean Cocteau siendo relativamente joven todavía, pero madura escénicamente. Lo sublime era no hacer la obra para pagar el alquiler o el colegio de su hijo, sino porque se le antojaba.

 

Iba a hacerla con sus productores o sin ellos.

 

Y la hizo con y a pesar de ellos.

 

Ahora está aquí por segundo año consecutivo, cada vez más rica, hechizando a la audiencia con un amplio registro de voz, una resistencia de atleta, lágrimas de verdad hechas en la tristeza, un cuerpo fino como el de un galgo y una disposición total a creer que Jean Cocteau ha escrito esa obra para ella.

 

En la trama, la protagonista habla por teléfono con un hombre del que se separó recientemente y que representa su única felicidad. Es una mujer ordinaria, sin ningún brillo, apenas una mentirosa desesperada dando manotazos de ahogada. Es más, una mujer ordinaria y mentirosa que espera una llamada telefónica. Dorothy Parker bebería un bourbon a su salud. La conversación se interrumpe tantas veces por esa tecnología antigua —la de los teléfonos de discar y las operadoras— que se vuelve loca. Hay que ser de piedra, hay que tener la sangre de yogur para no volverse loca en una situación así, al final de un amor.

 

Y ahí va a discar otra vez y a rogar a la operadora que interceda por ella.

 

En el público, algunos rostros —los que la ven por primera vez, no los cautivos— parecen decir: no vale tanto, no es tan buena, no sé por qué pagué esta entrada carísima. Otros, más indulgentes, parecen estar viendo al Mesías. Ajena a todo, ella actúa furiosamente. Intenta sonsacar una confesión de su ex, una certeza, sacarle de mentira, verdad.

 

En la sala suena un teléfono celular. La interrupción corta el flujo de sangre de la actriz. Se hiela.

 

—¿Cómo puede ser? ¡Pidieron expresamente que apaguen los teléfonos! —se escucha nítido desde las butacas, mucho más nítido que el celular que ya se silenció.

 

Pero esto a la actriz no debe importarle. De eso se trata ser profesional. De que un hijo de puta no apague su teléfono e interrumpa un monólogo de Jean Cocteau. De fingir que esos ruidos no deprimen. Que no dan ganas de morirse por el desprecio a determinadas ceremonias.

 

Piensa que una parte del público no vale tanto, no es tan bueno, no sabe por qué actúa para ellos.

 

Por el dinero, se responde en su monólogo paralelo.

 

La pieza se acerca a su fin. La actriz está completamente desnuda. Ya se quitó la bata, las polainas, arrojó el camisón de seda con manchones de café, se arrancó las medias finas, el adiós se hace inminente. Al despedirse del hombre, que previamente le ha confirmado la separación, ella se desquicia y comienza a romper los jarrones que la rodean. Recuerden a Tilda Swinton incendiando un decorado. Recuerden a Carmen Maura hachando la escenografía.
Luego se arroja sobre la cama y se flagela. Riega el escenario con su sangre, tal y como lo pide Cocteau en el prólogo de la obra.

 

Algunos en la platea reniegan de esa exuberancia, de ese desnudo en medio de la locura.

 

Y el monólogo termina.

 

El público comienza a aplaudir. Muchos se ponen de pie, otros se envalentonan y gritan, también se escuchan silbidos. Un asistente de escena entre bambalinas le da a la actriz una bata de seda color rosa viejo. Ella se cubre y sale para el saludo final. El teatro suena como si estuviera dando a luz, los aullidos son todo lo que cualquier actriz necesita de su público. El pecho sube y baja, pero ella es sorda a la lisonja. Solo absorbe esa energía para recuperarse luego. Se inclina con solemnidad, una reverencia espantosa pero honesta. Se cierra el telón y desciende a los camarines, tanteando en la oscuridad 23 para no morir en esa trampa para actrices que son los fondos del teatro. El aplauso la persigue. Las escaleras son estrechas y todo el lujo que puede verse en el hall, en los telones, en las butacas y en los palcos aquí es devorado por la negrura y la humedad.

 

Son los sótanos.

 

Su camarín es el último del pasillo, ya muy al fondo. A pesar de que los primeros están desocupados, le han dado ese, el más frío y lejano. Por tu privacidad, para que puedas hacer lo que quieras. No se escucha nada de lo que pasa ahí. Es el más amplio, casi como un monoambiente, pero no tiene calefacción y las paredes están rajadas. A veces, cuando dormita en la previa de las funciones, la actriz se despierta sobresaltada con la certeza de que a través de las rajaduras unos ojos voraces y enrojecidos la espían. La puerta no se cierra y debe ponerle llave o trabarla con una cuña de madera para tener la privacidad que le prometieron. El baño no tiene bidé ni agua caliente. Una verdadera tragedia. En invierno y en verano, es frío como una cueva. Cada vez que cruza la puerta, la actriz insulta, maldice a los dueños del teatro y a sus productores por haberle dado un camarín donde nada funciona. Ni que hablar del mal olor que sale del resumidero del baño. Su asistente debe prender sahumerios de romero cada una hora para ahuyentarlo, como si se tratara de una mala energía. Le dieron esa tumba para castigarla, piensa, por llevarles la contra y hacer una obra que no prometía cortar muchas entradas. Y sin embargo ahí tienen, a sala llena desde hace dos años. Los hombres suelen hacer eso, castigar los aciertos de una actriz.

 

Entra al camarín.

 

Agitada, se quita la bata que la malcubre. Su pelo pegado a la nuca y la espalda como una hiedra oscura. Frente al espejo piensa que después de esta obra tal vez ya no vuelva a desnudarse en escena, que su cuerpo no es el de antes, que no soporta las luces como hace algunos años. Extraña con locura su cuerpo de los veinte, el que resistía la desnudez sin importar lo descarnada que fuera la luz. El que tenía la piel lisa. El que se paraba desnudo en un escenario y parecía hecho de un mineral, y no de cuero viejo, como se ve ahora. El cuerpo que podía pasar frío sin enfermarse. El que no le devolvía la evidencia de que la carne se pudre como se pudren todas las cosas vivas de esta tierra. Se mira en el espejo y advierte un golpe a la altura de la cadera.

 

—Se va a poner morado —se queja en voz alta mientras se frota el cuerpo con fuerza.

 

Tiene la piel de gallina. Su pene cuelga pequeño entre las piernas, encogido por el frío, como sus pezones. Ella sonríe al ver su pito tan pequeño y retraído y se espanta por el tamaño de sus pezones. Parecen lunares, dos moscas pegadas al pecho.

 

La asistente golpea la puerta:

 

—¿Estás bien?

 

Ella se pone una tanga y un vestido deportivo rápidamente.

 

—Muerta de frío. Si encontrás mis pezones, avisame.

 

—¿Cómo? No entendí.

 

—Nada.

 

—Hubo duendes hoy en la función, ¿no?

 

La actriz no responde. Hubo duendes en la función, las cosas que se escuchan en los camarines. Le fastidia esa cursilería de la gente que se toma tan en serio el teatro. Las cábalas, los calentamientos ridículos, los abrazos, las supersticiones, los rituales y las solemnidades que envuelven el mundillo teatral. No barrer el escenario, no mencionar a Macbeth, no mencionar a expresidentes, no vestir de amarillo. Si revisa su carrera, se congratula por haber hecho todo lo que traía mala suerte, para horror de sus compañeros. Ninguna violación al Tao teatral la ha tumbado. Es millonaria y carga con el misterio de su felicidad sin saber muy bien qué hacer con ella.

 

La asistente saca de una pequeña heladera una botella de gin artesanal, otra de agua tónica, hielo, y prepara un gin tonic con rodajas de lima. También sirve agua con gas y le da un beso en la frente a la travesti que se recompone después de haber interpretado a una loca. Una vez hecho esto, la deja sola. La actriz escucha los pasos alejarse. Desenrolla una alfombra y sobre ella estira un poco su espalda, sus piernas, para no dormir contracturada por el esfuerzo durante la función. Gime de dolor. Suenan como los gemidos que se hacen cuando se coge, pero son de dolor.

 

Tocan la puerta nuevamente.

 

—Soy yo.

 

—Pasá.

 

Es el director. Se le va encima. Prácticamente salta como un leopardo sobre un antílope y se detiene a dos pasos de distancia. No va a comérsela todavía.

 

—Te golpeaste en la cadera. ¿Te duele?

 

—Sí. —La actriz se incorpora—. No me di cuenta, ¿sabés? Lo acabo de ver.

 

—Mostrame.

 

Ella se pone de pie y se sube el vestido. Le muestra el moretón. Él se acerca para verlo bien.

 

—¡Pobrecita! —dice y roza el golpe con la punta de los dedos para no hacerle doler.

 

Ella suelta un quejido guarro, algo muy íntimo y solo para él, desde lo más hondo de su cuerpo.

 

—¿Te duele mucho? —pregunta el director y se pone en cuclillas y sopla donde está la marca. Muy cerca de las nalgas.

 

—Sí.

 

El director pasa la lengua sobre el moretón.

 

—¿Así te duele menos?

 

—Sí —rezonga como una niña.

 

Él vuelve a lamer el moretón, del que brotan gotitas de sangre, y luego una nalga y luego la otra, mojando la piel de la actriz, lentamente, como si borrara algo con su lengua. La actriz mueve su cuerpo hasta poner el culo en la boca de su director, que corre la tanga y comienza a esculcar suavemente en el centro, como si estuviera besándola en la boca. Ella se reclina en el escritorio de resina anaranjada frente al espejo, aparta los maquillajes, las cremas Lancôme y La Prairie, y apoya las tetas sobre un libro que lee cuando le sobra el tiempo. Queda completamente abierta para él.

 

Mientras la lame, el director interrumpe para murmurar:

 

—Pobrecita, se golpeó… pobrecita, mi amor…

 

Ella se baja la tanga hasta los tobillos y lo observa en el reflejo, sus gestos precisos y los recorridos claros que él hace con las caricias y los lengüetazos. El director se para, desabrocha el cinturón, se abre la bragueta torpemente, saca un preservativo del bolsillo y con los dientes rompe el sobre, mientras se sacude y hace que sus pantalones y bóxers caigan por sí solos. Antes de ponerse el preservativo, la tantea. Humedece sus dedos con saliva y hurga un poco en ella, que no está lo suficientemente lubricada. Escupe suavemente en su culo y logra masturbarla con dos dedos, luego tres. Ella lo soporta porque sabe que está buscando cómo satisfacerla, aunque se equivoque. Trata de penetrarla a pelo, llega a meter casi la mitad, pero ella lo rechaza con un movimiento. Él se pone el preservativo, unta su pija con un poco de crema para el rostro que ella le ofrece y la penetra otra vez, apretándole las tetas, muy despacio, mirándose ambos en el reflejo del espejo.

 

¡Cómo la calienta su director! Tiene hermosas piernas, o al menos eso piensa la actriz. Le hace el amor después de ciertas funciones, cuando le gusta mucho cómo actuó. La premia cogiéndola despacito, con unos resoplidos que reprime ciñendo los labios, con todo el cuerpo alerta por si escuchan pasos que se acercan. En el teatro nadie ignora lo que hacen, ni que lo han hecho en el escenario, en las butacas, en el pasillo. Todo el mundo sabe que son amantes, incluso se rumoreó en revistas y programas de televisión.

 

Él se quita la remera y deja ver un torso macizo, cubierto por completo de pelos. La actriz se abre las nalgas con las manos.

 

 

 

FOTO: Camila Sosa (Argentina, 1982) es autora del libro de poemas La novia de Sandro y la novela Las malas. /Editorial Planeta de Libros

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