Escenas en un parque zoológico

Abr 4 • Conexiones, destacamos, principales • 3833 Views • No hay comentarios en Escenas en un parque zoológico

 

 

POR GERARDO LAMMERS

 

 

 

Voy al Zoológico de Chapultepec a preguntar por mirreyes, chakas, hipsters, godínez y demás ¿fauna? No se me ocurre un lugar mejor para hablar relajada, contemplativamente y sin alcohol de por medio sobre el asunto. Es domingo y, claro, encuentro a una multitud encaminándose sin prisas —podría decirse que chapoteando— rumbo al parque por ese colorido, polifónico y arbolado corredor de vendimias en donde todo está de remate y presto para el performance. “¡Agárrele de a cincoooo!”, “¡Son de a diez los animalitooos!”, “¡Pulseras y collares, qué le damoooos!”. Casi a las dos de la tarde cruzo los torniquetes de la entrada, que es gratuita. “¡Mambas, las serpientes más temidas del mundo!”, anuncia un cartel. “¡Sube a tocar una tarántula!”.

 

Comienza a llover y me refugio bajo un árbol, justo frente al espacio del borrego cimarrón. A los pocos segundos, el árbol se ha transformado en un paraguas colectivo.

 

—No se ve —grita un menor, aburrido del paisaje que tiene entre la zanja y él: rocas, matorrales, una puerta con barrotes y, allá a lo lejos, uno de los hoteles de Campos Elíseos. Pero del borrego cimarrón, nada.
—Fue al baño —le contestan.

 

Se acercan un par de veinteañeras en shorts de mezclilla, y voy a su encuentro. Ellas son Alyson y Andrea. Después de explicarles que estoy realizando una investigación sobre nuevas etiquetas sociales, ahora que lo fresa y lo naco parecen calificativos del pasado, les suelto a boca de jarro:

 

—¿Ustedes saben qué es un mirrey?
—Pues un chavo hijo de padres muy ricos con mucho dinero. Y su forma de vestir casi siempre es muy elegante —responde Alyson.
—¿Y un chaka?
—Un reguetonero tipo delincuente —contesta Andrea.

 

Alyson viene por primera vez a este zoológico desde Guadalajara. “Quería ver los lobos, pero están tapados”, lamenta. Las veo irse deprisa.

***

Aunque la lluvia no ha durado ni media hora, el pecarí de collar, que habita bosques, selvas y desiertos desde el suroeste de Estados Unidos hasta el norte de Argentina, nomás no aparece. Me contento con leer la cédula: “Este pequeño luce un collar blancuzco y se defiende con un olor penetrante”.

Un chiquillo, que mira fijamente hacia un punto fijo en las alturas, perjura haber visto al pájaro loco.

—Avance, avance, avance —le dice, con la autoridad de una patrulla motorizada, un guardia a un grupo de personas que está ocasionando un embotellamiento peatonal alrededor de una pecera de cristal. Adentro están los linces rojos, de reciente llegada, circulando como gatos encerrados.

 

***

 

Frente al corralito de las tortugas, de las que no se ven ni sus conchas, abordo a un hombre que tiene pintada la cara de Guasón. Se trata de David, un obrero de 30 años, habitante de Ciudad Neza, que ha traído a su hijo pequeño y a un sobrinito. Me fijo que lleva en el pecho un medallón de la Santa Muerte (“Niña Blanca”), así que hablamos por un momento de ese culto del cual él es devoto. (“Se puede decir que me ha cumplido cosas que yo he querido en mi hogar… Me dado lo material… Lo moral también… pero Ella es de las que cuando te da, te quita”). Después de tirarle mi choro introductorio, vuelvo a la carga.

 

—¿Sabe usted lo que es un mirrey?
—No.
—¿Y un chaka?
—Tampoco.
—¿Un chairo?
Niega con la cabeza.
—¿Y sabe lo que es una lady?
—Es una dama. O se puede decir, una princesa… Una persona de categoría, de modales, ¿no? A mi parecer.
—¿Y un gentleman?
—Un gentleman es una persona alta. Se puede decir que un monstruo. Es como si fuera el yeti.

 

***

 

Tres monos babuinos miran fijamente a la multitud, desde la comodidad de sus asientos.

 

***

 

“Un chaka…. es… ¡una persona que vive en Tepito!”, descubre Coral, estudiante de Biología del Politécnico. Coral viene con su novio Rafael, estudiante de Medicina de la misma institución.

 

—¿Nada más por vivir en Tepito ya es un chaka?
—No —responde. También usa tenis de marca pirata, se maquilla, usa ropa extravagante de colores fluorescentes y raros peinados. Ah, y el lenguaje.
—¿Cómo es ese lenguaje?
—Muy distinto al español que acostumbramos nosotros a hablar.
—Un poco soez —agrega el novio.
—¿Y un chairo?
—Una persona que apoya más que nada las ideas de izquierda, podría decirse así, y que está en contra del gobierno —dice Rafael.
—¿Por qué creen ustedes que a los mexicanos nos gusta ponernos etiquetas unos a otros?
—Queremos ser despectivos o elitizar. Estamos pensando en una sociedad en la cual hay grados y queremos referirnos hacia cierto grupo para decir: los chairos, los chakas, los mirreyes —contesta Rafael.
—¿Cuál sería la etiqueta que les gustaría que a ustedes les colocaran si es que hay alguna?
—No, pues no —dice Coral—, a mí no me gustaría.
—¿Por qué?
—Porque cada quien tiene su personalidad. Yo no acostumbro etiquetar a la gente, pero sí conozco las etiquetas y conozco el porqué de esas etiquetas.

 

***

 

En el jardín de cactáceas se pueden apreciar chilayos, tasajos, jurumbebas, pitayos, padrenuestros y pastizales. Ahí están Jonathan, portando una playera de los Pumas, y Brenda.

 

—¿Qué es un hipster? —le pregunto a este joven de 25 años que trabaja en la cámara de comercio mexico-alemana.
—Alguien que intenta leer, ser culto y ser vegetariano. Alguien que va a lugares caros y dice que es pobre.
—¿Y un godínez?
—Un oficinista.
—¿De dónde crees que vienen todas esas etiquetas? Por ejemplo, ¿de dónde viene la etiqueta “godínez”?
—Igual es un apellido chistoso y a una persona se le ocurrió.

 

(Más tarde, la empleada de un puesto de impresiones fotográficas asociaría esta etiqueta con uno de los personajes del Chavo del Ocho).

 

—¿Por qué nos gusta ponernos etiquetas?
—Yo creo que es parte del humor del mexicano: burlarse de uno mismo y darle cierto sentido de diversión a la tragedia o la envidia que puede existir —responde Brenda.

 

***

 

Blas es un hombre de 58 años, que está recargado en un muro, de pie, descansando, muy cerca del herpetario. Lleva sombrero. Parece que la jornada dominical en la capital le ha resultado agotadora. Él se dedica a trabajar la tierra en Hidalgo. Piensa que este tema de las etiquetas tiene que ver, más que nada, con el gusto por ponernos apodos. En cuanto enciendo la grabadora se acercan su esposa y su hija. No ha escuchado nunca el término “mirrey”, “hipster” ni “godínez”; sin embargo, “chaka” le suena a “indio”.

 

A Isabel Castro, una mujer de 50 años, de Amecameca, Estado de México, les pasa un poco lo que a Blas. Ninguna de las nuevas etiquetas sociales que le menciono le suena. “Lo que pasa allá donde vivimos todavía no se usan”. ¿Por qué nos gusta ponernos etiquetas? “Porque los mexicanos somos muy relajistas y siempre andamos buscando la forma de reírnos un poco más”.

 

—¿Y qué le está pareciendo la visita?
—Muy bien. Se veía muy triste hace rato, pero dejó de llover y mire: hay mucha gente.

 

***

 

—No se ve nada —le explica un pater familias a su vástago, guardado en su equipadísima carreola.

 

Frente a ellos la multitud se agolpa para intentar ver, a través de un gran vidrio, al puercoespín africano, escondido detrás de una roca. Sus pelos parados lo delatan.

 

***

 

Uriel tiene 19 años y forma parte de las cuadrillas de limpieza del zoológico. Se toma un respiro bajo la sombra de unos bambúes en un recodo solitario sin mayor interés para los visitantes. Es moreno y lleva el cabello largo. Trae puesto un overol. Vive por Texcoco.

 

—Seguramente habrás oído hablar de las palabras “fresa” y “naco”, ¿no?
—No.
—¿No has oído que alguien dice que una persona es naca?
—Ah, sí. Algo así.
—¿Y qué es una persona naca para ti?
—Una persona payasa.
—¿Y fresa?
—¡Pues una fruta!
Uriel no ha oído hablar de mirreyes, chairos ni godínez. La palabra chaka medio que le suena.
—¿Qué es un chaka? —insisto.
—Pues que yo tenga entendido es un chavo que se viste bien naco, ¿no?
—¿Y sabes lo que es un hípster?
—Algo.
—¿Qué es?
—Un emo.

 

 

Este chico considera que los mexicanos usamos etiquetas sólo por criticar a la demás gente.

 

—¿Qué etiquetas me pondrías a mí, por ejemplo? —le digo.
Se queda pensativo.
—Licenciado.
—¿Por?
—No sé, porque llegaste y me dijiste qué tal… Ahora sí que el verbo, como dicen.

 

***

“Tiene que haber algo”, le dice un niño a otro, frente a un corralito vacío. “Hay puro cacahuate”, le contesta su camarada.

***

 

Después de ver a los lobos marinos, subo de nuevo a la superficie y hago una pausa para comprarme uno de esos retorcidos helados de color blanco (“Lo que comes tú no es bueno para mí”, dice un cartel con la imagen de un oso panda). Un guardia está ya ahí, cerrando el camino, pues el zoológico está próximo a cerrar.

 

Me siento en una de las mesas. Frente a mí, hay un tipo con gafas revisando sus mensajes. Es Mauricio, de 25 años, un joven funcionario con el que comienzo a conversar. Al poco llega una chica y se sienta junto a él.

 

—Estábamos hablando de las etiquetas sociales —le digo a la chica, mencionándole a los mirreyes, los hipsters, los chakas…
—¿Y has entrevistado a un chaka? —me dice la mujer, rematando la pregunta con una carcajada relámpago.
—No.
—¿Son renuentes a platicar?
—¿Tú crees que un chaka se identifique como chaka?

 

La conversación gira, entonces, a lo peyorativo del término.

 

—¿Qué otras etiquetas conocen? —les pregunto.

 

Sale entonces a relucir la historia de Lady Profeco, la princesita prepotente. Y un término que no había aparecido antes: lobuki: la adolescente reventada que va al antro a ligar en la búsqueda, no del mirrey de su vida, sino de un mirrey cualquiera.

 

—¿Por qué nos gusta tanto ponerles etiquetas a otros?
—Me apasiona la pregunta —dice Mauricio, quien toma micrófono:

 

“Yo creo que todo esto es una cuestión histórica de clasismo, discriminación, de tratar de marcar los grupos, de excluir, para de alguna forma determinar quién está dentro de un círculo de poder y quién no. Y, bueno, seguimos reproduciendo esto, aún cuando se supone que ya estamos en un contexto de lucha por una igualdad de derechos políticos entre personas, sin importar el estrato, la condición, etcétera. Es algo que está muy enraizado en la historia del país, y estamos luchando con eso. También hay una necesidad de pertenecer, de distinguirte tú. El hípster se quiere distinguir del clasemediero normal. Quiere destacar y decir: dentro de la clase media, pertenezco a un grupo todavía más selecto. Y el mirrey igual”.

 

—¿Por qué vinieron al zoológico, eh?
—Ah —dice Mauricio— porque me gustan los animales y mi novia me quiso acompañar.
—Es padre. Es una experiencia bonita —dice ella.

 

Ella se llama Ángeles.

 

—¿Y a qué te dedicas?
—Comunicación social en una institución de gobierno. O sea que soy godínez.

 

***

 

A la salida, la corriente del río ha cambiado de sentido. Me dejo llevar por ese flujo de voces, sonidos y colores hasta uno de esos puestos de maquillajes fantásticos, donde les ponen a los niños y a los adultos caras de superhéroes y villanos, sí, pero también narices y orejas de animales y garigoles y brillos. Me entretengo observando la delicadeza con la que las maquillistas hacen su trabajo y el placer con que las personas experimentan los trazos y las plastas de color en sus rostros. Y tengo la impresión de que con esa operación no sólo se sale con un nuevo rostro, sino que se borra, al menos por una tarde, lo fresa y lo naco, lo mirrey y lo chaka. Lo hípster. Lo godínez.

 

 

*Godínez, mirreyes, hípsters… las nuevas etiquetas sociales / Foto: Federico Gama

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