Exilio
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Este cuento que narra la violencia que viven los periodistas, forma parte del libro que le valió al autor el Premio Nacional de Cuento Amparo Dávila
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POR NÉSTOR PINACHO
Escritor y periodista. Autor de De las cenizas en la tierra (FETA, 2018); Twitter: @PinachoNestor
En este lugar la lluvia no refresca. Caiga a borbotones, casi espesa, o se precipite fina como brisa de un escupitajo, el agua cae tibia como orina. Por lo regular es de noche cuando las nubes se pasean y sueltan sus entrañas, y minutos después empieza a arreciar el calor. La gente de Jericó se ha acostumbrado, pero yo aún no me adapto al bochorno constante, a veladas de sábanas pegajosas y moscos necios.
Así que salgo a fumar, eso sí, con mucho cuidado de no pisar alguna tarántula o un alacrán, porque en realidad esta casa derrumbada les pertenece a ellos por las noches. Me siento en la silla de mimbre, observo una que otra estrella que se cuela entre las nubes y aspiro el humo. Siempre, como acto obsesivo, como un tic, una manía o costumbre a la que se ha aferrado mi mente, antes de entrar, observo la cajetilla de Delicados y recuerdo a Sandra Barba.
Aquella vez me marcaron del periódico en la madrugada, que me moviera, de volada, habían hallado una fosa. Y ahí voy en el avión, pensando en por qué la urgencia de todo y cuando llego me encuentro no una fosa, un pinche cementerio. Era un rancho, lejos de la capital, un patio enorme, gigantesco, y no era una fosa, eran cientos, miles de cuerpos. El olor era asqueante, ácido, parecía incluso adquirir masa y golpear el cuerpo; los gusanos se arrastraban a nivel del pasto, salían saciados de tragar humanos. Horroroso.
Y en una esquina, entre muchos árboles, ocho muchachos quemados, con tiros en la cabeza, en el cuerpo, y otro cuerpo más grande encima de todos ellos: a ese lo habían quemado vivo. Lo que más impresión me dejó fue que uno de esos rostros jóvenes seguía casi intacto, como si las llamas no lo hubiesen consumido. Se asomaba entre los cuerpos calcinados un rostro pálido como una máscara, triste, y eso es lo peor que puede haber, un joven triste.
Y no era melancolía de adolescencia, no, tenía el ceño fruncido como cuando alguien quiere guardarse las lágrimas y contrae el rostro, así lo tenía. Y es lo peor, ver a un joven con esa expresión porque uno que ya es viejo se pregunta de qué otra esperanza vivir, de dónde aferrarse.
El lugar ya estaba atestado de reporteros, los flashes de fotógrafos parecían luces intermitentes, de esas que ponen en los antros para marear, y uno parecía moverse como a cuadros, en una película lenta. Todos como moscas alrededor de la carne, de la ausencia de vida. Atraídos por el apeste. Me estaba mareando. Tuve que salir a fumar.
Afuera, Sandra Barba miraba hacia el cielo. Sandra era corresponsal en ese sitio. Conocía algunos de sus trabajos. También sabía de las amenazas que la habían llevado a firmar con seudónimo. Me miró de reojo, realizó un ambiguo movimiento de cabeza que bien podía significar que me largara o que me daba la bienvenida. Le ofrecí un cigarro mentolado que no aceptó. Sacó del bolso de su chamarra una cajetilla de Delicados sin filtro y así nos la pasamos un rato, envueltos en el humo y el silencio. Hasta ahí llegaba el tufo a muerto.
—¿Sabes de quién era el rancho?
Su voz transmitía una extrañeza peculiar. En la superficie era dura, rocosa, pero parecía esconder algo terso, como si impostara la voz, como si todo el tiempo estuviera fingiendo.
— Ni idea —respondí.
— Hoy despacha allá en tu ciudad, en la avenida Reforma.
No supe a dónde quería llevar todo. Desvié la plática hacia lugares menos escabrosos. Supe que le desesperó mi actitud esquiva, porque entre comentario y comentario soltaba críticas veladas a los reporteros de la capital. Ella creía que vivíamos cobijados, que cubrir conferencias y masticar boletines era algo menos que vergonzoso. No podía más que estar de acuerdo con ella, pero el tiempo de los héroes periodistas, me parecía, había quedado ya en el pasado.
Pasaron meses y no supe más del asunto. A esa tragedia la superó otra y otra y al final no sabíamos cuál era nuestro límite al terror, a la inmundicia. La llamada de Sandra Barba me tomó por sorpresa. Me extrañó más su solicitud.
—Lo tenemos todo armado. Varios de acá juntamos los documentos, todo está bien amarrado, pero no lo podemos sacar nosotros.
— ¿Quieren que yo…?
— Tú o el que sea, pero de preferencia tú, porque estuviste aquí en el rancho del senador, así cuadra todo mejor.
No conozco a un solo periodista que no le tema a la muerte; perdón, no conozco a un solo periodista que no le tema a la muerte que acometen ellos. Entendía su petición. Acudieron a quien más protegido podía estar. Le dí vueltas a su solicitud y un día decidí publicar el material. Sandra Barba me ayudó en casi todo. ¿Me arrepiento? Cada noche. Cada puta noche. Porque siempre llegan los muertos, se aparecen en la duermevela y el pensamiento hace ese recorrido natural que me lleva a mis compañeros, torturados y asesinados.
Todavía vi a Sandra dos veces. En una me enviaron a su estado y nuestro encuentro fue rápido. Ser madre, reportera, esposa y ama de casa parecía un deporte extremo. Andar esquivando balas no era fácil. Porque ella era de esas que llenaban por mucho la palabra reportear. Nunca pudieron quebrarla.
Aquella vez tenía 20 minutos para mí. Me felicitó por el reportaje (¿qué demonios había hecho yo de todo eso? Era su trabajo), me agradeció y me sonrío de una forma que aún hoy recuerdo, como enseñando todos los dientes, de una forma infantil, genuina. Había bajado la guardia.
La siguiente vez que nos encontramos, la última, ella había venido a la capital a una manifestación (poco concurrida) por el asesinato de la bebé y la esposa de José Luis Ricaño. Evidentemente él no se presentó, pero muchos del gremio salimos a las calles para gritar por su muerte; él había sido parte medular del reportaje que conectaba al senador en todo ese embrollo de muerte. Ricaño sólo aguantó dos semanas más. Se pegó un tiro.
En esa ocasión pude platicar un poco más con Sandra. Fuimos a tomar unas cervezas después de la manifestación, en un bar cerca de Bucareli. Platicamos de todo, durante muchas horas, y con todo me refiero a la gran devoción que le profesaba a su hija, a su inminente divorcio, a su extraña fijación con coleccionar fotografías de atardeceres. Esa noche nos acostamos. Después no la volví a ver.
Casi todos los que integraron ese grupo que armó el reportaje fueron apareciendo, poquito a poco, colgados, maniatados, torturados. Qué pinche suerte tengo que para algunos de ellos me mandaron a cubrir la nota. Y ahí me tienen, escribiendo sin más la historia de cómo habían caído mis colegas.
Me llevó bastante tiempo superar lo que hice. Pensé, no miento, juro que de verdad lo hice, que podía cambiar las cosas, pero en esta tierra la verdad no florece.
Una noche dos sujetos armados entraron a mi departamento en Río de la Loza. Rompieron todo lo que se podía romper y me golpearon tanto que no hubo un centímetro de mi piel sin rasguño. Sabes qué es lo peor: yo sentía que me lo merecía y me quedé tirado, ahogándome en mi propia sangre durante horas, llorando arrepentimientos, escupiendo dolor. Algo de la sangre de mis ancestros debe seguir en estas venas, porque no morí, aunque bien hubiera querido no despertar más. Decidí no denunciar.
Días después el nombre de Sandra Barba me lo escupieron todos los periódicos. Su hija lloraba, hincada en un charco de sangre. Creo que vomité; creo que lloré, tal vez me dejé consumir durante varios días.
No tomé nada, salvo una mochila con algunas prendas. Decidí venir entonces a este pueblo, tierra de mi bisabuelo. Aquí no van a llegar a mí, porque simplemente no llega nada. El lugar está lleno de viejos como yo, secándose al sol, tostándose con el polvo. Jericó es mi nueva casa, donde me conformo con escuchar la lluvia y pensar de vez en vez en Sandra Barba.
FOTO: Cuautla, Morelos. Familiares de desaparecidos visitan una fosa clandestina donde rinden tributo a sus muertos. /Archivo EL UNIVERSAL