Siete razones para apostar por Fernanda Melchor para ganar el Booker

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La escritora Fernanda Melchor, su obra literaria en general, ha recibido el reconocimiento mundial, por la calidad de su trabajo que hoy la posiciona entre las favoritas para llevarse uno de los galardones importantes de la literatura mundial

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POR SARA SEFCHOVICH

1. Es mujer
Durante siglos la literatura de las mujeres fue ignorada. Es lo mismo que pasó con todo lo que tenía que ver con las mujeres: no estaban en la historia, no estaban en la cultura, no estaban en ninguna parte que no fuera en su hogar. Ello se debió a una idea sobre lo que debían ser las mujeres y lo que debían ser sus ocupaciones. Y la escritura no estaba entre ellas, no se la consideraba adecuada. “Escribir es un oficio masculino”, decía todavía hace poco el estudioso Amado Alonso.

 

 

Este modo de pensar llegó tan lejos, que un crítico que leyó Jane Eyre de Charlotte Brontë (publicada con seudónimo masculino, algo que hicieron varias escritoras), escribió: “La novela merece elogios si fue escrita por un hombre, pero resulta odiosa si la escribió una mujer”.

 

 

Y sin embargo, a pesar de todo, las mujeres escribieron. Pusieron sobre la hoja de papel lo que Nelly Schnait llamó “la representación del género” y que Marcela Lagarde definió como el estado de madresposa, pues la maternidad y la conyugalidad existieron en todas las clases, épocas y países y fueron lo que determinó sus vidas, sus imaginarios, sus subjetividades, sus lenguajes.

 

 

Pero así como el tema de su escritura tuvo que ver con “la problemática que las agobió”, como dicen Kate y Ángel Flores, así su modo de escribir tuvo que ver con su escaso contacto con el exterior: poca complejidad, poca problematización formal, una estructura plana y hasta lineal, un empleo menos rico del lenguaje, menor innovación y experimentación que la escritura de los hombres.

 

 

Pero eso cambió en el siglo XX, cuando el mundo cambió.

 

 

Las mujeres entraron masivamente a la fuerza de trabajo, adquirieron derechos civiles y personalidad legal, tuvieron acceso a la educación, la salud y los avances en ciencia y tecnología y en el último cuarto de esa centuria, a la política, los negocios, las profesiones y la cultura. Y lógicamente, eso modificó sus modos de mirarse a sí mismas y su lenguaje, pues requirieron de algo distinto para sus nuevos lugares y funciones.

 

 

Pero el proceso histórico y cultural no sólo las afectó a ellas, sino también a los hombres, que empezaron a verlas de otra manera.

 

 

Para las escritoras, ese momento constituye el del cambio de parámetros: de prohibirles escribir (como le sucedió a Sor Juana), o acosarlas por hacerlo (como a Dolores Veintimilla de Galindo que se envenenó a los 27 años y quemó sus poemas y a Clorinda Matto de Turner que tuvo que irse al exilio); de ignorar su existencia como escritoras y envolverlas en pesados silencios (como a Laura Méndez de Cuenca y a Isabel Prieto de Landázuri) o de reconocer esa existencia pero para burlarse y descalificarlas (como le hicieron a Rosario Castellanos al cambiar el título de su poema “De la vigilia estéril” por “De la vigilia histéril” y a las novelistas de los años ochenta llamándolas “la corriente histérica femenina”); pasaron a ser aceptadas, o por lo menos a pretender que lo eran, pues aún se seguía considerando que la suya no era literatura seria, como se hizo patente cuando el escritor Carlos Fuentes hizo su “Canon de novelistas latinoamericanos imprescindibles del siglo XX” y sus “Apuestas para el siglo XXI”, y no mencionó a una sola mujer, como si no existieran Elena Garro, Elena Poniatowska, Clarice Lispector, Elvira Orphée, María Luisa Bombal o Cristina Rivera Garza.

 

 

Pero el salto definitivo se dio en el siglo XXI, cuando las mujeres consiguieron colocarse, después de mucho pelear, en el centro de lo política, ideológica y culturalmente correcto. Y este cambio llegó tan lejos, que hoy cualquier mujer que escribe (o que hace cualquier otra cosa) es considerada maravillosa y ¡ay de aquel que no lo diga así, pues suyo no será jamás el reino de la verdad!

 

 

Hoy hay que adularlas (“Son las que hacen la mejor narrativa” dice Julio Ortega, “Su calidad es similar si no es que superior a la de los narradores”, dice Eduardo Lago) y las editoriales, los agentes, los críticos y los organizadores de ferias y conferencias las buscan, en el afán de ser los primeros en encontrar las nuevas gemas.

 

 

2. Es joven
A lo largo de la historia, lo más respetable era ser viejo. Se consideraba que era el momento de la vida en el que se conseguía la experiencia y el saber, y sobre todo, la capacidad para dejar de lado los intereses personales y hacer lo mejor por la comunidad. Los jóvenes tenían la fuerza física para trabajar, hacer la guerra y procrear, mientras que los viejos tenían la fuerza mental para guíar por el camino adecuado a las familias y las sociedades.

 

 

Pero en el siglo XX eso también cambió y los jóvenes pasaron a ser, por definición y solo en razón de su edad, lo máximo. Todo mundo, a derecha e izquierda, arriba y abajo del espectro cultural, se llenó la boca con esta “jovenolatría” como le llamó Regis Debray, un discurso según el cual ellos son lo mejor del mundo, suya es la mayor pureza de intenciones, tienen un componente de creatividad que los mayores no tienen y son los protagonistas del cambio social y del futuro. Escribe Elena Poniatowska: “Los jóvenes son mi fuerza, mi inspiración y mi orgullo. Creo en ellos como en el Santo niño de Atocha”.

 

 

Pero al mismo tiempo, se les considera víctimas porque “los hemos abandonado”, “no los escuchamos”, “no les damos oportunidades”, no los “involucramos”, es más ¡ni siquiera entendemos su idioma!

 

Así lo dice María Jesús Espinosa de los Monteros: “Habéis luchado mucho, pero es nuestro turno. No sólo somos rebeldes que se manifiestan sino que llevamos la revolución dentro. Una revolución que no se puede canalizar como vosotros hicisteis. Vamos a ser capaces de cambiar las cosas. Nos han tratado con falta de respeto, con mezquindad y mentira”.

 

 

Pero, los jóvenes no son todos iguales. Se les puede clasificar en varias categorías como hizo Rossana Reguillo: los inviables, que carecen de cualquier tipo de inserción social y opción de futuro; los asimilados, que aceptan las lógicas y mecanismos a su alcance para incorporarse a trabajos; los paralegales que están con los narcos, el crimen y la delincuencia y cuyo camino es la violencia; los incorporados que gozan de formas de insersión laboral y educativa dignas y los privilegiados “conectados al mundo con amplio capital social y cultural”.

 

 

En estas últimas dos categorías están las escritoras (aunque escriban sobre los que pertenecen a las otras), que hoy se montan en la fascinación por lo juvenil, frente a la cual, como diría Morris Berman, todo el mundo se postra, e incluso aprovechan la ampliación de su espectro, pues se consideran jóvenes aún siendo cuarentones y hasta cincuentones.

 

 

3. Es mexicana
En los años sesenta del siglo XX, se inició en las universidades liberales de los países desarrollados, un esfuerzo por comprender al “otro”, a ese ser diferente de cuya existencia sabían los europeos desde tiempos de Marco Polo, pero al que descubrieron cuando tuvieron lugar las luchas descolonizadoras en África y Asia. Una década después, ya había una importante producción teórica para el estudio de grupos sociales distintos a los hegemónicos, como los negros, indios y mujeres, y de regiones del mapa antes no tomadas en cuenta.

 

 

El esfuerzo tenía un doble objetivo: por una parte, un deseo genuino de conocer al otro y establecer con él una “conversación cultural” como dice Steven Bell, y por otra parte, como afirma Mary Louise Pratt, para reparar el mal que se les había hecho.

 

 

Resultó entonces que quienes hasta ese momento habían sido el centro del mundo, el modelo y el canon físico, moral y cultural, se propusieron escuchar a los que estaban en las márgenes (no importa que fuera la mayoría del planeta), entender sus códigos, lógicas, gramáticas y símbolos y reconocer su arte y su literatura. Por eso se dio el llamado boom de los escritores latinoamericanos y la atención a autores de Europa Oriental, Japón y China, África.

 

 

4. Escribe sobre la violencia
A la literatura se le pide que represente la totalidad de la vida, por igual el pasado y las tradiciones y costumbres que los cambios. Lo que se pretende es, que se pueda entender al mundo a través de ella.

 

 

Pero dentro de ese objetivo, hay una especial fascinación por lo difícil y doloroso, algo que Brian X. Chen califica como “adicción al apocalipsis”. Escribe Leila Guerriero: “Hoy el músculo está entrenado para contar lo freak, lo marginal, lo pobre, lo violento, lo asesino, lo suicida. En cambio tiene un cierto déficit a la hora de contar historias que no rimen con catástrofe y tragedia”.

 

 

Esto hace que los premios no se le den a novelas que relatan la vida cotidiana normal (cualquiera que sea su definición), sino a las que dan cuenta del horror, la pérdida, el sufrimiento.

 

 

Y a ello se agrega que, tanto la Europa “blanda”, según la llama Bernard Henry Levy, desacostumbrada de las guerras y saciada, como el “cuerno de la abundancia que es la cultura norteamericana” como le llama Zbigniew Brzezinski, cuya vida está orientada al hedonismo, a la obligación de ser feliz de la que habla Pascal Bruckner y a la supresión de la negatividad de la que habla Barbara Ehrnreich, buscan en la literatura algo “que los revitalice” dice Fredric Jameson. ¡Y qué más revitalizador que las brutalidades que ocurren en las sociedades exóticas!

 

 

5. Escribe con violencia
Para considerar un texto como buena literatura, los críticos acostumbran fijarse antes que otra cosa en el lenguaje. Margo Glantz dice: “Cuando no hay ninguna experimentación, eso convierte (a las obras) en casi mediocres”.

 

 

El fundamento de esta idea, es que la escritura no es solamente medio de representación ni instrumento para decir algo, sino que es la representación misma y el sentido mismo del texto que de ella resulta. El lenguaje y la forma narrativa son herramienta y producto terminado, camino y fin, porque la escritura no está allí para decir algo sino para ser ella misma ese algo que se dice. Así lo expresa la escritora argentina Tununa Mercado: “Hay que hacer un correlato entre lo que pasa en el mundo y las formas de expresión artística, pues los cambios y los traumas se deben reflejar en el lenguaje y en la estructura de la obra. Dejar la casa en orden es evadir la necesidad de hacer esto evidente, y por eso la urgencia por desestabilizar las estructuras discursivas”.

 

 

6. Gusta a los críticos y a los lectores
Hubo un tiempo en que cuando los lectores elegían una novela, los críticos la despreciaban, como sucedió con Laura Esquivel, y al contrario, cuando los críticos la elegían, los lectores la despreciaban como sucedió con Roberto Bolaño. La historia de la literatura está llena de novelas premiadas que nadie leyó y de novelas muy leídas que nadie premió.
El argumento para ello es que a los críticos les interesan los modos de escribir y a los lectores la historia que se cuenta.

 

 

Hoy sin embargo, se ha roto la separación entre lo que se consideraba alta cultura, cultura de masas y cultura popular, y la cultura se considera una sola que incluye todo. Entonces, por igual los críticos que los lectores celebran a Stieg Larssen y a Karl Ove Knaussgard, a Tony Morrison y a Arundhaty Roy.

 

 

Esto pudo suceder, porque según Bourdieu, “el campo cultural” no está, como se creía en el Renacimiento y como muchos siguen queriendo creer, allá arriba, fuera de la realidad del mundo, como algo inocente y libre de la lógica económica, ni libre tampoco del “teatro en el que se enfrentan causas políticas e ideológicas” dice Edward Said.

 

En México, esto se hizo evidente cuando en la segunda década del siglo XXI, miles de lectores eligieron El vendedor de silencio de Enrique Serna y entonces los críticos lo hicieron también. Y cuando los críticos eligieron Temporada de Huracanes de Fernanda Melchor, los lectores lo hicieron también.

 

 

7. Tiene talento
Todo lo que dije hasta acá explica la selección de candidatos para el premio Booker: de las seis novelas nominadas, cinco son de mujeres, cinco son de autores jóvenes, cuatro no son europeas, cuatro dan fe de situaciones difíciles en sus países y dos de situaciones difíciles personales, en todas el lenguaje es fundamental para lo que se dice y todas concilian el gusto de los críticos y de los lectores.

 

 

Pero si eso permite entender que Fernanda Melchor haya sido incluida entre los finalistas, no explica por qué lo va a ganar.

 

 

Y esto es a lo que quiero llegar: las novelas candidateadas caen en los tópicos conocidos y esperados: las sagas familiares, las guerras, los mitos fundadores de sus culturas, las historias centradas en un solo personaje, la elevación de las mujeres al centro de las tramas, los lenguajes poéticos. Excepto la de Melchor. Ella ha escrito una novela original a pesar de que el suyo es el tema más recurrido y sobado de la literatura mexicana y lo ha hecho de manera también original.

 

 

Así que, Fernanda Melchor va a ganar el premio por su talento, y como decía Alaíde Foppa, “Que alguien escriba singularmente bien no deja de ser un hecho misterioso”.

 

FOTO: Con Temporada de huracanes, Fernanda Melchor, logró el reconocimiento literario mundial. /Cortesía Literatura Random House

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