Fernando Trueba y el cúmulo paternal

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Este filme narra la biografía de Héctor Abad Gómez, un médico y profesor colombiano y activista de los derechos humanos, contada desde la perspectiva íntima y cariñosa de su hijo, quien reconstruye al personaje a través de sus memorias

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En El olvido que seremos (Colombia, 2020), desventurado opus 15 del sedoso veterano madrileño de 65 años Fernando Trueba (Ópera prima 80, Belle Époque 92, La niña de tus ojos 98), con guion de su hijo Daniel basado en la celebérrima novela autobiográfica homónima del colombiano Héctor Abad Faciolince, premios Goya y Platino al cine iberoamericano, el joven antioqueño literato en ciernes Héctor (Juan Pablo Urrego) bota novia y estudios literarios en Turín para volar de inmediato a su natal Medellín en 1983, tras ser enterado por la contestadora telefónica que su sexagenario padre doctor en medicina y profesor universitario de ideas comunitarias muy avanzadas para su época Héctor Abad Gómez (Javier Cámara con sorprendente aplomo) se halla emocionalmente mal por estar a punto de ser jubilado a la fuerza, pero a quien encuentra es al mismo padre calvo chaparrín de gafas, lúdico, burlón, antisolemne, firme y desafiante, al que adoraba y admiraba por sobre todas las cosas cuando niño llamado de cariño Quinquín por Héctor Joaquín Abad (Nicolás Reyes Cano), al que revive en una prolongada y vívida remembranza-evocación hacia el final de su infancia, cuando el padre brillaba apoyado por su fiel esposa que educó un bonachón taimado tío arzobispo Cecilia (Patricia Tamayo), ese prolífico padre rodeado por un inquieto gineceo de agitadas jóvenes hijas variopintas (María Teresa Barreto, Laura Londoño, Elizabeth Minotta) que incluían a una redondita pronto fallecida de cáncer Marta (Kami Zea) y hasta una monja de la Anunciación (Luz Myriam Guarín) que fungía como recoleta institutriz de planta del futuro escritor y de su hermanita pequeña Sol (Luciana Echeverri), el escéptico y generoso padre discretamente ateo y ávido lector de El azar y la necesidad del biólogo Monod, el padre activista social una vez expulsado de la Universidad de Antioquia y exiliado al Oriente para luego ser reinstalado, el padre atrapado entre la represión castrense del régimen seudodemocrático y la brutalidad asesina de la guerrilla, el padre a quien cuatro años después de su retorno el hijo verá proclamarse candidato a la alcaldía pese a su inclusión en la lista de amenazados por los Escuadrones de la Muerte y morir acribillado a media calle por sicarios en motocicleta, lo cual sumerge en profunda crisis existencial a su conciencia y su memoria, al intentar darle sentido a ese trágico e insalvable cúmulo paternal.

 

El cúmulo paternal da la grave y gozosa sensación de que, en todo instante, y secuencia por secuencia, cada episodio de su largo y profuso relato fílmico es una afirmación vital y un distinto elogio al padre, la figura cambiante, multidimensional, heroica a su manera e inmarcesible del padre, esa especificidad humana que se escapa, imposible de ser abarcada, difícil de percibir y valorar en su conjunto, el padre siempre visto desde la relación entrañable e incompleta del hijo que lo adora, el progenitor secreto sólo revelado por un rollo en plan de largavistas, el padre apenas atisbado por ese niño lúcido aunque limitado en exceso que aún juega con carritos pero ansía penetrar en la pesadillesca morgue de la facultad de medicina ya precozmente bien definido como gran novelista, o por el adulto temprano que todavía yerra demasiado y divaga al cuestionar, generando una narrativa espejeante por medio de algunos selectos Fragmentos de un amor furtivo, plasmados en equilibradas y dulces imágenes de foco suave tanto en el blanco/negro del presente como el pretérito en rutilantes colores tenues del fotógrafo Sebastián Iván Castaño, potenciados por la música del polaco kieslowskiano Zbigniew Preisner terriblemente delicada y dulce incluso en álgidos momentos de suspenso e inquietud, y gracias al montaje de Marta Velasco compactando en molto legato una trama multincidental divertidísima y verborrágica archianecdótica.

 

El cúmulo paternal se convierte entonces en una irresistible colección de epifanías domésticas e íntimas, retrospectivas e introspectivas por partida doble, hurgando, definiendo y narrando al narrador que narra al padre y acaba narrándose a sí mismo, con una despiadada aunque cariñosa intensidad indagadora y el cálido escalpelo sudamericano mimetizado por el español Trueba, con ese delicioso Quinquín-Héctor Joaquín vuelto ayudante eterno de papito al acompañarlo a una zona periférica que clama por vacunas más alcantarillado urgente y al hospital miserable para enfermos de hambre, Hectorcito petrificado dejando semiahogarse en un muelle a la hermanita caída, Héctor incapaz de levantarse del rellano de la escalera para ir a despedir al padre a punto de partir al exilio y apenas vislumbrado en profundidad de campo tras un cristal infranqueable, Héctor cronista cuántico de la vida familiar descrita en un caset enseguida visualizado por medio de un arrasante travelling lateral de ardoroso recorrido casero, Héctor refundido por un intolerable día salvador en un manicomio por haber atropellado a una señora al manejar ebrio, Hectorcito dormido sobre el hombro de papá en el cine donde suena la música malheriana de La muerte en Venecia (Visconti 71) que lustros más tarde revelará su identidad, Héctor descubriendo la fragilidad de su idealizado progenitor encogido a solas en un mínimo espacio fractal durante la agonía de la hija querida, Héctor siempre asombrado ante los estallidos de incontrolable energía paterna finalmente autodestructiva.

 

Y el cúmulo paternal regresa a un pasado intermedio para reiterar, en el teatro de la injusta jubilación contenciosa, la sorprendente e inasible imagen juguetona del padre alivianado atisbando a través de un desmitificador programa enrollado a su hijo, quizás a sabiendas de que desde entonces se presentía muy cerca del inevitable dictum poético de Borges al fin recitado cual lúdica e inevitable sentencia con sepulcral voz en off e interminables acordes de arpa y flauta (“Ya somos el olvido que seremos/ el polvo elemental que nos ignora”).

 

FOTO: Javier Cámara interpreta al médico y profesor Héctor Abad Gómez, mientras que Nicolás Reyes Cano se revela como un joven talento en el papel de su hijo, Quinquín/Crédito: Especial

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