Flaubert y la Comuna de París
/
Clásicos y comerciales
/
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El 14 de octubre de 1869, Gustave Flaubert le escribía a su sobrina Caroline, a quien daba trato de hija amadísima: “¡No estoy para nada alegre! Sainte-Beuve murió ayer, a la una y media de la tarde. Llegué a su casa cuando acababa de expirar. –Aunque estuvimos lejos de ser íntimos, me aflige profundamente verlo desaparecer de mi mundo. Se restringe el círculo de las personas con las cuales puedo conversar. La pequeña banda disminuye, van desapareciendo los escasos naúfragos de la barca de la Medusa. Hice La educación sentimental en parte para Sainte-Beuve. ¡Habrá muerto sin conocer una línea! Bouillet no entendió los dos últimos capítulos. ¡Así van mis proyectos! El año 1869 ha sido muy duro para mí –¡Todavía tengo mucho por llevar a cuestas en los cementerios! Hablemos de otra cosa”.
Que Flaubert pensase en Sainte-Beuve como ese fantasma que se coloca tras la espalda del escritor al redactar y escribiese, como decía, La educación sentimental, para él, habla de una grandeza en el novelista que el crítico no le correspondió en vida. Sainte-Beuve, bien dispuesto con la persona de Flaubert y amparado en amigos comunes tan estrechos como los hermanos Jules y Edmond de Goncourt, había sido mezquino ante Madame Bovary (1857), la novela perseguida por la justicia: sin atreverse a calificarla de inmoral, como se pretendió, el crítico se cuidó de lamentar en ella la ausencia del Bien. También despreció Salambó (1862), una novela falsamente histórica, premonitoria, dicen, de Cecil B. Demille, de ese mal cine del siglo XX, que hasta la fecha disgusta a no pocos entre los buenos lectores, inclusive de Flaubert.
Pero si se le cobran a Sainte-Beuve esos errores de apreciación como crímenes póstumos, el mundo que seguiría a la muerte del crítico lo profetiza Flaubert en las líneas quejumbrosas de su carta a Caroline: el naufragio de una barca de Medusa donde la inmensa mayoría de los escritores franceses se condenarían no sólo al rechazar a la Comuna de París, declarada el 28 de marzo de 1871 –lo cual era de esperarse entre monárquicos y bonapartistas– sino en aplaudir su crudelísima represión en mayo. Y en efecto, no sólo Flaubert, sino un par de generaciones de literatos, ante 1871, hubieron de echarse a la espalda un verdadero cementerio, ese Père La Chaise donde se produjo el más recordado de los fusilamientos en masa que dieron fin a aquel experimento social.
En toda la literatura del XIX, el “siglo humanitario”, es difícil leer páginas más abyectas que las que escribieron contra los comuneros, el crítico Paul de Saint-Victor o Máxime du Camp, autor de Les convulsions de Paris (1880), la llamada “Biblia de la represión”. Edmond de Goncourt, finalmente, no dudó en decir –horrenda profecía– que aquella “solución final” había sido necesariamente brutal porque la liquidación física de los comuneros, pospondría al menos durante toda una generación, a la revolución tan temida.
Sólo, entre los escritores, Jules Vallès, “el refractario”, fue comunero mientras que el republicano Victor Hugo, aunque desafecto a la Comuna, se esforzó por ser neutral y conciliar a las partes aún en guerra con Prusia. Pero en abril abandonó París por la muerte repentina de su hijo Charles. De la carnicería se enteró en Bruselas, de donde lo expulsó el rey de los belgas por ofrecer su casa a los comuneros perseguidos. Después, Hugo pidió incesantemente, a la Tercera República, nacida de la caída de Napoleón III en Sedán y del aplastamiento de la Comuna, la amnistía para los comuneros sobrevivientes, presos y deportados.
El humanitarismo socializante de Émile Zola, como el de George Sand, frente a una verdadera revolución, quedó en evidencia como un sueño filantrópico, ajeno a la violencia histórica. Una cosa era compadecerse de obreros y campesinos, como lo hicieron Zola y Sand en sus novelas. Otra muy distinta era apoyar a la Comuna, combinación entonces insólita de medidas socialdemócratas de emergencia, anticlericalismo feroz y no poco matonismo, al primer gobierno proletario de la historia exaltado por Marx desde Londres y al cual dedicó La guerra civil en Francia (1871), ese gran “ensayo general” del comunismo, como lo festejaron más tarde por los bolcheviques.
El progresista Zola, en un libro como Los escritores contra la Comuna (1971), de Paul Lidsky, escrito en el espíritu del 68, es acusado de compartir, contra los comuneros, todos los prejuicios de clase de sus rivales de la derecha. Pero aquel marxismo, en el uso militante de la indignación, se queda corto ante la magnitud de aquello que condena. La conciencia de clase agredida no es categoría suficiente frente al odio estético que las consecuencias desestabilizadoras de la democracia suscitaron en los escritores franceses en 1871.
Aun ahora, cuando se conmemoran los ciento cincuenta años de 1871, es difícil encontrar historiadores imparciales; su trágico final, premonitorio del peor siglo XX, le ha dado, a la Comuna, buena prensa. Recurriendo a las proporciones, los indudables crímenes de la Comuna –reconocidos hasta por Marx como consecuencia de la inexperiencia de sus artífices– fueron pocos en número, frente a la ejecución sumaria, durante la llamada Semana Sangrienta, de más de 20 mil rebeldes, entre los que no faltaron niños y mujeres. El fusilamiento del arzobispo liberal de París, monseñor Darboy, una vez que Adolphe Thiers, el jefe del gobierno legítimo de Versalles, se negó a intercambiarlo por el revolucionario Auguste Blanqui, calculando bien que un mártir no le caería mal a la República, ha quedado en un recuerdo piadoso frente a las imágenes gráficas, tanto de los caricaturistas en la prensa, como de Louise Michel en Mis recuerdos de la Comuna (1898), de los burgueses removiendo con sus bastones las heridas de los cadáveres o de sus esposas, sacándole los ojos a los moribundos con la punta de sus sombrillas.
En aquel gobierno fugaz de artesanos y comerciantes no faltó un empresario (ni el financimiento del Banco Nacional, que prestaba a tirios y troyanos), ni tampoco la francmasonería, los verdaderos obreros eran muy pocos y los internacionalistas (los seguidores de la Primera Internacional de Marx), una minoría (la moderada, por cierto). Antes que el primer gobierno proletario de la historia, coinciden los historiadores más prudentes, la Comuna de París fue el último episodio de la Revolución francesa, de su terror rojo, de su terror blanco, el desenlace de 1848 antes que el prólogo de 1917, como lo dijo François Furet.
Pero ello no le habría interesado a Flaubert, quien en correspondencia con Madame Sand, su mejor amiga y su mala conciencia de izquierda, fue mudando de ideas ante el infierno de la Comuna. Pero contra lo que se cree, Flaubert no se movió a la izquierda, como dice Peter Brooks en Flaubert in the Ruins of Paris (2017). Sí, pasó de desear que “esos imbéciles sanguinarios de la Comuna, encadenados y forzados, reconstruyeran el París” que incendiaron, a reclamarle a Du Camp, su íntimo amigo, el haber rebajado a la Musa de la Historia a ser una empleada de la morgue, dada la sevicia de Les convulsions de Paris. Pero lo que vemos en Flaubert, como en Edmond de Goncourt, es esa estetización de la política, que para Walter Benjamin, será el fascismo.
Nabokov llegó a decir que de haberse conocido, para Marx el burgués ejemplar hubiese sido Flaubert y para Flaubert, Marx. En todo caso, de la mano de Sand, socialista decepcionada de los comuneros tanto de la República conservadora que los masacró, el autor de Madame Bovary, aceró su odio a la burguesía, su anticlericalismo, su desprecio por el arte comprometido (encarnado por Hugo y L’Année terrible, su poema sepulcral de 1872). No tenía, además, mejor idea de Napoleón III que los comuneros. Pero cuando en junio de 1871 pudo visitar las ruinas de París –si la Revolución mexicana fue la primera en ser filmada, la Comuna fue el primer acontecimiento fotografiado a pasto– Flaubert se reencontro con el viejo amor de los neoclásicos por las ruinas. No era el único en sentir ese escalofrío de placer y hasta llegó a publicarse una Guide à travers les ruines. Gustave Flaubert se adelantó al Jean Baudrillard que calificó el derrumbe de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, como el símbolo perfecto del arte-simulacro. Frente al Hôtel de Ville, la devastada sede del gobierno parisino, el autor de Madame Bovary dijo que aquello era una obra de arte tan mágica como Pompeya.
FOTO: La Comuna de París (1871) fue la primera revuelta popular que fue registrada fotográficamente./ Especial