Paquete cerrado

Mar 13 • destacamos, Ficciones, principales • 1957 Views • No hay comentarios en Paquete cerrado

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Una jornada de trabajo rutinario de una empresaria de la joyería se convierte en una experiencia llena de confusiones existenciales, amorosas y financieras

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POR JOSÉ PULIDO
Lola tenía treinta y cinco años y la manía discreta de limpiar dos veces el vidrio de los exhibidores, de pulir los anillos de compromiso dos veces antes de abrir su joyería o de limpiar el polvo de las mesas de centro cuando iba de visita a alguna casa para satisfacer su necesidad de orden. Adrián, su esposo, que lo notaba todo el tiempo y que no tenía mayores complicaciones con apilar una o dos cosas en el cuarto de baño, le reprochaba estos gestos continuamente. Lola siempre volteaba los ojos frente a sus recriminaciones como si con ese movimiento diera vuelta a una página gastada, sabiendo que esa sencilla obsesión la había llevado a obtener todo lo que tenía y eso era más que suficiente.

 

En otro tiempo, este tipo de acciones minuciosas fue lo que enamoró a su esposo, o al menos es lo que Lola contaba a veces cuando te encontrabas a solas con ella, por eso, Adrián se enseñaba con Lola ahora, porque incluso el oro más bruñido acaba por perder tarde o temprano su brillo.

 

Ambos tenían una hija, Ivonne, pero era más parecida al padre. En comparación con Lola, Ivonne era gorda y tan anodina que su madre perdía la paciencia frente al poco esmero que ponía en cuidarse. Eso sí, era parte del cuadro de honor en la escuela, miembro de la escolta y, en pocas palabras, el orgullo de su padre. Cada vez que llegaba la boleta de calificaciones a casa, iban a cenar comida japonesa para premiarla. Adrián se desvivía en elogios para Ivonne, y Lola terminaba deseando otra vida para ella, lejos de su esposo y su hija. “Me gustaría que Ivonne se pareciera más a mí”, te decía siempre luego de un par de negronis. Alargaba las íes y hacía una extraña pausa entre las frases. Esto daba la sensación de que todo lo que decía se escuchaba falso, sin importar la gravedad de lo que dijera.

 

En su joyería podía hacer lo que quisiera, al menos tenía ese paraíso lleno de brillo para ella sola. Todas las mañanas salía de casa a las ocho, manejaba dos kilómetros en su Honda CV-R hasta el centro de la ciudad, levantaba la cortina metálica de su local, abría la puerta, desactivaba la alarma de seguridad y se disponía a limpiar los escaparates y los anillos. Hacia las seis de la tarde, Lola repasaba las cuentas, revisaba el inventario y sustituía las joyas vendidas por otras que guardaba en la caja fuerte. Luego activaba la alarma, cerraba y bajaba la cortina. Entonces, Lola emprendía el camino de regreso a casa. Lo que más disfrutaba era que Adrián tenía tan poco interés en la joyería que nunca le preguntaba cómo le había ido.

 

Yo creo que su rutina terminó por volverse conocida y por eso era fácil que la vigilaran. Llegando en su camioneta blanca, con sus gafas de sol, el cabello rizado por la secadora, sus pantalones negros, sus zapatillas, su esmalte de uñas perfecto. Subiendo la cortina del local y abriendo la puerta, mientras sonreía a algún paseante. Lola atraía la mirada de todo el mundo, y sin embargo, era como una moneda de dos caras. Sabía cómo sonreír cuando una cosa no le gustaba y hacía que lo notaras, aunque su voz se mantuviera inmutable en su tono dulzón. Era capaz de barrerte con la mirada de forma tan sútil que no te hacía sentir incómodo y si tenías una mancha en tu camisa no podía dejar de mirarla con obcecación, aunque esto también lo hacía de forma discreta.

 

Aquel miércoles Lola se levantó más temprano de lo habitual. Estaba emocionada porque iba a recibir un nuevo lote de alhajas en la joyería. En lugar de sus pantalones negros escogió un vestido blanco y entallado con un escote en la espalda que tenía la forma de una V y por donde se asomaba el tatuaje que Lola tiene en la espalda baja, el del cisne. Y también se puso sus flamantes zapatillas rojas Louis Vuitton. Como si se tratara de un episodio de Desperate Housewives, adornó su cabeza con un sombrero de ala ancha con un ribete negro y eligió sus lentes de sol con armazón rojo Guess para que hicieran juego con su billet Coe 90 para resalar su rostro afilado.

 

Lola despertó a Adrián para pedirle que se encargara de llevar a Ivonne a la escuela. Él aceptó a regañadientes. “Toda la siguiente semana te toca llevarla a ti”, le respondió de manera brusca. Ella aceptó el trato sin más y se marchó hacia su joyería.

 

Mientras iba en su camioneta, Lola pensó que lo mejor sería limpiar no dos, sino tres veces los vidrios del mostrador y disponer un lugar especial para la llegada de las nuevas alhajas. Sentía que ese día todo marchaba mejor de lo habitual.

 

Estacionó la camioneta y se bajó para abrir la tienda cuando se dio cuenta de que había olvidado las llaves en el auto. Abrió la puerta del asiento junto al conductor y se estiró para tomar el llavero que se encontraba en la base donde se ponen las bebidas, cuando escuchó un golpe sordo y se sumergió en una espesa oscuridad.

 

Al recobrar la consciencia e intentar moverse, descubrió que tenía las manos y los pies atados. La cabeza le punzaba, no podía ver nada y le costaba trabajo respirar por la capucha que llevaba encima. Tardó unos minutos en comprender lo que sucedía, pero cuando cayó en la cuenta, en lugar de gritar o hacer un alboroto comenzó a llorar de manera silenciosa. Así estuvo un rato, no sabe cuánto, hasta que alguien abrió la puerta. Escuchó una voz: “No mames, nos equivocamos, pendejo, no es ella”. Era la voz de una mujer madura. “Y ahora, ¿qué vamos a hacer?”, respondió un hombre cuyo timbre sonaba aterciopelado, pero cavernoso. “Tenemos que quebrárnosla”, dijo la voz de la mujer. Lola sintió que el miedo se le clavaba en el costado derecho, pero sobre todo sintió angustia porque si la mataban perdería todo lo que había conseguido hasta ahora. “Podemos sacarle algo”, dijo el hombre. Ella estaba a punto de hablar cuando oyó cómo la puerta se cerraba de nuevo. Y entonces tuvo ganas de gritar, pero cuando lo intentó el miedo le había robado la voz y apenas era capaz de emitir un ligero quejido. Comenzó a llorar de nuevo.

 

Tuvieron que pasar varias horas porque su estómago guturaba con fuerza y Lola se lamentó por no haber desayunado aquella mañana, también se lamentó porque no podría recibir el lote de alhajas y porque seguramente habrían robado la joyería, a menos que alguien se diera cuenta de que la habían secuestrado. Después de todo, el atentado ocurrió durante la mañana, en medio del centro de la ciudad. Lo último en lo que pensaba Lola era en su esposo y en su hija. Le preocupaba el destino de su sombrero, dónde habrían quedado las zapatillas y cuál sería el paradero de su paquete. Entre este ir y venir, terminó por quedarse dormida.

 

 

 

No sabría decir si fue por la mañana cuando Lola sintió el aliento del hombre en su oído: “Despierta, princesa, te acabo de salvar la vida. No te vamos a matar. Hablamos con tu esposo. Si te portas bien, en unas cuantas horas estarás libre, vivita y coleando. Mientras yo esté aquí no te va a pasar nada”. Algo en la voz de aquel desconocido consiguió tranquilizarla un poco. El hombre levantó unos centímetros la capucha, lo suficiente para que Lola pudiera comer un Gansito. Al principio se rehusó, pero terminó por aceptarlo, porque otra vez el hambre ya estaba haciendo estragos en su estómago. Después de comerse el Gansito, ella pudo, por fin, decir algo. Le preguntó al hombre si se habían llevado sus joyas, si le habían vaciado la joyería. Él respondió que eso no les interesaba, que no eran vulgares rateros. “Calladita te ves más bonita”, le dijo el hombre, y le explicó que entre más hablara más se iba desgastar, así que lo mejor era seguir en silencio y cooperando.

 

Una especie de letargo, de zombificación se asentó en el ánimo de Lola, quien consiguió reconocer algunos ruidos del exterior. Se dio cuenta de que, en realidad, no estaba muy lejos de su joyería. El sonido familiar de la música de algunos locales y las campanadas del reloj de la iglesia, le permitieron darse cuenta de que se encontraba ahí mismo en el centro de la ciudad. Lola se armó de valor y le preguntó al hombre si podía, por casualidad, darse una vuelta por la joyería para saber en qué estado se encontraba. Contrario a lo que uno podría pensar, él aceptó.

 

Estaba sola de nuevo en un agujero maloliente en algún lugar del centro de la ciudad. Consideró que si se seguía portando como hasta ese momento, podría mantenerse con vida, a menos que cuando lo llamaran, Adrián considerara todo aquello una jugarreta telefónica, aunque seguramente, y dado que no había llegado a casa todavía, ahora su marido estaría convencido de que algo le había sucedido. Esto provocó cierto regocijo en Lola, quien a esas alturas, sólo se lamentaba del hedor de aquel lugar y del aspecto que podría tener en esos momentos. Una vez más escuchó pasos livianos. “Si tu esposo no nos paga, ahora sí te va a cargar la verga”, le dijo la voz de la mujer. “Todas ustedes son iguales, por eso una se equivoca. Van por ahí con esa sonrisa sucia, creyendo que se pueden comer el mundo a puños”. Mientras decía esto, la mujer pateó a Lola en la cara. La sangre comenzó a escurrir por sus labios y por su nariz manchando la capucha. La mujer reía, mientras la continuaba golpeando. Le pateaba el cuerpo, le quebró una costilla y hubiera muerto a golpes de no ser porque el hombre regresó e interrumpió la escena.

 

Lola no paraba de llorar, el hombre se deshacía en disculpas, mientras curaba, dentro de la medida de lo posible, sus heridas, a excepción de las del rostro que seguía cubierto. “Ya pronto vas a salir de aquí, no te preocupes, princesa”, le decía una y otra vez. Le puso un ungüento que olía a menta y que ardía al contacto con la piel. Las manos del hombre recorrían el cuerpo de Lola, pero ella no sentía asco, ni temor. Le pidió que pasara dos veces la pomada por las heridas para limpiarla.

 

Cuando la liberaron era de noche. La subieron a la cajuela de un auto y sus secuestradores condujeron un buen tramo hasta adentrarse en una vereda fuera del camino. El auto se paró y abrieron la cajuela, Lola pudo sentir el frío sobre su cuerpo. Le desataron los pies y el hombre la ayudó a bajar. El pasto se metía entre sus dedos. Luego cortaron la cuerda de las manos. Lola tenía los brazos entumecidos, apenas y los podía mover. “Hasta acá llegamos, princesa”, escuchó la voz aterciopelada del hombre. Espera diez minutos y quítate la capucha”. Lola comenzaba a sentirse liviana.

 

“Apúrate, imbécil”, escuchó ahora la voz de la mujer. “Quiero preguntarte algo antes de irme, Lola”, ella dio un pequeño saltó, “¿No reconoces mi voz? Tú y yo estudiamos en la misma escuela. Nos conocemos. Es más, podría decir que somos amigos”. El miedo se filtró a través del pasto y recorrió el cuerpo de Lola hasta el centro de su cabeza, donde había sido golpeada. Su costado comenzó a palpitar “Si quieres saber quién soy, puedes quitarte la capucha”. Lola sintió que aquella voz la acariciaba ahora con lascivia, sabía que aceptar significaba morir, pero un impulso, tal vez amoroso y secreto la invitaba a hacerlo. Hubo un largo silencio. Lola se levantó la capucha, apenas podía abrir los ojos, sentía la cara hinchada y amoratada, el olor de la hierba inundó su nariz y el aire fresco volvió a llenar sus pulmones. Cuando finalmente se atrevió a mirar, frente a sus ojos sólo había un paquete cerrado y un par de zapatillas rojas.

 

ILUSTRACIÓN: ANI CORTÉS

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