Se renta fulgor
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Edward Hopper fue uno de los grandes artistas plásticos de la época de la posguerra, que se alejó del arte abstracto de Jackson Pollock, y que retrata no el caos en el trazo sino la soledad existencial de una época previa a las revoluciones y guerras que cambiaron el rostro del siglo XX
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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
En pequeño homenaje a Paul Auster
Sun in an Empty Room (1963) es uno de los últimos grandes cuadros de Edward Hopper, realizado cuando el pintor tenía ochenta y un años. El plan original del óleo incluía una figura humana que terminó por desaparecer y dejó simplemente una luz lista para ser habitada. Afuera del cuadro, en la fachada del edificio de departamentos acariciada por el viento que agita la copa de los árboles recortados por la única ventana, debe haber un letrero tembloroso en el que se lee: “Se renta fulgor.” Hasta el cuarto vacío llega el rumor de la calle.
Algunas noches un hombre pasa frente al edificio de departamentos y se detiene unos segundos para ver el letrero que lo intriga cada vez más. ¿Será acaso la figura humana que Hopper pensaba incluir en la habitación desierta? El hombre sigue su camino solitario. Le gusta recorrer las calles de la ciudad por la noche. Le gusta ver cómo cambia la luz de los semáforos en cruces donde ya no transitan automóviles. Le gusta sentarse en parques desiertos a leer el periódico junto a arbotantes cuyo resplandor atrae polillas.
El periódico que el hombre solitario lee casi nunca es el del día. Prefiere las noticias atrasadas, sobre todo si se relacionan con crímenes sin resolver. La curiosidad lo lleva a pasar las páginas con cierta premura hasta dar con la sección policiaca: allí se siente cómodo. Esta noche la noticia que acapara su atención tiene que ver con un asesinato cometido en una casa junto al mar. La víctima es una mujer cuyo nombre, al igual que el modus operandi, no se revela. El texto se acompaña de una imagen de la escena del crimen.
No se sabe si Hopper también eliminó una figura humana de Rooms by the Sea (1951), el cuadro que se emparenta con Sun in an Empty Room. Sólo se sabe que el pintor llegó a declarar esto:
—Quizá yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.
El hombre solitario relee la declaración recabada por la policía: “Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.” ¿Quién en su sano juicio, se pregunta, puede decir algo así? Vuelve a la escena del crimen. Hay un detalle que lo perturba: el cuadro en la pared del fondo. Por un instante el hombre solitario está completamente seguro que ese cuadro que no se distingue por entero reproduce la escena del crimen: imágenes dentro de imágenes dentro de imágenes. El vértigo disminuye despacio mientras él recuerda una escena marítima de su pasado.
Fueron unas vacaciones magníficas, llenas de sonrisas y silencios dispuestos como habitaciones frescas de cara al océano. El hombre solitario evoca el cuarto donde se hospedó, similar a la escena del crimen. De aquellas vacaciones recuerda con claridad a la pareja que se hospedaba en el mismo hotel. El lugar estaba prácticamente vacío porque era temporada baja. La pareja nunca habló en el tiempo que convivieron juntos; su silencio, sin embargo, era hospitalario. Mediodías de sol que calentaban la piel sin llegar a quemarla. Tardes espaciosas como estancias de una mansión señorial. Noches de marea cuyo murmullo se colaba a un sueño sin sueños. El hombre solitario extraña aquella temporada. Extraña a la mujer que lo acompañaba entonces.
No ha podido olvidar las manos de esa mujer. Para ser sinceros, no ha querido olvidarlas. La destreza con que trazaban bosquejos de la playa vacía por donde ambos caminaban al atardecer. La luminosidad que irradiaban entre las sombras suaves del dormitorio. Luminosa era también la desnudez de la mujer, como una lámpara sembrada en el corazón de la noche. Todo a su alrededor, recuerda el hombre solitario, se iluminaba en cuanto la ropa caía al suelo con una especie de aleteo fugaz. Así él podía hallar su camino en la madrugada. Qué doloroso, piensa, resulta desprenderse de un cuerpo que dio sentido a nuestra existencia o al menos a una parte de nuestra existencia. En esa parte, en ese rincón, quedará para siempre el aroma de la carne que sació un hambre más honda que el hambre.
Pese a que en su obra hay mujeres desnudas, los dibujos eróticos que Hopper hizo de su esposa y musa Jo Nivison no se dieron a conocer sino hasta después de la muerte del pintor. Quizá fue presa de un pudor semejante al que ahora hace que el hombre solitario se ruborice. Aunque simbiótica, la relación de Hopper y Jo no careció de tensiones. Al ser ambos artistas, la rivalidad se presentó en distintos grados. Se casaron en 1924 y fueron inseparables. Vivieron días felices en la casa de South Truro, Massachusetts, proyectada por el propio Hopper.
Es verosímil la tesis de que todas las mujeres retratadas por Hopper se inspiraron en Jo. Conocido por su espíritu retraído y misántropo, el pintor exploró el universo femenino a través de la mujer que estaba a su lado y por la que profesó una fidelidad pictórica. “Las mujeres que aparecen en [los cuadros de Hopper] no son más bellas que la propia pintura, y dependen completamente de los imperativos formales que las han llevado a existir.” El poeta Mark Strand ilustra esta idea suya con Morning Sun (1952), un lienzo que derrocha luz.
El rubor que enciende el rostro del hombre solitario duplica otro rubor: el que ascendió por las mejillas de la mujer de las manos luminosas aquella mañana en que todo terminó.
—Ya no estoy contigo —dijo él mientras se vestía.
La mujer callaba y miraba el sol por la ventana. Después de las vacaciones en el mar las cosas habían ido cuesta abajo como si las arrastrara una avalancha de nieve. Los silencios anteriormente acogedores se habían vuelto inhóspitos, territorios sembrados de minas que podían estallar con el menor movimiento en falso. En algún momento las manos de la mujer dejaron de irradiar luz para convertirse en los transmisores opacos de una frustración almacenada durante años. En algún momento sus facciones se diluyeron para diseñar una máscara de apatía que la hermanaba con las mujeres de la multitud. En una de sus tantas noches de insomnio, mientras la mujer dormía deslucidamente a su lado, el hombre solitario imaginó lo que sería su vida en la vejez si continuaban así. Imaginó los silencios que se extenderían entre ellos a lo largo de días eternos. Y tomó una decisión.
“El aislamiento puede florecer en compañía de otro.” Esta idea de Mark Strand, surgida en su análisis minucioso de Room in New York (1932), resonaba en la mente del hombre solitario cuando soltó las que serían sus últimas palabras para la mujer: “Ya no estoy contigo.” Luego de esta despedida, tomó su saco y se dirigió a la entrada del dormitorio. Se detuvo para mirar atrás. La mujer seguía inmóvil en su posición en la cama. El hombre creyó ver que tenía los pezones erguidos bajo el breve camisón. Con esto salió del cuarto.
La ruptura con la mujer marcó el inicio de una etapa en la que el hombre solitario se empeñó en no sentir nada. Cumplía con su rutina laboral con la precisión de un autómata. En sus ratos libres prefería quedarse en la oficina observando la ciudad con la mente en blanco. Con tal de no volver al departamento que había alquilado, permanecía en el trabajo hasta altas horas de la noche. Su secretaria le preguntaba si todo estaba bien. Él asentía con expresión distraída.
—Yo cierro —decía. Y aspiraba el olor de las oficinas que se vaciaban.
Pasada la medianoche regresaba caminando a casa, aunque la palabra “casa” era demasiado grande para describir la vivienda que lo acogía. En una de esas caminatas se vio de pronto frente a una enorme cafetería que estaba desierta a excepción de una mujer que miraba su taza de café como si en el fondo se cifraran su presente y su futuro. Llevaba la mano izquierda enfundada en un guante. La derecha estaba desnuda, y en esa desnudez relampaguearon por un instante las manos de la mujer que el hombre solitario abandonó. De Automat (1927) dice Mark Strand: “Si lo que la ventana refleja es verdad, entonces la escena tiene lugar en el limbo, y la mujer sentada es una ilusión. Se trata de una idea inquietante: si la mujer piensa en ella misma en ese contexto, no es posible que sea feliz.” Pero ¿qué es la felicidad, se preguntó el hombre solitario, si no la fruta que espera en el frutero su turno de ser devorada o desechada, el calor fugaz que emite un radiador en la esquina de un cuarto frío? Como sabía que nadie le respondería, prosiguió su camino entre sombras.
Durante la época en que se empeñó en bloquear sus sentimientos, el hombre solitario tuvo una serie de sueños con mujeres desconocidas. Sumamente vívidos, los sueños lo transportaban a sitios en los que nunca había estado pero que por alguna razón le resultaban familiares. En todos los sueños las mujeres aparecían invariablemente de pie en umbrales de casas ubicadas en ciudades, pueblos o parajes desiertos. Se diría que ellas eran las únicas habitantes de esos lugares, amas y señoras de la desolación sobre quienes soplaba el aire de la espera. A veces las mujeres de los sueños separaban los labios para decir algo que se perdía sin remedio en el paisaje que las circundaba. A veces guardaban un silencio inquisitivo y hacían gestos sugerentes, como abrirse unos centímetros la ropa para develar el valle de los pechos.
En un único sueño el hombre solitario vio a una mujer en un interior. Fue uno de los sueños más intensos, tan real como un pedazo de vida vivida en otra parte y otro tiempo. La mujer se hallaba en un cuarto de hotel y observaba al hombre sin mover ni un músculo del rostro. Sin decir palabra, se incorporaba para mirar a través del ventanal que recortaba un fragmento de paisaje vacío. El silencio era interrumpido apenas por el ronroneo del motor del automóvil localizado afuera de la habitación. A bordo del auto no había nadie.
Los observadores de Western Motel (1957), dice Mark Strand, “somos la auténtica razón de que todo parezca haberse detenido en el cuadro […] Quizá por eso no nos sentimos excluidos. Nadie nos pide que nos vayamos. Es nuestro momento. Podemos entregarnos a esta quietud”. Lugares de tránsito pero también de espera, los hoteles ocupan un sitio especial en la obra de Hopper. En cuadros como Hotel Room (1931), Hotel Lobby (1943) y Hotel Window (1955) se siente la atmósfera melancólica que generan quienes están de paso: los inquilinos del limbo. En ese limbo hopperiano también hay cabida para la lectura, la actividad que puebla la soledad de gente remota que se vuelve sumamente cercana. En cuadros como Hotel Room, Compartment C Car 293 (1938) y Excursion into Philosophy (1959), leer es otra forma de estar a solas.
Al cabo de soñar con mujeres desconocidas, el hombre solitario se notaba imposibilitado para concentrarse en las lecturas que debía hacer por cuestiones de trabajo. A medida que pasaba las páginas sentía la proximidad de una presencia femenina que emitía un calor inconfundible.
Meses después de abandonar a la mujer de las manos luminosas, el hombre solitario la distinguió a través del ventanal de una oficina en la ciudad. Era una mañana en que el sol golpeaba el mundo como un puño amarillo. En un principio el hombre no reconoció a la mujer. El corte e incluso el color del pelo, el vestido que dejaba los hombros al desnudo, la actitud extrañamente soñadora: los rasgos no encajaban con el recuerdo de la mujer que guardaba el hombre. Por varios segundos él permaneció inmóvil, contemplándola desde la acera soleada. Pero entonces la mujer hizo un leve movimiento con el papel que sostenía y el pasado embonó con el presente: las manos, allí estaban las manos que el hombre solitario había llegado a conocer tan bien como las suyas, las que lo habían arrancado de raíz del aislamiento. Día tras día durante dos semanas él pasó frente a la oficina donde había visto a la mujer de las manos luminosas. Día tras día se topó con el mismo vacío. Día tras día alcanzó a oír el timbre del teléfono que sonaba en un escritorio sin que nadie lo atendiera.
Después de encontrar azarosamente a la mujer de las manos luminosas, el hombre solitario comenzó a buscarla por teléfono. Siempre respondía una voz desconocida. Un domingo a primera hora de la mañana el hombre fue al edificio donde ella vivía. Lo recibió un conserje taciturno.
—Nunca he visto a una mujer como la que usted describe —dijo el conserje—. El departamento que me indica está ocupado por una familia desde hace tiempo.
El hombre solitario tosió para disimular su turbación y se despidió. Luego se dedicó a deambular por las calles desiertas.
En un vano intento por combatir el desengaño, el hombre solitario se entregó a un torbellino de sexo con mujeres a las que contrataba por un par de horas. A todas las citaba en habitaciones de distintos hoteles de la ciudad; a todas les pedía que se esmeraran con las manos. Programaba sus citas sexuales para sábado o domingo por la mañana. Le gustaba dejar abiertas las ventanas de las habitaciones para observar cómo el sol se deslizaba por la piel consagrada al frenesí carnal. Esa luminosidad le recordaba a la mujer abandonada.
En una ocasión una de las mujeres contratadas quiso saber más del hombre solitario.
—¿Por qué te gusta el sexo pagado? ¿Estás muy solo? —le dijo.
Él se demoró unos segundos en contestar.
—Ya no estoy contigo —dijo, y con esto se despidió dejando a la mujer junto a la ventana.
En otra ocasión se sorprendió al ver cómo sobre el cuerpo de la mujer contratada se empotraba el fantasma de la mujer de las manos luminosas. Mientras el viento hinchaba las cortinas de la habitación, sintió que una lágrima lenta le corría por la mejilla.
Escribe Mark Strand: “[Los cuadros de Hopper] son profundamente sugerentes. Cuanto más impostados y teatrales resultan, más nos mueven a preguntar qué sucederá después; cuanto más parecidos a la vida, más nos impulsan a construir el relato de lo que ha acontecido antes.” Antes: una palabra que irrumpe en la mente de todos los que observan la obra hopperiana. ¿Qué sucedió antes de que el hombre de Gas Station (1940) llegara a la estación de servicio en medio de la nada; qué ocurrió en su vida que acabó por arrastrarlo a tal desolación? ¿Quiénes habitaban la mansión de House by the Railroad (1925) antes de que esta terminara convertida en “una tumba, un monumento a la idea de encierro, un majestuoso símbolo de rechazo […] un elaborado ataúd bajo la luz del sol”, en palabras del mismo Strand? ¿Qué acontecimientos se debieron producir antes de que la extraña pareja de Summer in the City (1950) se encontrara en una habitación envuelta en un silencio profundo y evidentemente tenso; por qué el hombre hunde la cabeza en la almohada como avergonzado de su desnudez?
Antes: la palabra gira en la cabeza del hombre solitario como si fuera una polilla desprendida del arbotante que lo baña con su resplandor anaranjado. ¿Qué había antes de la mujer de las manos luminosas, antes de que las miradas de ambos se cruzaran por azar en una cafetería? Él intenta visualizar su vida previa a la aparición de la mujer. De momento su memoria puede brindar una sola imagen: una casa de dos plantas en la noche. No hay nadie en la planta baja profusamente iluminada. Sobre la construcción pende una nube de abandono. En la planta alta, no obstante, refulge tenuemente una ventana. ¿Será una invitación para acceder a un entorno menos hostil que el que ofrecen las sombras nocturnas, la constatación de que ninguna soledad es para siempre? ¿Qué es una casa sino la posibilidad de un hogar? El hombre solitario parpadea con fuerza para que la casa construida justo frente a sus ojos se desvanezca en el resplandor del arbotante. ¿Qué es un hogar, piensa, si no la posibilidad del destierro? Sacude la cabeza. Vuelve a concentrarse en el periódico que leía.
La noticia del asesinato cometido en una casa junto al mar le ha dejado una punzada. ¿Seguirá siendo hogar un sitio donde se derrama sangre?, se pregunta mientras repasa el texto en busca del origen de esa molestia que lo aguijonea cerca del corazón. El esposo de la mujer asesinada había ido a velear con unos amigos que ofrecieron la coartada perfecta. La mujer asesinada no se les había unido porque, de acuerdo con el esposo, se sentía indispuesta. La noche anterior ambos habían bebido unas copas de más durante una cena.
—Fuimos al mar para tomar distancia de nuestras cosas. Quizá yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.
Algo en las palabras del esposo, en su rostro bronceado captado en una fotografía junto a la escena del crimen, hace desconfiar al hombre solitario. En el segundo plano de la foto del esposo se puede distinguir a una mujer con el rostro desdibujado en un afán por evitar la cámara. El hombre solitario reconoce finalmente el origen de la punzada. La mujer asesinada, lo sabe ahora, estaba muerta cuando su esposo fue a velear.
El matrimonio, se dice el hombre solitario, es una escena del crimen. A veces hay un solo culpable, a veces los culpables son dos. No es necesario que haya sangre para que existan criminales. Y con esto dobla el periódico, lo deposita en la banca, se incorpora y sale del parque.
Pese a las tensiones experimentadas sobre todo al principio, el matrimonio de Edward Hopper y Jo Nivison fue sólido y duradero: se extendió cuarenta y tres años, hasta la muerte de Hopper en mayo de 1967. Jo siguió sus pasos casi un año después, en marzo de 1968. ¿Qué habrá pensado Jo al verse desdoblada y multiplicada en las mujeres que habitan los cuadros de su esposo? ¿Se habrá identificado a conciencia con al menos una de esas soledades femeninas? ¿Cómo habrá lidiado con la desolación universal que Hopper buscó retratar?
Un enjambre de preguntas ronda al hombre solitario mientras deambula sin rumbo por las calles de la noche. Al llegar a una esquina se detiene, atajado por la luz que se derrama de una ventana. Recortada por el cristal alcanza a observar la mitad del cuerpo de una mujer. Algo en ese cuerpo mutilado por la perspectiva lo hace pensar en la mujer asesinada en la casa junto al mar. Nunca te conoceré, se dice, y sin embargo ya formas parte de lo que soy. Con estas palabras continúa su camino, atravesando el vacío nocturno.
La claridad casi diurna que emite una cafetería abierta las veinticuatro horas interrumpe el vagabundeo del hombre solitario. Sin meditarlo demasiado, como si fuera una de las polillas atraídas por el arbotante del parque, entra en el local y se sienta frente a la barra.
—¿Le sirvo café? —pregunta el único camarero, un joven en cuyo rostro se dibuja el gesto inconfundible del insomne al que la noche pertenece por decreto.
—Por favor —dice el hombre solitario, pestañeando para acostumbrarse al centelleo que acuchilla la oscuridad.
Una vez que la taza de café humea entre sus dedos, él la contempla por espacio de algunos segundos. Su mirada debe estar en otro lado pero aguarda el instante preciso para levantarse. Ahora, se dice, y sus ojos se alzan hacia un extremo de la barra.
La mujer acodada junto a un hombre de semblante meditabundo no es particularmente hermosa y sin embargo toda la luz de la cafetería parece condensarse en ella. Aunque no exactamente en ella, se corrige el hombre solitario, sino en una parte específica de su cuerpo: las manos. Mientras trata de descifrar el lenguaje silencioso de las manos de la mujer, toma una determinación. En un santiamén sabe lo que hará al día siguiente en vez de cumplir con la aplastante rutina laboral en la que ha malgastado una parte sustancial de su vida.
Sabe que se despertará temprano, se duchará y arreglará como cuando acude a una cita importante. Sabe que se preparará un desayuno frugal para no recargar el estómago agitado por una misteriosa emoción. Sabe que dejará su vivienda despidiéndose mentalmente de sus pertenencias. Con paso resuelto, enfilará hacia el edificio donde cuelga el letrero que reza “Se renta fulgor”. Llamará al timbre del conserje y pedirá que se le muestre el departamento que se alquila. Un par de billetes logrará que nadie lo moleste el resto de la mañana. Una vez habituado a la quietud hinchada de sol, el hombre solitario visitará despacio las estancias del departamento vacío hasta dar con el rincón preciso, el lugar desde donde la mujer de las manos luminosas querrá contemplar la calle sin hablar cuando se decida a volver a casa.
Dice Mark Strand: “La gente a la que Edward Hopper pinta parece no tener nada que hacer. Son como personajes que se hubiesen quedado sin un papel que desempeñar, y ahora, atrapados en el espacio de su espera, deben hacerse compañía, sin lugar adonde ir, sin futuro.”
FOTO: Western Motel (1957), obra de Edward Hopper./ Especial
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