Gaspar Noé y la inmolación lumínica

Jun 19 • Miradas, Pantallas • 6237 Views • No hay comentarios en Gaspar Noé y la inmolación lumínica

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En Lux AEterna se retrata la obsesión de la infeliz Béatrice por realizar una cinta de brujería, al punto de experimentar ella misma un caótico rodaje que la orilla al delirio

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POR JORGE AYALA BLANCO
En Lux AEterna (Francia, 2019), hiperagresivo sexto largometraje en el límite de la duración mínima (51 minutos) del ultraprovocador vanguardista interno francoargentino de 56 años Gaspar Noé (Irreversible 02, Entrada al vacío 09, Love: Amor en 3D 15, Clímax 18), con guion suyo improvisado sobre la marcha tanto como en la edición efectuada al lado de Jérôme Pesnel, la delgadísima actriz dinástica francesa llena de carga eromitológica Charlotte (Charlotte Gainsbourg bendita a perpetuidad por la Ninfomanía de Von Trier 13) platica animadamente, en la nocturna penumbra rojiza de su habitación con chimenea, acerca de la figura de las brujas en la Historia del Cine, con la desparpajada actriz madura hoy empeñada en probarse como realizadora de películas Béatrice (Béatrice Dalle arrastrando todas las mitologías histéricas de la Betty Blue de Beineix 86 y la H Story de Suwa 01) y de repente, dentro de su cínico intercambio de confesiones íntimas y de espontáneos juicios personales en torno a la Brujería, son asaltadas por el recuerdo, revivido por insertos, del clásico protosurrealista sueco La hechicería a través de los siglos (Christensen 22) y de la atroz caída sobre una enorme hoguera de la implorante hechicera anciana atada a un palo inquisitorial en Días de ira del danés místico-psicótico y genial Carl Th. Dreyer (43, cuya anónima intérprete en cuestión permaneció amarrada sobre el fuego durante dos horas), todo ello como prólogo al brutal caos en que habrá de convertirse, poco a poco pero de manera implacable, la primera jornada de rodaje de la imposible ópera prima de esa desesperada e infeliz Béatrice, desbordada por su inexperiencia controladora, presa de pavorosa ruptura con la realidad inmediata, contagiada de la paranoia de las brujas medievales, disminuida por todos los copartícipes, saboteada por la inepta desorganización antiprofesional generalizada, por sus escépticos técnicos machistas (Félix Maritaud, Loup Bancovic, Paul Hameline), por un asistente internacional sólo pensando en sacar raja para una futura producción propia (Kurt Glusman), por la intromisión en el set de periodistas inoportunos (Tom Kan), por el vedetismo del fotógrafo veterano que autolucidoramente pretende usurpar el rol de director (Max), abandonada espiritualmente por una Charlotte a quien de súbito preocupa cierto telefonema sobre un accidente ocurrido a su lejano hijito, y traicionada sin querer por sus más fieles colaboradoras (Yannick Bono, Stéfania Cristian) que maquillan y maldesvisten a la carrera a una de las brujas (la bellísima estadounidense Abbey Lee), permitiendo que estallen anárquica e inspiradoramente durante la malograda filmación las atronadoras músicas previstas como fondo (la Quinta sinfonía de Mahler, Cástor y Polux de Rameau, el “Aquarius” de El carnaval de los animales de Saint-Saëns, la Marcha fúnebre de Chopin et al.), antes de que una intensa luminosidad estroboscópica envuelva a las tres presuntas hechiceras sensualmente amarradas en lo alto de sus piras de tormento cual si éste fuese real, hasta fulminar con su intolerable poder extrasensorial a todos los presentes a esa inmolación lumínica.

 

La inmolación lumínica exhibe como procedimiento notorio hasta la manía inextirpable y el exhibicionismo perturbado/perturbador la pantalla dividida, la split-screen o polivisión como heroína estrella, al estilo del insigne cuadridivisor inglés Mike Figgis (Código de tiempo 00) o de alguna aventadísima aunque ignorada película pionera boliviana (tipo Dependencia sexual de Ricardo Bellot 03), cuya dualidad impregna todo lo que toca, sea la fotografía desatada del cómplice habitual noeiano Benoît Debie que oscila deliberadamente entre el manierismo hermético y el capricho emético, sea la escenografía de Samantha Benne demolida desde sus foros infestados de ebriedad baudelairiana hasta en sus más lúgubres pasillos hechizos, sean los maquillajes de Rie Gibson de precisa pero malvada extravagancia, porque esa persistente división, tanto material como del concepto, representa lo irrepresentable a través del más sencillo pero a la vez el más desconcertante e irresoluble-indescifrable de los criptogramas, consuma de mil maneras la quema de las brujas históricas por medio de la incineración mental y corpórea de las brujas-actrices ahistóricas, indica una ruptura valorativa (a lo Michelet/Barthes) y equivale a la hoy reivindicada idea de las brujas como mártires del empoderamiento feminista avant la lettre.

 

La inmolación lumínica va precedida y bien provista por un seriecísimo aunque irónico epígrafe en clave de Fiodor Dostoievki sobre la epilepsia (“Ustedes tienen buena salud pero no pueden imaginar la felicidad suprema que siente el epiléptico un segundo antes de la crisis: toda la felicidad que se recibe en una vida no la cambiaría por esto, por nada en el mundo”) y ese a modo de insólito encomio a la epilepsia, una epilepsia programática y aspiracional, una epilepsia que es imprevista descarga de fatales/bienhechoras descargas, una epilepsia del ser y de la cinefilia inveterada, una epilepsia en los límites de la realidad y de la atracción pre/postpsicodélica, una epilepsia que de patología neuronal ha devenido infinito gozo-descarga primero parcial luego total de las recónditas zonas del encéfalo fílmico, una epilepsia-orgasmo cósmico, una epilepsia que eleva a causa final eterna la identificación de los polos paranoico-esquizofrénicos del delirio (hubiesen dictaminado acaso Deleuze-Guattari), una epilepsia al fin alcanzada como culminación audiovisualista de la catastrófica película epiléptica por excelencia en éxtasis.

 

Y la inmolación lumínica se manifiesta finalmente como un acabose Irreversible en su reincidente Entrada al vacío, un renovado Love: amor en 3D que llega a su Clímax e intentando otra vez rebasarlo sin lograr viajar más allá de esa experiencia límite y extrema, en coitocircuito consigo misma pero que jamás podría así satisfacerse.

 

FOTO: Especial

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