George Steiner: el menos común de los lectores

Jun 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 3438 Views • No hay comentarios en George Steiner: el menos común de los lectores

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Entre quienes apelan al lector común y a su tradición, tras Denis Donoghue y Frank Kermode, es George Steiner quien mayor incomodidad causa en su exégeta, Christopher J. Knight. En Uncommon Readers (2003), Steiner destaca, no sólo por su religiosidad, como veremos, sino por haber rechazado una “teoría” literaria que no reunía las condiciones de Popper para presentarse como tal, según lo expone quien es autor de un libro cuyo subtítulo es, precisamente, Denis Donoghue, Frank Kermode, George Steiner and the Tradition of the Common Reader.

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Aunque comparte con Donoghue y Kermode una presencia canónica en la prensa literaria (sustituyó a Edmund Wilson en The New Yorker –“elitismo” subrayado por Knight levantando las cejas– y hasta la fecha, a punto de cumplir los noventa años, colabora en The Times Literary Supplement–), Steiner no parece esperar un “lector común” en el vecindario, como el irlandés o el nativo de la isla de Man. Ni el católico Donoghue ni el anglicano Kermode comparten la espiritualidad talmúdica de Steiner ni su pasión continental por la Historia. Sin aspirar a ser un filósofo, Steiner posee una cultura filosófica no sólo profunda sino ambiciosa (pedante, según sus malquerientes) y su visión de la crítica literaria, empieza en Heidegger y culmina en Wittgenstein. Ello –el propio Steiner admite esa primera paradoja– lo acerca más de lo que quisiera a la deconstrucción, a Jacques Derrida y Paul de Man. Está más cerca de ellos que de Donoghue y Kermode porque para él, la literatura sucede, no digamos en el texto sino en el Libro, sacralización bíblica de la escritura que sus colegas angloparlantes (e insulares) se cuidan de compartir, más cercanos al laboratorio de la crítica práctica y a sus mecanismos de prueba y error. En contraste, el pleito de Steiner con la deconstrucción, asume Knight, no es tanto metodológico como soteriológico. Es decir, el problema no son los medios, sino el fin.

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Su peor pesadilla es el Libro destazado por la interpretación infinita de los profesores, no porque el talmudista Steiner no considere infinita la interpretación, sino porque no la quiere dejar en manos de los gentiles quienes además, no han leído, a diferencia de él, a Heiddeger, Wittgenstein y Cía., en alemán, que es una de las lenguas maternas del cosmopolita. Si el arte moderno es abstracción, sólo una religiosidad verdaderamente abstracta, la judía, puede comprenderlo y por ello en Presencias reales (1989), Steiner los festeja, con toda razón, como los grandes historiadores del arte.

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Junto a su judaísmo, que según Knight lo convierte en mejor lector del Nuevo Testamento que sus colegas protestantes, en Uncommon Readers, está bien detectado el pesimismo cultural steineriano, previo al de la Escuela de Fráncfort, que suele monopolizarlo. Viene de Spengler y su Decadencia de Occidente (1918–1922), fuente fáustica del agradecido desprecio de Steiner por los Estados Unidos, a los cuales definió, famosamente, por ser, tan sólo, el gran archivo europeo. Aunque nació en París en 1929, Steiner –agrega Knight– es hijo de esa República de Weimar, su contemporánea, fuente de decadentismo.

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Como Conor Cruise O’Brien y otros que se han opuesto al conocido dicterio de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, Knight es escéptico frente a la paradoja subsecuente, la que debería impedirle a un comandante nazi dedicado al exterminio disfrutar, tras una jornada en los crematorios, de Bach o de Beethoven. Esa asfixiante presunción responde a un panhelenismo obsesionado por la belleza clásica como pedagogía. Se cree que el arte debería hacer mejores a las personas, lo cual gracias a la pareja Hölderlin/Heidegger, mete en problemas a Steiner frente a un modernismo, cuyos inicios, al menos en términos germánicos –en principio y en todos los casos–, se significaron en todo aquello que fuese desagradable y hasta repugnante para el conformismo biedermeier.

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Nadie como Steiner ha vindicado el argumento de autoridad como la vara de medir del crítico, lo cual desagrada a algunos porque sus bofetadas, a conveniencia suya, vienen lo mismo de Jerusalén que de Atenas. No lo dice Knight, sino lo arguyen otros de sus críticos: la reverberación talmúdica torna irreprochable a Schönberg, mientras que para rechazar el rock basta con atenerse a la noción kantiana de belleza, acorde, más o menos, con la griega.

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Steiner no cree indigno a ningún ciudadano (aunque se le haya reprochado, desde el multiculturalismo, una noción ateniense de ciudadanía), de gozar de los placeres del arte y es allí donde rechaza la deconstrucción como una suerte de herejía –lo supongo yo– que nombra a lo innombrable, autoridad, insisto, hasta cierto punto rabínica que Steiner se arroga. Su germanidad seminal es, así, harto compleja. Como moderno-antimoderno, considera que rebasado el horizonte clásico-romántico se impone lo posthumano y con Heidegger termina su sendero, al mismo tiempo, esa nostalgia del paraíso perdido junto a su negación francesa y postestructuralista (bien sembrada en el campus norteamericano): el bizantinismo antihumanista esparcido por el giro lingüístico. En qué medida la “renazificación” de Heidegger, que muy recientemente dejó de ser sólo un largo y desagradable episodio de embrujo del sabio en la casa totalitaria para convertirse, al parecer, en una forma histórica de su pensamiento, vuelve en mi opinión irresoluble –hasta para el propio Steiner– la pregunta de si el antihumanismo de la deconstrucción viene también del horror militante que la Ilustración le causó a los filósofos alemanes.

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Pese a todos estos asegunes, no menores, Knight no vacila en decir que, en la tradición del lector común bautizada por Virginia Woolf, la prosa crítica más limpia es obra de Frank Kermode y aquella más tocada por la gracia se debe a Denis Donoghue, aunque la más profética sea la de Steiner. Ninguno de los tres ha pretendido servirse de la literatura para crear una ciencia o su remedo y por ello los tres son sus servidores más comprometidos, eficaces y elegantes. Christopher J. Knight asume que la predilección del trío por la música como la primera de las artes no es casual, pues son los críticos (en lengua inglesa, agrego yo) con el mejor oído para el ritmo y la armonía. George Steiner nunca ha dudado que la crítica sea imitación y por ello su más alta aspiración no puede ser sino la elegía. Una elegía que desde el mediodía del siglo pasado seguimos, fascinados, escuchando.

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FOTO: Tomada del libro Los libros que nunca he escrito, de George Steiner, Madrid, Siruela, 2006, 238 pp.

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