Gilles Bourdos: la pintura no se explica
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRASLas películas biográficas o biopics sobre artistas, ese subgénero explorado y explotado hasta el cansancio no sólo por Hollywood sino por cinematografías de otras latitudes, no suelen atraerme porque por lo común las encuentro demasiado artificiosas, muy supeditadas a los rasgos escabrosos o excéntricos del sujeto retratado y poco atentas a los procesos de creación, que es al fin y al cabo lo que perdura: el creador debe callar para que su obra hable. Fieles a la idea de Paul Cézanne, con la que estoy en total desacuerdo (“Lo más seductor del arte es la personalidad del propio artista”), las biopics se lanzan a mostrar las bambalinas del acto creativo en un intento por gestar relatos que cautiven al espectador más pendiente de la forma vitalista —qué tipo de drogas ingería el pintor, cuántas mujeres pasaron por su cama y en qué estado terminaron— que del fondo alcanzado mediante dicho vitalismo. Una excepción hermosa e inteligente a estas reglas no escritas de las biopics la constituye Renoir (2012), el cuarto largometraje del francés Gilles Bourdos, que retoma desde otro ángulo un tema estudiado con minuciosidad obsesiva en La bella mentirosa (1991), la adaptación balzaciana de Jacques Rivette: el nexo problemático entre el artista y su modelo. Pero Renoir va más allá al recuperar el triángulo integrado por Pierre-Auguste Renoir (1841-1919), su segundo hijo Jean (1894-1979) y Andrée Heuschling alias Catherine Hessling (1900-1979) —última modelo de aquel y primera esposa de este— y proponerlo no como detonador de una rivalidad masculina sino como vehículo de una curiosa convivencia filial. Basado en Le tableau amoureux, biografía novelada de Jacques Renoir —tataranieto de Pierre-Auguste y sobrino nieto de Jean—, Renoir es un entrañable retablo familiar en el que se advierten los trazos profundos de los individuos que le dieron origen.
A diferencia del grueso de las biopics, que en vano buscan sintetizar una vida en dos o tres horas de proyección, Renoir se ciñe a una etapa específica: el verano de 1915, cuando Pierre-Auguste (Michel Bouquet, inmejorable) se halla en su finca de Cagnes-sur-Mer, en la Costa Azul, consagrado por entero a la pintura mientras sobrelleva un reumatismo cada vez más feroz y la tristeza por la muerte de Aline Charigot, su modelo en cuadros clásicos como Almuerzo de remeros, con quien se había casado en 1890. A la finca llegan, por caminos separados, Andrée Heuschling (Christa Theret), enviada por Henri Matisse, y Jean Renoir (Vincent Rottiers), herido en una pierna en la Primera Guerra Mundial: los vértices amorosos del triángulo en el que Pierre-Auguste juega el papel del patriarca melancólico y exigente pero capaz de la benevolencia. Al centrarse en un lapso histórico reducido, Renoir plantea ampliar visualmente la declaración de principios del artista que se distanció del impresionismo para recorrer una ruta más cercana a lo carnal: “Mi preocupación siempre ha sido pintar desnudos como si fueran frutos espléndidos”. Apoyado en la fotografía extraordinaria de Mark Lee Ping Bin, Gilles Bourdos diseña un auténtico viaje sensorial en el que los colores de Pierre-Auguste Renoir —“Los colores de mi infancia”, confiesa el director— se ponen al servicio de la contemplación de la mujer y restablecen el cuerpo femenino como elemento luminoso de la armonía natural. Ahora que en gran medida el cine parece haber olvidado su función observadora en aras de la acción, Renoir nos regresa los privilegios de la vista que se detiene y entretiene, que goza. “La pintura no se explica: se mira”, dice Pierre-Auguste a su hijo Jean, aludiendo a las cortesanas de Tiziano expuestas en el Museo del Louvre, y esa reprimenda queda como una gran lección para el espectador contemporáneo.
FOTO: Renoir es un entrañable retablo familiar