Voltaire, Mill, Todorov y el fin de los argumentos

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El periodismo es hoy un medio que poco a poco encuentra menos margen de maniobra para abordar temas incómodos para los representantes del gobierno en turno

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POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Despectivamente, se comienza motejando y descalificando, luego se pasa al insulto y después a la amenaza de agresión, que muchas veces se cumple, y, en el extremo más grave, a la sentencia de muerte que, algunas veces, se ejecuta. ¿Los motivos? Políticos. Por diferencias ideológicas, pero, sobre todo, por desprecio al otro y por amor propio, por intolerancia ante la crítica y por ausencia de argumentos. Peligrosa es la gente que tiene una sola idea y persiste en ella, y más aún cuando, además, dispone de algún poder. Por supuesto, es peor en tanto mayor sea el poder.

 

Los debates de ideas deberían exhibir, siempre, argumentos, pero cuando alguien ya no los tiene, y además ha perdido la paciencia, se mesa los cabellos, pega un brinco y se abalanza sobre su “adversario” mostrándole sus puños y sus dientes. Los acomedidos lo detienen y evitan la agresión. Pero a veces todo es tan rápido que es imposible detenerlo. Y hay quienes, heridos en su amor propio, porque “perdieron” una discusión, van a su casa y regresan con un arma. Para ajustar cuentas de “honor”.

 

En El filósofo ignorante (Fórcola, Madrid, 2010), Voltaire, autor también del Tratado sobre la tolerancia, escribió: “Ser verdaderamente libre es poder. Cuando puedo hacer lo que quiero, ahí está mi libertad; pero yo quiero necesariamente lo que quiero; de otro modo querría sin razón, sin causa, lo cual es imposible. Mi libertad consiste en andar cuando quiero andar y no padezco de gota. Mi libertad consiste en no cometer una mala acción cuando mi mente la concibe necesariamente mala; en subyugar una pasión cuando mi mente me hace sentir su peligro y cuando el horror de esa acción lucha poderosamente contra mi deseo”.

 

Y añade: “Es extraño que los hombres no estén contentos con esa medida de libertad, es decir, del poder que han recibido de la naturaleza de hacer en diversos casos lo que quieren; los astros no lo tienen: nosotros lo poseemos y algunas veces nuestro orgullo nos hace creer que poseemos todavía más. Nos figuramos que tenemos el don incomprensible y absurdo de querer, sin más razón, sin más motivo, que el de querer”.

 

André Comte-Sponville recomienda, una y otra vez, que en todo momento seamos razonables en lugar de querer tener razón. El problema es que todo el mundo quiere tener razón, aunque no sea razonable, aunque no actúe razonablemente.

 

Morir por una causa noble y justa es socialmente aceptado. A esos que mueren por dichas causas se les llama mártires y, generalmente, se les levantan monumentos. Pero morir por una idea, esto es, por una abstracción, es algo tan insensato y ridículo que así tendríamos que entenderlo quienes trabajamos con palabras y con ideas, esto es con representaciones y no con cosas concretas. Pero no todo el mundo está dispuesto a comprender esto, porque ¡antes muerto que no tener razón!

 

Conozco a intelectuales inteligentes (y no todos los son) que se ponen como locos peligrosos cuando discuten sobre futbol. No es que finjan pasión deportiva, es que son tan apasionados, auténticamente, como si unos momentos antes no hubiesen estado leyendo a Leibniz. Es imposible juzgarlos porque, unos más y otros menos, todos ponemos nuestra pasión en algo que muy bien podría ser ridículo para los demás. Y hay derecho para ello, porque existe libertad.

 

Pero esto demuestra que la escolarización, y aun la más alta escolarización, no sirve para atenuar del todo nuestros instintos primitivos: venimos de una historia de agresividad que nos permitió sobrevivir como especie. Aunque uno desearía que la escuela fuera siempre realmente educación y no sólo escolarización y que sirviera para pensar bien y para obrar mejor. Por ejemplo, se habla siempre, como una virtud, de la formación de un “pensamiento crítico”, pero cuando este pensamiento crítico se expresa como oposición al pensamiento de la mayoría (y no hay que olvidar que el pensamiento crítico va siempre contra la corriente) y, especialmente, de la mayoría que está con el poder o en el poder, dicho pensamiento suele ser deslegitimado, atacado y, en no pocas ocasiones, aplastado. Se celebra un “pensamiento crítico”, ¡pero alineado al poder! ¿Por qué? ¡Porque este poder es bueno! Y hay que loarlo.

 

Y, sin embargo, no puede esperarse otra cosa aun en los países democráticos, no se diga ya en los regímenes dictatoriales y autoritarios. El pensamiento crítico es, por definición, el que no se alinea, aun ante la exigencia y la censura del optimismo y la celebración de la militancia, la convicción, el convencimiento de que las cosas como están, o como se están haciendo, no necesitan de la crítica aguafiestas. Desde el “poder bueno”, aunque las cosas no vayan bien, o vayan mal, lo que se exige no es crítica, sino apoyo incondicional.

 

Disentir es dialogar. Debatir no es malo en una sociedad abierta siempre amenazada, como dijera Karl R. Popper, por los enemigos que la desean cerrada, cercada, aislada, sin voces cuestionadoras. En términos de cultura, como escribiera Gabriel Zaid, una cultura sin diálogo, sin diferencias, homogénea, sin diversidad, sin pluralidad, monolítica, no es una cultura sana. Para serlo, necesita evitar los uniformes y la uniformidad. Pero no son buenos tiempos, hoy, en México, para este ejercicio dialógico. Son tiempos difíciles.

 

Primero nos la metieron doblada (¡ay, camarada!) y después el mismo perpetrador (gente amiga, por cierto, y amigable) sentenció: “Ya les dimos el primer trancazo en el hocico” (PIT II dixit). De esto se trata la cultura hoy, desde el poder y la militancia: de abuso sexual simbólico (violación redoblada) que perdonan hasta las militantes feministas de la 4T que suelen repudiar los piropos y el acoso sexual; y de animalidades también: los críticos no tienen bocas, tienen hocicos, muy probablemente perrunos, que hay que cerrarles a trancazos.

 

Después, desde la más alta tribuna del país, se descalificó a la sociedad civil y se insultó a los opositores y críticos; se vilipendió a la prensa crítica (si no es leal, es chayotera); se desautorizó y desprestigió a las comisiones de derechos humanos (como cómplices de la violación de derechos), y se criminalizó a los creadores culturales, aunque entre los criminalizadores haya también beneficiarios de lo mismo que criminalizan. Y todo esto lo hicieron quienes antes eran unos garantes de la crítica frente al poder…, sí, pero frente al poder al cual no pertenecían. Y a ello hay que sumarle la santificación del Señor Presidente: “Auténtico Hijo Laico de Dios Iluminado” (Muñoz Ledo dixit).

 

Lo que ha seguido después es sólo una consecuencia de ese caldo de cultivo, ¡hasta para los compañeros de ruta! Octavio Rodríguez Araujo (ahora también fifí, machuchón y lo que se le quiera agregar con escarnio), izquierdista, se retiró del periodismo crítico con las siguientes palabras: “Nunca pensé que el triunfo de un movimiento que apoyé por muchos años se convertiría no sólo en una decepción, sino en una amenaza a la libertad de expresión que disfruté por varias décadas, que han disfrutado muchos articulistas también”.

 

Ejercer la crítica periodística hoy se volvió peligrosísimo hasta para quienes creían que antes de este gobierno, votado tan esperanzada y multitudinariamente, era ya peligrosísimo. Así lo han sabido otros periodistas críticos, entre ellos, recientemente, Héctor de Mauleón y Guillermo Sheridan, quienes han recibido amenazas de muerte por lo que escriben y publican. De Mauleón concluyó: “Esto es consecuencia del odio que se siembra todos los días desde la mayor tribuna del país”.

 

“Que detengan esto”, pidió públicamente. Es lo mismo que pidieron los ombudsperson de más de cien países en apoyo a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, lamentando las expresiones denigratorias y del más extremo desprecio y la más severa descalificación del presidente de México contra la CNDH, pues “desprestigiar la tarea de la CNDH se percibe internacionalmente como falta de respeto hacia la institución y a los derechos fundamentales de las personas a quienes protege”. Más aún: La Alianza Global de Instituciones Nacionales de Derechos Humanos expresó que “la magistratura moral es la principal fuente de autoridad de nuestras instituciones, de modo que cualquier anotación en este sentido resulta de gravedad”.

 

Todos los días el presidente del país habla de paz, de concordia, de bondad, de moral, de felicidad, en sus conferencias matinales, pero, también, todos los días lanza ofensas, descalificaciones, dicterios, invectivas contra sus “adversarios”, que lo son únicamente porque no son sus “partidarios”, porque no lo alaban, porque no lo ensalzan, porque no lo adulan, porque no lo aman, porque no lo idolatran. Es una desmesura. La descalificación que hizo recientemente de la labor periodística de la revista Proceso, en el regaño que tuvo que capear el reportero Arturo Rodríguez, en una situación de inferioridad frente al poder, es más que preocupante. Dando clases de periodismo, volvió a lanzar a sus partidarios contra la prensa que no lo elogia. La crítica es buena siempre y cuando sea a su favor. Y ya hay llamados de sus partidarios a una campaña para no comprar la revista Proceso. Siendo así, en un país polarizado, que él y sus colaboradores se han encargado de polarizar más, no es optimismo sino utopismo pensar en una reconciliación social en la que tanto dice empeñarse y, para lo cual, nos regala la Cartilla moral de Alfonso Reyes. En un contexto así, tan enrarecido, no es difícil adivinar cómo terminaremos. No habrá final feliz, como escribiera Paco Ignacio Taibo II.

 

Aunque felices los felices que gozan con todo esto (con las injurias, con las amenazas, con las descalificaciones), porque bien merecido se lo tienen (así piensan) los que manifiestan su desacuerdo con lo que no se debe estar en desacuerdo. Es cuestión de fe y de convicciones, no de análisis, mucho menos de diálogo abierto en una sociedad donde todos tenemos derecho a pensar y a expresar lo que queramos sin tratar de aplastar, de eliminar al otro. A este gobierno se le olvida que fue oposición, y quiere seguir siendo oposición, y a la vez gobierno, con todo el poder del Estado, contra sus críticos.

 

Borges tenía razón: La democracia puede llegar a convertirse en un abuso de la estadística. ¿Minorías? Nos hemos pasado defendiendo los derechos de las minorías étnicas, sexuales, culturales, contraculturales, etcétera, pues en esto consiste la democracia (en garantizar los derechos de todos) y, sin embargo, hoy queremos avasallar a los demás con los derechos de la mayoría electoral.

 

Releamos a John Stuart Mill. Sobre la libertad es un libro que está vivo: “Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase, como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad”. Más aún, Sobre la libertad es un libro publicado en 1859 (hace exactamente 160 años), pero podríamos decir que fue escrito hoy mismo y para nosotros: “La peor ofensa que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales”.

 

En Los enemigos íntimos de la democracia (Galaxia Gutenberg, 2012), Tzvetan Todorov escribió: “La democracia se caracteriza no sólo por cómo se instituye el poder y por la finalidad de su acción, sino también por cómo se ejerce. En este caso la palabra clave es pluralismo, ya que se considera que no deben confiarse todos los poderes, por legítimos que sean, a las mismas personas, ni deben concentrarse en las mismas instituciones. Es fundamental que el poder judicial no esté sometido al poder político (en el que se reúnen los poderes ejecutivo y legislativo), sino que pueda juzgar con total independencia. Lo mismo sucede con el poder de los medios de comunicación, el más reciente, que no debe estar al servicio exclusivo del Gobierno, sino mantenerse plural”.

 

Para Todorov, “el primer enemigo de la democracia es la simplificación, que reduce lo plural a único y abre así el camino a la desmesura”. Añade: “Los peligros inherentes a la idea de democracia proceden del hecho de aislar y favorecer exclusivamente uno de sus elementos. Lo que reúne estos diversos peligros es la presencia de cierta desmesura. El pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, escapa a todo intento de limitación y se erige en principio único, y esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultraliberalismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia”.

 

Todorov, un humanista, un maestro de generaciones, que recibió en 2008 el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales por su compromiso con los ideales de libertad, igualdad, integración y justicia, nos recuerda lo siguiente: “Los antiguos griegos consideraban que el peor defecto de la acción humana era la hybris, la desmesura, la voluntad ebria de sí misma, el orgullo de estar convencido de que todo es posible. La virtud política por excelencia era exactamente su contrario: la moderación, la templanza”.

 

Se avisa que es inútil lanzar amenazas letales contra Todorov. El gran pensador búlgaro-francés (lingüista, filósofo, historiador y teórico literario), que acompañó mi educación universitaria con Los géneros del discurso (1978), murió hace dos años.

 

 

FOTO:  “Dando clases de periodismo, [el presidente] volvió a lanzar a sus partidarios contra la prensa que no lo elogia”. Andrés Manuel López Obrador en reunión con los medios de comunicación a su llegada a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, meses antes de asumir la Presidencia de México. / EFE/Lenin Nolly

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