González Iñárritu y el narcisismo desaforado

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Un documentalista experimentará una ruptura mental que mezclará sus recuerdos personales con distorsionados episodios históricos de México

 

POR JORGE AYALA BLANCO 
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Bardo: False Chronicle of a Handful of Truths, EU-México, 2022), torrencial eternometraje decepcionante 7 del capitalino hollywoodizado de 59 años Alejandro González Iñárritu (Amores perros 00, Birdman 14, El renacido 15), con desbalagado guion suyo y de Nicolás Giacobone, el agonizante periodista-documentalista millonario Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho canosón estragado) se sueña como alter ego ideal del realizador, al tiempo que delira desde la cabeza de su hijo adolescente reacio a hablar español Lorenzo (Iker Sánchez Solano) y en estado de coma sobre el lecho de un hospital angelino, da tumbos cual mortuoria sombra con dron en un desierto, sufre un infarto en el Metro que lo conducía a Santa Mónica portando una catastróficamente derramada bolsa con ajolotes, regresa a la CdMx en plan de triunfador homenajeado por la concesión del premio de un sindicato de diaristas de EU, discute en el castillo de Chapultepec con un pomposo funcionario gubernamental estadounidense sobre la venta por Amazon del Estado de Baja California exacto cuando las tropas gringas de 1847 diezman a los Niños Héroes, juega a perseguir a su esposa empelotas Lucía (Griselda Siciliani) antes de que ella vuelva a meterse por la vagina al recién nacido Mateo que falleció dos décadas atrás, se deja entrevistar cual convidado de piedra en el TVprograma bombástico “Supongamos” del cínico excolega Luis (Edison Ruiz), participa en varios eventos festivos y anacronizantes más, recibe la visita mingitorial de su venerado padre Martín (Andrés Almeida) y su abnegada madre Lucero (Mar Carrera), rememora sus documentales de lujo sobre migrantes o narco sicarios, comparte en plan de buen padre las tribulaciones existenciales de su hija puberta Camila (Ximena Lamadrid) en la piscina de un amigo magnate, amanece en el Zócalo chilango, retorna con su familia a California para hacer menudo berrinche en la oficina de migración porque sus agentes (Omar Leyva, Grace Shen) afirman que no está en su hogar, compra ajolotes en un acuario y vuelve a morir satisfecho cual enardecida víctima grácil de su propio narcisismo desaforado.

 

 

El narcisismo desaforado da forma a una especie de memoria onírica, de vertiginosa egolatría superazotada (a lo Javier Bardem en Biutiful de Iñárritu 10) y de viaje nostálgico alrededor de mi cráneo autorreferencial-autoindugente-autoficcional-autocomplaciente de un moribundo sopesando su alma (tipo 21 gramos de Iñárritu 03), en virtud de los desajustados manierismos del incontinente fotógrafo iraní Darius Khondji que convierten al film en un grandilocuente carnaval neoexpresionista-caricaturesco (hasta con un Secretario de Gobernación llamado Siniestro Quiñones) de profundidades de campo con gran angular poswellesiano e ininterrumpidos giros violentos de 90 grados, y gracias a un diseño de producción arrodillaburócratas de Eugenio Caballero capaz de conseguir todo el Centro Histórico para lúgubres deambulaciones fotogénicas gratuitas y el mismísimo Zócalo para insípidos desmayos de un reguero juntacadáveres, porque se trata de convocar al tedio por exceso y sobresaturación, emulando atiborradamente e indigestándose a la vez con los fantasiosos arquetipos junguianos del Ocho y medio de Fellini (63), la moribundia interminable de la danza macabra broadwayana del All That Jazz/El show debe seguir de Fosse (79), imágenes-símbolo procedentes de Angelopoulos o La fórmula secreta de Gámez 65 (ese revoloteo en la plancha del Zócalo, esos suplicantes volteados en el techo de la imagen) y hasta del entrañable visitadero autoconmiserativo del inexhibible Recodo de purgatorio de nuestro malogrado José Estrada (73).

 

 

El narcisismo desaforado se siente entonces autorizado a permitirse 32 episodios de todo género y valor, episodios autoirrisorios deliciosos como el patético héroe miniaturizado como botarga infantil frente al padre agigantado por el más allá, episodios histórico-crípticos para dar lugar a coreografías tamborileras, episodios antiespectaculares-boomerang en un TVestudio rutilante y en el Salón California para que Giménez Cacho no se mida haciendo monerías mimosas al bailar “Let’s Dance” de David Bowie, episodios de pena ajena como el coloquio con un lastimero Hernán Cortés al pie de una pirámide de cadáveres o el entierro en la arena de un bebé diminuto conservado en un relicario-huevo, episodios vejatorios populares para resaltar la ideocia fanática de los migrantes sacrificados que se fueron al cielo por honrar a la Virgencita en la cima de un monte, episodios-excipiente para proferir filosofemas agriados ad hoc (“El destino es una máquina de matar”/“La vida no es más que una serie de acontecimientos sin sentido e imágenes idiotas”) o recitar frases infelices del premionobel Paz fuera de contexto, episodios visualmente archiinventivos al servicio de nada como el diálogo con la hija en la piscina que admite contracampos a 180 grados en mar abierto, en suma, episodios tutti frutti engolosinados con su vacuo virtuosismo técnico y su destemplanza sin diapasón.

 

 

El narcisismo desaforado adoba el conjunto-ego con la ávida diseminación enigmática de un puñado inagotable de claves subjetivas (“¡Aquí di todo!”, clama el realizador creyendo promoverse) cual si fueran de validez universal, como los choros del periodista corrupto Luis que deben servir como vacuna para neutralizar cualquier descalificación a los discursos expresivos del relato, la entrevista con un narcosicario (Daniel Danuzi) que verbaliza temeraria y justificatoriamente el batidillo de los nebulosos radicalismos sociopolíticos del film, los ajolotes como emblemas vivientes de la durabilidad inmortal de la prehistoria mental mexicana, o el grito humillante de la TVignominia de época por antonomasia: “Sube Pelayo, sube”.

 

Y el narcisismo desaforado cierra en trepidante anillo sin haber logrado salir del churrealista desierto mental de su burdo bardo.

 

 

FOTO: Bardo fue postulada para representar a México en los Oscar 2023/ Especial

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