En casa con Guillermo del Toro
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Un recorrido por la exposición En casa con mis monstruos, en el Museo de las Artes Universidad de Guadalajara, permite conocer el universo fantástico de Guillermo del Toro, desde sus lecturas juveniles y su devoción por escritores como Lovecraft y Edgar Allan Poe, hasta réplicas de personajes emblemáticos de su filmografía
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POR GERARDO LAMMERS
“En el arte se habla de la vida y la muerte, y en medio se habla del amor y poco más, ¿no?”, reflexionaba hace unos meses Guillermo del Toro, de barba canosa y cubierto con una sudadera negra ante un grupo de reporteros que lo esperaba a la salida del Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, donde se presenta la exposición En casa con mis monstruos, misma que ha sido visitada —según cifras oficiales— a razón de mil 200 espectadores diarios (de los cuales 16 de cada cien son foráneos), desde el sábado primero de junio, cuando abrió sus puertas al público, y que concluirá el domingo 27 de octubre.
Ha pasado ya un cuarto de siglo desde que realizó su primer largometraje, La invención de Cronos, cuando aún tenía cara de niño, y aunque pareciera que su carrera ha ido siempre en plan ascendente, él se ha encargado de desmentirlo: “Es importante que aprendamos que el instrumento de aprendizaje más cabrón que hay es el fracaso”, dijo durante una master class que impartió en la capital tapatía el año pasado y que circula en redes sociales.
En la entrevista que el crítico Leonardo García Tsao le hace a Del Toro, publicada en el catálogo de la exposición, éste recuerda sus inicios en la industria del cine, cuando fue asistente de producción en El corazón de la noche y Doña Herlinda y su hijo, películas que Jaime Humberto Hermosillo filmó en la capital jalisciense. Él se encargaba del catering, los coches y los vestuarios. También la hizo de extra (apareció bailando en una escena de una fiesta en Doña Herlinda y su hijo, película en la cual Lupita, su madre, fue la actriz protagonista). Se sintió plenamente identificado con el compromiso de Hermosillo con un cine independiente, prohibido y transgresor.
“Empecé a pensar que se podía hacer arte, se podía ser contestatario, se podía ser fiel a una causa, como Jaime Humberto. En mi caso es otra causa: lo fantástico, y había que vivir o morir por esa causa. Entonces empecé a planear Cronos”.
En casa con mis monstruos ha marcado un retorno especial de Guillermo del Toro a su querida Guadalajara, la ciudad donde nació y creció, y a la que siempre vuelve a pesar del clima de violencia que se vive desde hace años (como se recordará, su padre fue víctima de un secuestro). A sólo unas cuadras de aquí se encuentra la casa que perteneció a su abuela, un edificio de ladrillo con azulejos, donde pasó parte de su infancia. Ahí comenzó a imaginar una casa habitada por monstruos, con pasadizos secretos que, muchos años después, se haría realidad en The Bleak House, su mansión de Los Ángeles, la misma que hace unos meses estuvo cerca de ser arrasada por las llamas de un incendio forestal.
En el vestíbulo de la exposición, una estructura desmontable adosada al museo, antiguo edificio de la Rectoría, en cuyo paraninfo Orozco pintó El hombre creador y rebelde y El pueblo y sus falsos líderes, la gente se toma fotos con una efigie tamaño familiar del director, en un área de fuente de sodas y venta de souvenirs.
Llevo atada a mi muñeca una pulsera verde que indica que debo pasar con el grupo asignado a las 11 de la mañana. Un túnel de ojos parpadeantes y el monolito de El laberinto del fauno me dan una primera pista del concepto que Del Toro y el director de arte Eugenio Caballero desarrollaron: la exposición es un territorio fantástico, pero también un juego de feria. Una casa de espantos. En una pequeña sala, detrás de unas cortinas, se escucha una música triste de violines que sale de un viejo aparato de radio. Animado mediante una antigua técnica teatral aparece Santi, el niño fantasma de El espinazo del diablo.
“En una película de miedo”, apunta del Toro en una cédula, “lo más sencillo es asustar a la gente con las supersticiones de cualquier religión, con demonios y con malos espíritus. Yo lo que pretendo es rodar películas que te digan que lo más aterrador que hay en la Tierra es el ser humano. Los fantasmas pueden asustarte unos instantes, pero el verdadero horror proviene del corazón y del espíritu del ser humano”.
Aunque la exposición no es sobre su filmografía, los visitantes pueden apreciar dibujos, esculturas, vestuario, videos y una serie de props de sus películas. En el patio central del museo está el monumental Ángel de la muerte de Hellboy II. El público también se encontrará al hombre anfibio de La forma del agua o al Hombre pálido de El laberinto del fauno, y al Fauno también.
El foco de la muestra está puesto en la creatividad; en cómo alguien, que puede ser cualquiera pero que en este caso es Guillermo del Toro, se forjó una identidad como cineasta; en cómo consolidó un imaginario a partir de la unión de las más diversas influencias que se cruzaron en su camino.
Al respecto, le cuenta a García Tsao: “Fue una fusión muy rara de animé, series de tele norteamericanas, películas viejas, catolicismo de provincia —porque en aquella época [fines de los años sesenta y principios de los setenta] había muchos asesinatos políticos en Guadalajara—. Era una mezcla de todo lo anterior con el Alarma, Tradiciones y leyenda de la Colonia. En el cine estaban las películas de la Hammer, en estreno, iba con mi tío Guillermo o con mi mamá. También estaban las dos de Kaneto Shindo, Onibaba (1964) y Kuroneko (1968). Fue una infancia poco común. Además, había algo que me atraía mucho, los cuentos de las nanas y las radionovelas”.
De espíritu fetichista, la exposición llega al extremo de exhibir el desvencijado puesto de periódicos que estaba en el cruce de las calles Robles Gil y Pedro Moreno, contra esquina de la casa de su abuela, donde compraba el Fantomas y la revista Duda, entre otras muchas publicaciones, y la cámara de cine con la que realizó sus primeros trabajos. También hay documentos, como una carta escrita en japonés que Hayao Miyazaki, el director de cine de animación de películas como El viaje de Chihiro, le envió a Del Toro. Y otra que Orson Welles le escribió de su puño y letra a Chaplin para decirle cuánto lo admiraba.
En la sala victoriana, una joven guía vestida con blusa de puntos, falda negra larga y zapatos de charol se dirige a su grupo, señalando una obra diminuta que hay ahí, entre cuadros, máquinas, vestuarios, insectos gigantes y dos cabezas de cera, usados en La cumbre escarlata, otra de las películas de Del Toro. “Este hombre pasó sus últimos días en un manicomio”, les dice. La chica se refiere a Charles Altamont Doyle —padre de Arthur Conan Doyle— autor de un pequeño y delicado dibujo a tinta, fechado el 10 de julio de 1888, donde aparece él mismo, caminando de puntitas, mientras saluda de mano a la Muerte y le dice: “O! I AM SO GLAD TO SEE YOU”.
En un pasillo le escucho decir a otra joven, a propósito de la fascinación del director por los insectos: “Guillermo del Toro se propuso tocar a la cucaracha más grande de Guadalajara”. Viene entonces a mi cabeza el recuerdo de esos niños que, por unos pesos, te cuentan los mitos y leyendas de algún rincón colonial mexicano, como el Callejón del beso en Guanajuato. Y pienso que esta exposición tiene también algo de eso. Vamos a ver en el futuro, si alguno de estos fantasmas, en los que afirma creer el Gordo, se queda a vivir en este edificio neoclásico.
En otro recorrido guiado por Eugenio Caballero, responsable de la museografía, está presente gente de la farándula, como Marisa Paredes, mujer-Almodóvar y protagonista de El espinazo del diablo, quien algunas salas más tarde se detendrá a contemplar con una sonrisa la prótesis de piel, plástico y cintas de la pierna de Carmen, su personaje en la película, diseñada por el despacho DDT de efectos especiales. También están Sergio Arau y su esposa, la actriz Yareli Arizmendi, la animadora de stop motion Karla Castañeda, Angie Taddei del grupo Jeans y Sergio O’Farrill, de Kabah.
A lo largo del tour, Caballero se va percatando de las cosas que no funcionan.
“Aquí no sé por qué no está prendida esta luz”, dice llamando a alguien de soporte técnico. “¡Está apagado el efecto de lluvia!”, le llama la atención a alguien en el Cuarto de lluvia, otra de las salas —donde Edgar Allan Poe lee en un sillón junto a la ventana—, que reproduce un rincón de la Bleak House, donde Del Toro gusta de escribir escuchando la música de la lluvia, en Los Ángeles, ciudad en la que nunca llueve.
“A ver, vamos a entrar a esta sala, ¿quién se quedó por allá? ¡Estamos perdiendo gente del grupo!”, dice Caballero, que lleva unas gruesas gafas de pasta, como si estuviéramos de travesía por el Amazonas, o tal vez especulando con la posibilidad de que en esta exposición realmente sucedan cosas extrañas.
“Allá está un escultura tamaño real de Lovecraft, que si yo la tuviera en mi casa ya me hubiera vuelto loco, pero creo que él tiene un poco de más resistencia”, se ríe.
En la sala de magia y ocultismo, dejamos atrás un macabro cuadro de un hombre crucificado, pintado por Jaroslav Gebr, usado en el arte de un capítulo de la serie de televisión Galería nocturna, que aterrorizó a Del Toro cuando era apenas un crío.
“Este programa le causó las peores pesadillas. Se orinaba cada vez que se asustaba, era un niño meón, ¿eh?”
Nos detenemos unos instantes ante Veduta interna del Colosseo, de Giovanni Battista Piranesi. El director de arte cuenta por la bajo que Del Toro tiene ese grabado del siglo XVIII afuera de un baño y que cuando está relajado abre la puerta para entretenerse con el detalle.
“Espero que no le encuentren ninguna mancha”.
Caballero resalta las obras que enriquecen este montaje en particular —la exposición antes se presentó en Los Ángeles, Mineápolis y Ontario— y que no pertenecen a la colección personal de Del Toro, sino que fueron solicitadas a veinte colecciones. Junto a un paisaje lunar hecho para Alien, autoría del director James Cameron, está, por ejemplo, Paisaje de picos, de José Clemente Orozco, prestada por el Museo Carrillo Gil de la Ciudad de México.
“Son artistas que no tienen nada qué ver y sin embargo tienen muchos elementos comunes. El centro luminoso que nos da la línea del horizonte, los nubarrones que nos aplastan, los elementos dramáticos que surgen de abajo hacia arriba con un elemento dominante”.
En esa sala se exhiben obras novohispanas como un óleo de gran formato, anónimo, que muestra a un par de pecadores confesándose con un sacerdote. El de la izquierda está custodiado por un ángel, mientras que el de la derecha aparece con un diablo a sus espaldas. Una tipografía, elegante y sinuosa, precursora del lenguaje del cómic y el diseño gráfico contemporáneo, surge a manera de globo de la boca del diablo: “este es mío”.
“¿Subimos? Todavía nos falta un rato, ¿aguantan?”, dice Caballero, nuestro guía explorador.
Y aunque a lo largo y ancho de la muestra están presentes obras de artistas tan diversos en sus estilos, épocas y procedencias —desde Goya y el Chango García Cabral, pasando por Rivera, Siqueiros, hasta Mignola, Moebius y Robert Crumb—, es la sombra de Julio Ruelas, el pintor simbolista mexicano, la que se extiende a lo largo de la exposición, con obras como El reposo del trovador, Los fuegos fatuos (perros que ladran), hasta llegar a con La bruja, el célebre óleo de Goitia, que desde la oscuridad mira de frente al espectador con su boca abierta, entrada al inframundo.
Romántico confeso, Del Toro le asigna un lugar destacado a Frankenstein, su Jesucristo personal, dedicándole una sala.
“Los monstruos hace muchos años, cuando crecía como niño católico en Guadalajara, me perdonaron todos mis pecados y me permitieron ser imperfecto”, declaró a la revista Fotogramas el año pasado.
En casa con mis monstruos es una descomunal muestra de casi mil piezas, mostrando algunos seres enormes y terribles, como el ya mencionado Ángel de la muerte, o Reaper, el vampiro de Blade II; otros grotescos, como el Hombre Elefante o los personajes de Freaks, la cinta de Tod Browning; personajes delicados como el Pinocho de Disney o el Gato de Cheshire, de Alicia en el país de las maravillas. Pero si me preguntan cuál es es mi pieza favorita, me quedo con la maltratada polaroid que le tomaron a Del Toro cuando tenía ocho años, una de las dos obras que eligió para ser salvadas de las llamas del incendio. Ahí aparece su hermana Susana, tirada en el pasto con un vestido rojo y descalza, interpretando el papel de la víctima, mientras un feliz vampiro de camisa a cuadros, encima de ella, se da tiempo para mirar a la cámara.
FOTO: En casa con mis monstruos exhibe más de 900 objetos que el director de cine tapatío ha utilizado para crear su universo fílmico. Estará disponible hasta el Museo de las Artes Universidad de Guadalajara hasta el 27 de octubre. / Cortesía FICG
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