Gustav Möller y la inmovilidad vertiginosa
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El culpable es un thriller protagonizado por un policía que deberá tomar decisiones angustiantes motivadas por una llamada de emergencia
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POR: JORGE AYALA BLANCO
En El culpable (Den skyldige/ The Guilty, Dinamarca, 2018), abismal opera prima del novelista sueco de 33 años Gustav Möller (corto previo: En la oscuridad 15), con guión suyo y de Emil Nygaard Albertsen, el atormentado oficial de policía temporalmente suspendido hasta finalizar un proceso legal en contra suya Asger Holm (Jacob Cedergren simplemente genial) labora en el Control de Emergencias de su agrupación en Copenhague, donde proporciona auxilio telefónico nocturno al drogadicto en problemas Nikoaj (voz de Simon Bennersbjerg) y un asaltado callejero, se sacude cuanto antes a una manipuladora periodista chinchosa (voz de Laura Bro) o a una inoportuna borracha accidentada con su bicicleta, se hace acreedor a regaños de parte del jefe Bo (voz de Jacob Lohmann) por excederse ocasionalmente en sus funciones, trata de mantener sobrio al amigo Rashid (voz de Omar Shargawi) que lo apoya en los tribunales o en cualquier emergencia, y dirige a distancia a los patrulleros que viajan al rescate de lo que sea en cien direcciones de la gran ciudad, pero esta vez recibe subrepticiamente desde un automóvil rumbo al norte la llamada de la afligida madre Iben (voz de Jessica Dinnage) que al parecer ha sido secuestrada por su acaso enloquecido esposo Michel (voz de Johan Olsen) y también de la hijita de seis años de ambos Mathilde (voz de Katinka Evers-Jahnsen) que permanece encerrada a solas en su casa bajo la orden de no entrar en la habitación donde su hermanito bebé Oliver yace abierto en canal, lo cual despierta en el atormentado policía un desmedido afán de protección y de salvamento prácticamente imposibles que, al ir desentrañando una turbia trama criminal y psicológica, sólo conseguirá ponerlo aún más en crisis durante horas, doblemente presa de una inmovilidad vertiginosa.
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La inmovilidad vertiginosa logra sostener con tenaz severidad, de principio a fin, la estructura hiperlimitada y rígida de un fascinante thriller verbalizado e imaginario en torno a un solo personaje visual, bajo la mirada y una obsedente miríada de personajes auditivos, intermitentes en el espacio sonoro fuera de campo, donde desearíamos que adquirieran omnipresencia, pues expresan la idea de acoso y de claustrofobia transferida, múltiple y angustiosa, dando la sensación de poder seguir logrando infinitas variaciones y vuelcos de una situación única y virtual que jamás se degrada ni banaliza, porque no es un monólogo teatral (por esa interacción acezante con las voces que todos escuchamos), ni es radio (aunque la huella de las virtualidades virtuosísticas del Orson Welles del la legendaria transmisión de La guerra de los mundos de H. G. Wells sean innegables), ni novela adaptada (si bien socavan al héroe de varias maneras las contundentes frases del diálogo con el off tipo “Tú no eres una víctima” o “Tendrás una puta bala en la frente, ¿entiendes?” o “Nadie puede ayudarla” o “Tengo sangre en mis manos”), sino un entenebrecido e inteligente cuento cinematográfico de mil aristas y giros de una lógica implacable e impecable, un cuento sórdido de perfecta precisión perturbada y perturbadora.
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La inmovilidad vertiginosa va mucho más allá del film-apuesta extrema, gracias sean dadas a la ultratecnología de primer mundo para la vigilancia en acción, gracias al prodigio histriónico de un héroe que se va corroyendo cada vez más por la impotencia y que se agita y se desplaza como bestia herida en la penumbra de su puesto de trabajo y sólo acierta a pedirle tardío perdón a quien se deje, y merced a la plástica fuliginosa de una magistral fotografía postenebrismo tipo Von Trier de Jasper Spanning, a una música de Carl Coleman y Casper Hesselager por ende a dos bandas (la interiorista espectacular con cuerdas crispadas, la electroacústica subyacente llena de efectistas subterfugios percutivos), a una edición de Carla Luffe que concede móvil novedad siempre sorpresiva a los cortes inspirados en el más hábil y avanzado sincretismo occidental-oriental, a la simultaneidad desesperantemente inmostrable de los operativos criminales mediante sus ecos y sus consecuencias dramáticas, a una tensión y una intensidad truculentas que mejoran el suspenso telefónico del Hollywood clásico (estilo Al filo de la noche/ Sorry, Wrong Number de Litvak 48 donde la inválida Barbara Stanwyck se descubría como la víctima de la trama homicida que estaba denunciando o Con la vida en un hilo de Pollack 65 donde el afroamericano Sidney Poitier luchaba por mantener conectada a la suicida con barbitúricos Anne Bancroft), y merced a los cruciales desplazamientos topográficos en un Copenhague cuyo plano urbano casi puede tocarse: dentro de la casa vacía, hacia el manicomio, exacto arriba desde el puente.
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La inmovilidad vertiginosa se convierte en una acre y bárbara meditación sobre la culpa, la culpa desdoblada, la culpa que se duplica para ser la misma, la culpa bien repartida entre la mente culpable del inconcebible asesinato del bebé y la mente criminal (mentirosa, chantajista) del policía que se ha llevado entre las patas a su pareja homosexual y ha urdido una trama perversa de cara a las autoridades policiales y jurídicas, la culpa que todo lo impregna y densifica y pudre, la culpa hitchcockiana a la vez transferida y expandida, la culpa que traduce el miedo que es excitabilidad y devastada inquietud mental, la culpa que medra por debajo y por encima de una “angustia todavía indiferenciada” (Paul Diel), la culpa que se manifiesta bajo las formas de un inmitigable apetito impulsivo o vorazmente compulsivo.
Y la inmovilidad vertiginosa se ha atrevido a dramatizar las falsas apariencias engañosas en plena época de la posverdad, ¿y sólo valiosa y cabalmente valorable en esta recién inaugurada era de la que es producto y figuración?, y todo ello mientras la silueta del héroe parece perderse en un pasillo pero se inmoviliza al ras del contraluz de la puerta de salida hacia el temido contacto real de todos tan temido.
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FOTO: El culpable, protagonizada por Jakob Cedergren, recibió el Premio del Público en el Festival de Sundance 2018. / Especial
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