Handke llora en el sepelio de Milosevic

Oct 19 • destacamos, principales, Reflexiones • 6715 Views • No hay comentarios en Handke llora en el sepelio de Milosevic

/

Clásicos y comerciales

/

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

Una vez pospuesta la entrega del Premio Nobel de Literatura, el año pasado, al verse salpicada la Academia Sueca por escándalos sexuales, habría yo pensado que la adicción de los nórdicos por lo políticamente correcto se tornaría en artículo revelado por la fe. Pero no. Aficionados a la sorpresa, quizás por aburridos, decidieron otorgar uno de los galardones, nada menos que a Peter Handke (1942), el novelista austríaco que acudió al sepelio de Slobodan Milosevic, muerto de un infarto en 2006 mientras esperaba una sentencia ejemplar, por crímenes de guerra, en una celda del Tribunal Internacional para la antigua Yugoslavia.

 

Antes de ello, en varios reportajes y ensayos, Handke había defendido la presunción de inocencia del jefe serbio y, sobre todo, la existencia de una conspiración internacional de la OTAN para desmembrar, primero, a la tierra de los eslavos del sur y después, liquidar a su viejo presidente, Milosevic. Nunca explica Handke qué beneficio geopolítico pudieron haber obtenido, liquidando a Yugoslavia, las odiosas potencias.

 

Una vez leído el volumen que hay que leer al respecto de Handke (Preguntando entre lágrimas. Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al tribunal de La Haya, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010), aseguro de manera categórica que el narrador fracasó en su exculpación del genocida. Lo defendió muy mal – frívolo y confuso– para lo que podría esperarse de una pluma como la suya y muy mal, también, en cuanto a la jurisprudencia de la cual se dice iniciado.

 

Empero, apruebo que el Premio Nobel vuelva a darse a los autores de una obra relevante (y Handke lo es) y no a aquellos escritores representativos de las virtudes morales aplaudidas por nuestro tiempo. Sí, estamos en un siglo donde la ética se sustenta en la primacía de los derechos humanos y es formidable que así sea. Pero el valor de una obra no puede ser medido por el comportamiento político, público o privado, del ciudadano o súbdito que la escribió. Las novelas del execrable Céline, quien llamó a masacrar, en sus panfletos, a los judíos antes del Holocausto, merecían el Nobel, como también lo mereció Sartre (quien lo rechazó), pese a disponer las sutilezas de su dialéctica para justificar el Gulag.

 

En los años grandes del Nobel, en la segunda posguerra, escasamente se objetó el premio de Estocolmo para Eliot, antisemita discreto aunque impenitente. A Neruda, cantor de gesta del estalinismo (y Stalin mató a mucho más gente que Milosevic), junto a García Márquez –quien llevaba al cinto las llaves de las ergástulas castristas–, no los privaron de la merecida presea. En cambio, a Borges –quien sí se arrepintió de haber honrado a Pinochet y a Videla, en su día ignorante de sus crímenes, según lo subrayaba nada menos que Juan Gelman– nunca se le perdonó. Se premió a quienes, más informados que los espías, se pasaron de listos; no al supino e inadvertente conservador.

 

Para no incurrir en un latinajo, el argumento de Handke en defensa de Milosevic y el ejército serbio, se basa en el infantiloide “ustedes también”. Es decir, ante la década sangrienta que cerró el siglo XX en los Balcanes, la Alemania posthitleriana, la Francia conquistadora de Argelia, la España que apenas extrae a Franco de su helada lápida, la pérfida Albión inglesa y los Estados Unidos, quienes arrojaron las bombas atómicas sobre el Japón, carecen, según se desprende de la abstrusa prosa de Handke, de autoridad moral para juzgar a nadie.

 

De lo cual se concluye –recordando, también, que los soldados soviéticos, quienes colocaron la bandera de la hoz y el martillo en la cancillería del Reich, lo hicieron tras violar a miles de niñas, mujeres y ancianas alemanas camino de Berlín– que la Historia, asociada a la barbarie, es incorregible e intentar civilizarla mediante la ley internacional, una tomadura de pelo. Las objeciones –algunas de ellas justificadas– de Handke contra el tribunal que juzgó a Milosevic y a otros criminales de guerra, podrían aplicarse también contra el juicio de Núremberg, el arresto de Pinochet en Londres o los jueces internacionales encargados de reparar, en la medida de lo posible, los genocidios en Ruanda o Kampuchea.

 

Handke ignora, en Preguntando entre lágrimas, que el cultivo del detalle, auspicioso para la ficción, en el reportaje es un recurso útil para alejarse de la verdad. Sus incontables viajes balcánicos están dedicados sobre todo a la exaltación del terruño (no lejos de allí nació Handke), a lo Heidegger o a la hotelería de alta montaña, muy al cursilón estilo biedermeier. Se aplaude que, en el camino, retrate a las víctimas serbias y es plausible su denuncia de aquellas otras milicias en conflicto, tratadas con benevolencia, en comparación a la dureza, en su opinión injustificada, ejercida contra Milosevic y sus jenízaros. Su propio encuentro con él en La Haya, en una aireada oficina y no en una celda patibularia, es una deslavada imitación de lo observado por Hannah Arendt en Jerusalén y que la condujo a su discutible tesis de la banalidad del Mal. Como el Eichmann de Arendt, el Milosevic de Handke es sólo un funcionario. El nazi, banal, cumplía órdenes. El serbio, meticuloso, es un abogado de sí mismo. Ambos humanos, demasiado humanos, quizá.

 

Handke, hijo de eslovena y de soldado alemán, estudió derecho en Graz, pero no llegó a comprender, siquiera, la supuesta presunción de inocencia que es justamente lo contrario de lo que él alega en defensa de Milosevic. Esa presunción fue inventada para amparar un juicio justo aun para el peor y el más visible de los criminales. Era fama pública (y no “voz íntima” de sus verdugos, como dice Handke) que Milosevic alentó el genocidio pero la acusación debía de ser demostrada, testigo por testigo (y al final Handke, llamada a testificar en defensa del sátrapa, prefirió no hacerlo), para que no quedase duda alguna de su culpabilidad.

 

Que La Haya protegiese a croatas y bosnio–musulmanes, habla mal del tribunal, de su eficacia y hasta hace sospechosos de venalidad ideológica a algunos jueces, pero no le quita un ápice de culpa a Milosevic, inclusive tomando en cuenta la endemoniada dificultad de impartir justicia en un berenjenal criminógeno como el balcánico. La pregunta central de Handke (y sólo eso le concedo), atinada porque no tiene respuesta, remite a la validez moral de las “guerras justas”. ¿Tenía derecho la OTAN a bombardear Serbia en 1999 matando a cientos de inocentes civiles serbios? ¿Debió de recibir el Nobel –y de literatura– Churchill, incendiario de las ciudades alemanas para quebrar la moral civil? ¿Qué sintió otro Nobel, el antihitleriano Mann, ya viejo, cuando desde California alentaba esos bombardeos contra su pueblo?

 

El dramaturgo Handke cree que la historia es un absurdo, un teatro incontrolable por la civilización y sus leyes. El novelista austríaco se sumó a otra tradición, la de la kultur germánica y nacionalista, enemiga de la Ilustración y del “mundo burgués”, la del primer Thomas Mann o la de Ernst Jünger, quienes descreyeron de los valores liberales anglo-franceses, siempre sospechosos de ocultar la ansiedad crematística de poderes invisibles y conspiratorios. A esa tradición ha premiado, el Nobel, en Handke, como en 1920 la reconoció en el noruego Knut Hamsum, quien se salvó de ser ejecutado, tras su colaboración con los nazis (hasta le regaló su medalla del Nobel a Goebbels), debido a su avanzada edad. En casa de Milosevic, durante su sepelio en Pozaverac, Handke estaba llorando en la parroquia que le correspondía: la del herderiano nativismo de las selvas negras, alérgico al derecho internacional.

 

No dudo que Jünger, cuando vio en París a los primeros judíos portando las amarillas estrellas de David, haya quedado contristado. Pero toda su obra está basada en la noción de que la guerra de exterminio, desde Troya hasta los campos nacional–socialistas, es consustancial al ser humano y nada puede hacerse contra los titanes que nos rigen. Sin la altura mefistofélica de Jünger, Peter Handke, en Preguntando entre lágrimas, es sólo un esteta austríaco tratando de espantar, con mala literatura, desde un salón, a nosotros los bienpensantes. Lo ha logrado.

 

 

« »