Melville más allá de Melville
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Herman Melville (1819–1891) es literalmente, gracias a Moby Dick (1851), incomparable. Mientras que el resto de los grandes novelistas del siglo XIX inventaron un universo de semidioses, sólo Melville creó –la del capitán Ahab y la ballena blanca– una disputa mitológica a la altura de Homero y los profetas testamentarios. La guerra y la paz (1865–1869), le tomemos la mano o no a Lev Tolstói en aquello de la providencia histórica, describe a los hombres en el campo de batalla desde la mirada de un narrador en funciones divinas; Honoré de Balzac ineventó un mundo que le faltaba al mundo (ya se ha dicho) pero La comedia humana (circa 1830–1850) es humana, demasiado humana y Gustave Flaubert, burgués en el más noble sentido de la palabra, entendió que para sobrevivir como clásico había que llevar a un crítico adentro. Sus novelas están escritas para vivirse sobre nuestro terreno, el de la vulgaridad de los hombres y de las mujeres, incluyendo Bouvard y Pécuchet (1881), antecedente de Bartleby, el escribiente (1853), de Melville, sobreinterpretado hasta el delirio durante el siglo XX y en todo lo que llevamos del nuestro. Hasta de haber inventado a Kafka hemos responsabilizado a Melville.
Dostoievski, a su vez, cimentó su grandeza en la emulación negativa del cristianismo y en apelar, en el hombre, al eterno adolescente que nos habita y por ello, su genio es discutible porque no a todos gusta recordar la errancia originaria. Y Stendhal está demasiado ligado a la ligereza de las Luces como para bosquejar apenas, de Waterloo, la caída de Fabrizio del Dongo de su caballo, lo cual expresa desprecio no sólo por el mito, sino justamente por esa historia con mayúsculas que asombraba a Tolstói; Emily Brontë dejó sólo una gran novela (Cumbres borrascosas, 1847) pero el genio, como decía Jules Renard, también es cuestión de cantidad. Lo mismo puede decirse de Clarín y de La Regenta (1884–1885). Finalmente, Charles Dickens y Benito Pérez Galdós, tan adorables, están un escalón por debajo de Balzac y carecen de la locura mística de Dostoievski, quien fue su discípulo a profundidad.
Es otra cosa Melville. Y no sólo porque de haber muerto un día después de la conclusión de Moby Dick sería tan inmenso como lo es ahora sino precisamente porque no fue hombre de una sola novela, sino autor de una obra vasta, extraña y desigual, plena en asuntos, desde la identidad falsificada hasta Benjamin Franklin, pasando por los Mares del Sur, detallada y oscura como su propia vida. Sabemos lo suficiente de Melville y sin embargo lo anecdótico acaba por ser insignificante (su alcoholismo, la bancarrota, la amistad con Hawthorne) y al final preferiríamos la docta ignorancia, como aquella que nos une a Homero y Shakespeare.
Por ello, sobre Melville, se han escrito al menos cuatro libros excepcionales. Elizabeth Hardwick hizo una somera biografía (2000), que en realidad es una autobiografía vicaria. Allí se identifica con su tocaya Lizzie, la mujer de Melville y al novelista lo ve como a su propio marido, el poeta Robert Lowell, porque ambos les hicieron pasar, a ellas, vidas infernales. El poeta Charles Olson, otro grande, escribió Llamadme Ismael (1947), donde aprendí que Moby Dick es mito antes que novela: “Tenía el mar de sí mismo vigoroso, agobiante, como Poe, tenía la calle. Eso le permitió inspirarse en Shakespeare. Noé, y Moisés, eran sus contemporáneos”. El novelista Jean Giono, traductor, junto a un par de amigos, de Moby Dick al francés, escribió Pour saluer Melville (1941), una ficción de difícil lectura y compleja clasificación, donde Herman es un elegante caballero que escribe su gran novela para una mujer que no conoce.
No la conoce porque vive en el futuro y cuando se encuentra con ella, en Bristol, aunque esa dama morirá poco después y nunca leerá Moby Dick, Melville abandona la literatura… lo cual es mentira, fantasía sobre la cual reflexiona Victor–Lévy Beaulieu, político loco y autor genial del Quebec, quien en Monsieur Melville (1978), en tres volúmenes, afirma que la prosa sólo fue el camino elegido por Melville para entrar al reino de la poesía. En efecto –al fin lo encontramos– el autor de Billy Bud, marinero, publicado póstumamente en 1924, acaso fue el único de los grandes narradores que abandonaron la novela por la poesía y no al revés (Thomas Hardy continuó escribiendo poemas casi secretos mientras triunfaba como novelista), siendo un poeta de discutible importancia desde 1874.
Sobre el mito de la Ballena Blanca y Ahab se pueden leer muchas cosas. Cesare Pavese afirmó que Melville, pese a ser de familia acomodada, fue bárbaro antes de resultar escritor, es decir marino ballenero y por ello su obra, como dirá Olson, es contemporánea de Noé. Pero también el polaco Joseph Conrad –quien desestimó Moby Dick– fue marino primero que escritor y allí, quienes han explorado el paralelo, registran, en el genio conradiano, el predominio de un extremo sentido común, propio de un hombre acosado, mientras que Melville –quien cumplió 200 años de nacimiento el pasado 1 de agosto– es estadounidense y algo más, neoyorkino. Lo suyo, así, es la inmensidad de Norteamérica sublimada en la inmensidad de los mares. Se trata de una promiscua ausencia de límites, reflejada en el pasaje del Arca bíblica, pues si con Noé viaja una pareja de cada especie animal, en el barco ballenero Pequod hay hombres de todo el planeta. Habrán de enfrentarse juntos al nuevo diluvio universal, el de la ballena blanca, que esta vez, será el último. Pero no lo será –interviene Olson– porque se salvará Ismael para narrarlo…
Beaulieu termina por destilar sus teorías a partir de los poemas de Melville, en Battle–Pieces and Aspects of the War (1866), donde encuentra la expiación para la expiación (saber con minucia qué fue esa carnicería) y termina su exploración en el voluminoso Clarel (1876), donde el suicidio de su hijo Malcolm encaminó al escritor, a su vez, hacia el peregrinaje teológico.
La poesía de Melville es actualmente reivindicada por encarnar el retorno “minimalista” de quien sobrevivió al mito y se hizo preguntas inmanentes, durante su largo atardecer de funcionario de aduanas, dueño de unas pocas cuadras –en la West 26 Street– tras haber navegado por todo el orbe, recorriendo Tierra Santa con lo poco que entonces podía leerse de los gnósticos y habiendo honrado a los muertos en los campos de batalla de esa guerra civil que, antiesclavista, aborreció, hasta morir limitado a la expresión más estricta. Dice su poema dedicado a la “Arquitectura griega”: “Sin magnitud, sin fasto, / la forma en su sitio; / Sin la obcecada innovación, / Reverente ante el arquetipo”.
La obra de Melville es, como pocas, sexualmente polimorfa y él mismo cargó con su pretendida homosexualidad en una época –antes del escándalo de Oscar Wilde– donde se daba por inexistente a aquello que carecía de nombre, nominalismo, se dice, en el que hasta Walt Whitman se escudó. Pero en el cotizado y proceloso esperma de la ballena, Beaulieu cree ver una suerte de Grial y en el periplo de Herman Melville, me parece, una aventura artúrica destinada a anegar el mundo de una sustancia nutricia de la cual saldría un nuevo ser: el hermafrodita universal.
Todo culto tiene sus disidentes: habrá quienes se aburran con Moby Dick y lo despachen sólo como un tratado de cetología, que también lo es. Yo me quedo con Giono, autorretratándose en vísperas de la guerra mundial de 1939, en la que prefirió, como Bartleby, no combatir. Recorriendo los bosques, Giono –el bardo hesiódico del XX– se recarga en un pino para leer y releer Moby Dick. Se encontrará con una frase que a mí me marcó en la hora más ardua: “Pero precisamente así, en el ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro en muda calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible, allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en la eterna suavidad del gozo”.
FOTO: “The Whitenless of the Whale”, de Benton Spruance (ca. 1967). / National Gallery of Art
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