Hiroku Koreeda y la maternidad reflejante

Jul 3 • Miradas, Visiones • 6684 Views • No hay comentarios en Hiroku Koreeda y la maternidad reflejante

/

Cuando la ególatra diva Fabianne publica sus memorias, su hija Lumir reaparece para reclamar viejos rencores alimentados desde la infancia

/

POR JORGE AYALA BLANCO 
En La verdad (La vérité/Shinjitsu/The Truth, Francia-Japón-Suiza, 2019), multívoco opus 13 pero primero en Occidente del cineasta familiarista nipón por excelencia de 54 años Hirokazu Koreeda (Nadie lo sabe 04, De tal padre tal hijo 13, Un asunto de familia 18), con guion suyo parcialmente inspirado en el relato Las memorias de mi madre del formidable escritor fantástico chino-estadounidense Ken Liu y en un cortometraje en él basado (Beautiful Dreamer de David Goodie 16), la desdeñosa diva fanática de su arte tan imperturbable y determinada como sus actuaciones archipremiadas Fabienne (la exBella de día Catherine Deneuve aún gélidamente carismática) se pavonea por su libro de memorias recién publicado y se pronuncia ante un arrobado periodista (Laurent Capelluto) contra la mediocridad de las actrices abaratadas en TVseries que no han heredado su ADN histriónico y en favor de la poesía siempre indispensable para cualquier género fílmico sea thriller o comedia familiar, exacto cuando llega a casa, procedente de Nueva York y flanqueada por su mediocre marido actor exalcohólico aunque buenaondísima Hank (Ethan Hawke) más la niña ternurita Charlotte (Clémentine Grenier) de los dos, la resentida hija cuarentona guionista de cine Lumir (Juliette Binoche) que ha debido huirle a su insensible madre ególatra tras una inafectiva infancia de abandonos, y ahora regresa para fingir que la apoya, a pesar de reclamarle agriamente las hipócritas omisiones y autoelogios de su libro, y realmente auxiliarla cuando su indispensable eterno mayordomo-secretario vuelto vengativo Luc (Alain Libolt) la deja plantada, teniendo la infeliz mujer que acompañar a su odiosa progenitora al rodaje de una extraña cinta sentimental situada en un futuro lejano que la insoportable diva ha aceptado sólo para usufructuar la fama de la irresistible intérprete en ascenso Manon Lenoir (Manon Clavel) y escupirle su desprecio a ésta e intentar apabullarla escena tras escena, engriéndose así esa en esencia frustradísima Fabienne, rodeada de afectos ínfimos como el de su patético exmarido hoy lumpen jubiloso Pierre (Roger van Hool) y el de su gastrónomo amante de urgencia Jacques (Christiane Chahay), rumbo a una paradójica reconciliación que parecía imposible con esa maternidad reflejante.

 

La maternidad reflejante late agitadamente y sin término en lo multirreferencial, entre la ficción y la realidad de sus intérpretes en la vida real verídico-mediática: la superdiva Fabienne es y no es Catherine Deneuve, la sensitiva Lumir es y no es la Binoche, el jocundo segundón Hank es y no es su casi tocayo Hawke, la ascendente encantadora Manon es y no su definitiva tocaya Manon, el jocundo anciano Pierre es y no es la perdidiza tortuguita como él irónicamente bautizada, pero todo también se agolpa entre la revelación luminosa (con translúcida fotografía en colores otoñales de Éric Gautier) y un hermetismo oriental tan oscuro y misterioso (con música-eco minúsculo de Alexei Aigui) cuan inapelable, entre la originalidad más diáfana y el problemático exorcizado tributo fílmico al rencor femivivo de las relaciones amor-odio de la brillante madre pianista y la hija subsumida en Sonata de otoño (Bergman 78) o de la estrella decadente Binoche y su joven ayudanta en Las nubes de María (Assayas 14), y finalmente entre una sencillez idílica y una complejidad espejeante e inagotable de numerosos personajes e incidentes e incidencias temáticas y radiosas situaciones muy bien valoradas, como la reaparición/reparación simbólica de un teatrino bergmaniano, la encantadora niña Charlotte apantallando como falsa actricita hollywoodense, la connivencia con los empleados del restaurante, el gozoso baile callejero improvisado, la desmembradora oscilación de la diva entre el actor viejo que era mejor como amante y el amante viejo que es mejor como cocinero.

 

La maternidad reflejante superpone a su realista trama doméstica cotidiana mayormente dialogal e interactuada, dos insólitas dimensiones imaginarias: uno, el asedio intangible del fantasma de una asombrosa actriz ascendente de nombre Sarah a quien no sólo envidiaba la competitiva joven arribista Fabienne, sino que le había robado roles en el cine y el cariño de su hijita Lumir, al grado de provocar, según ésta ya adulta, su oscuro suicidio; y dos, una significativa y resignificadora dimensión del drama presente gracias al cine dentro del cine, en esa alucinada película de ciencia-ficción en la que Fabienne interpreta el papel de una tal Amy que ha ido envejeciendo en el ardiente abandono materno (a los 10, 38 y 80 años), porque su progenitora decidió perpetuarse residiendo en el espacio sideral, donde los lustros son días y sólo puede visitar a su bienamada hija rencorosa cada siete años, para acabar formulando, con dolor estremecido, a la vejez de la diva, a la vejez de sus alter egos espectrales o cósmicos y a la vejez de los satélites que en ella se reflejan, como la irremediable edad en que nada se espera y nada sorprende y nada se sostiene y a nada exterior
tangible conduce.

 

Y la maternidad reflejante termina afirmándose como un monumental juego de espejos, de encontrados e infinitos e irresolutos irresolubles espejos, con esa precoz niñita aspirante a actriz futura que ha logrado engañar a la diva siguiendo o no el instantáneo guion urdido o no por mamá enigmática, para negar y poner en puntos suspensivos cualquier discursiva preeminencia de la improbable Verdad absoluta, pero aun así la cinta sigue y prosigue con una medalla de galleta para condecorar al mayordomo de regreso sin que jamás se sepa si realmente deseaba o no renunciar, con la exigencia absurda de la insufrible Fabienne de volver a filmar las escenas de ayer porque ha descubierto una mejor motivación incógnita, y con un maravilloso encuadre cenital donde la diva contagia a todos su euforia por la unánime belleza incomparable del invierno, su invierno por fin rompedor de cadenas interiores.

 

FOTO: Catherine Deneuve y Juliette Binoche protagonizan La Verdad/ Crédito: Especial

« »