La historia oculta del Villismo

Jul 17 • Conexiones, destacamos, principales • 7685 Views • No hay comentarios en La historia oculta del Villismo

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La sangre al río, novela del pianista Raúl Herrera Márquez sobre la historia de su familia durante la Revolución mexicana, tomó un nuevo interés público por las frecuentes referencias que el presidente ha hecho a este libro desde una lectura cuestionable y polémica

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POR DAVID HUERTA
El pasado 17 de mayo, en Torreón, el presidente López Obrador se refirió por tercera vez, en una alocución pública, al libro de Raúl Herrera Márquez titulado La sangre al río, publicado en 2014 con el sello editorial de Tusquets; la obra lleva el subtítulo siguiente: “La pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa”. El presidente lo recomendó efusivamente y le hizo un cauteloso reparo: “aun con toda la carga familiar antivillista… es para mí un clásico”. En el momento mismo de concluir esta charla (16 de julio de 2021), el presidente ha vuelto a mencionar públicamente —es la cuarta ocasión en que lo hace— la obra de nuestro entrevistado. La conversación que sostuvimos con Raúl a propósito de su libro tiene como pretexto esta curiosa, persistente recomendación presidencial.

 

En tu libro hay un fuerte ingrediente novelesco. El género que le atribuyes es el de “novela verdadera”, como leemos en la portada. Es la historia de una familia trágica: los Herrera. Tú eres pianista pero sin duda, también, escritor. Aparte de tu formación musical, ¿cuáles consideras que son los elementos principales de tu formación literaria?

 

Pues, aparte de mis padres, maestros ambos, y de excelentes profesores que tuve —entre quienes destaca Ernestina Salinas, mi maestra de Lengua y Literatura en la Prepa 1—, la mayor influencia fue una lectura muy desordenada de la biblioteca de mis padres. Nunca tomé cursos de escritura; por ahí de los 20 años pergeñé un par de conatos de cuentos, y nada más. La sangre al río fue un proyecto temerario que se llevó 15 años de mi vida; afortunadamente tuve la orientación de Gonzalo Celorio, el mejor guía imaginable.

 

En cuanto a lo que dices sobre el “cauteloso reparo” de señalar la carga familiar antivillista, debo decirte que los cuestionamientos ad hominem me han acompañado toda la vida. “Dices eso de Villa porque mató a tu familia.” ¡Cuántas veces lo habré oído! Como si el enojo de los deudos fuera razón para dudar de los crímenes –que en el caso de Villa, hay que dejarlo muy claro, están ampliamente documentados—, o peor aún, una atenuante para su gravedad.

 

Aquí está uno de los ingredientes decisivos de La sangre al río: la intersección de la vida familiar y la historia de México. En 2021 apenas podemos imaginarnos cómo ocurría ese cruce, qué sucedía y qué peso tenían las circunstancias, los hechos, las diversas formas de la violencia. Tu libro es una lección de historia, entre muchas otras cosas; quizá por razones familiares, pero también muestras una poderosa vena de historiador.

 

A veces no sabe uno si eligió un camino, o si el camino lo escogió a uno. En las familias de antes, me parece, se hablaba más del pasado, y, quién sabe por qué, yo me aficioné a esos relatos; mi mamá me contaba que desde muy chico la acosaba yo a preguntas. Lo mismo hacía con mis abuelas, con mis tíos y con cualquier viejo que se dejara. Pero aquello no era más que una afición; si a los 18 años, cuando empecé a explorar el baúl de mi abuela y a grabar sus recuerdos, alguien me hubiera preguntado qué planeaba hacer con las grabaciones, habría respondido que sólo quería asegurarme de no olvidar. No me puse a trabajar en forma hasta que vi la necesidad de dejar registro de la herencia terrible de mi familia, pero por un buen tiempo pensé que el destinatario sería únicamente la descendencia de los Herrera Cano, las siguientes generaciones.

 

En La sangre al río una figura destaca sobre las demás: la de tu tío abuelo, el general Maclovio Herrera. No puede uno evitar la sensación de que esta “novela verdadera” es una especie de acto de exorcismo secular, como si hubieras escrito el libro para mitigar el dolor de tantas y tantas tragedias, de las muertes violentas de los Herreras mayores. ¿Algo ha cambiado en tu imagen de Maclovio Herrera a raíz de la escritura y la publicación del libro?

 

Exorcismo secular… me pones a pensar. Los libros toman su propio camino, es cierto. No fue mi intención pintar a mi tío Maclovio de manera especial, pero tienes razón: acabó sobresaliendo porque fue un hombre de gran carisma: despreocupado, simpático, impulsivo, temerario y, para colmo, guapo. Y decente: Pérez Rul, un secretario de Villa, dividió a los generales de la División del Norte entre malvados y hombres de honor y colocó a los Herrera en el segundo grupo. El relato de Salomé Mora, concuño de mi tío, sobre cómo se fueron involucrando ellos dos en las conspiraciones prerrevolucionarias, pinta un Maclovio activo, curioso, comprometido e impaciente; dice Mora por ahí: “con este hombre se hablaba para pronto”.

 

¿Algo cambió?, qué buena pregunta. Creo que no. Aprendí mucho sobre sus circunstancias y sus hechos, pero todo resultó consistente con lo que siempre había escuchado en la familia. Bueno, algún detalle, como la travesura que le hizo a un sacerdote que colgó la sotana para darse de alta con la brigada —la tropa lo llamaba “el curita Triana”—: mi tío lo llevó a un prostíbulo. Esto lo escribió, como prueba de que había militado en la brigada Benito Juárez, un excombatiente que después fue secretario de la Defensa; dice: “lo llevó a casa de la Negra”. Lo que sí cambió para mí, fue la magnitud de lo que la familia vivió a partir de que Villa les exigió secundarlo en su rebelión contra el constitucionalismo. En más de un momento me detuve a exclamar para mi fuero interno: ¡qué barbaridad, eso que vivieron rebasa por mucho lo que yo sabía!

 

Las mujeres de La sangre al río son memoria viva. La abuela es un personaje destacado, notabilísimo. Los recuerdos familiares fueron preservados por las mujeres y ellas, principalmente, se encargaron de trasmitirte esa herencia. Como con el tío Maclovio, te pregunto: ¿cómo ves ahora a esas guardianas de la memoria familiar que es, al mismo tiempo, historia de la región, historia del país?

 

Ese sí que fue un cambio: mi admiración por las mujeres creció inmensamente. Como siempre conviví con mi abuela y con mis tías, yo las veía como personajes cotidianos, por más que supiera de sus experiencias en la Revolución, y el trabajo en el libro me reveló la enormidad de su fortaleza, de su valentía, de su estoicismo. Mi tía Celia Herrera dedicó su libro Francisco Villa ante la Historia “a la mujer olvidada que lloró en el páramo o en la serranía, en la ciudad provinciana o en el pueblo desolado”; después de escribir La sangre al río, yo añadiría: a la que se sobrepuso al dolor y a la pobreza para llevar adelante el carro de la vida, cargando con sus huérfanos. ¡Lo que fue para mi abuela, a los 32 años, tener que descolgar el cadáver de su marido y quedarse a cargo de 7 niños; para mi bisabuela, perder en 4 años a 5 hijos y a su marido; para mi tía Lencha, presenciar el paso de su padre y sus hermanos cuando Villa los llevaba a asesinar! Y a luchar por la vida. Pero ellas no fueron únicas: cuántas mujeres no enfrentaron situaciones tremendas. Mi abuela decía que ella debería haber recibido una pensión por su propio papel en la Revolución, no por el sólo hecho de ser viuda de un general; pienso que tenía razón: ya ves que anduvo cocinando y haciendo ropa para los combatientes, ocultando y transportando armas, fungiendo como correo…

 

La sangre al río es un libro polifónico. Está lleno de voces resonantes, cada una perfectamente identificable y desarrollada por ti con un gran tino literario. El mosaico o conjunto de esas voces debe haberte planteado algunas (o muchas) dificultades, tanto para la estructura del libro cuanto para el tono —la identidad singular— que debía tener cada una de esas voces. ¿Cómo resolviste ese cúmulo de desafíos que la historia de los Herrera te iba planteando?

 

En realidad el mosaico mismo me dio la solución en una especie de momento eureka. Te decía que pasé varios años en una búsqueda azarosa: intenté diferentes caminos para darle forma al libro, pero en todos me disgustaba escuchar mi voz; me decía: “si yo me canso de oírme contar la historia, ¿cómo no se va a hartar el lector?” Lo que en el fondo quería, era compartir con otros lo que mi abuela, mi padre y mis tíos me habían contado, pero no veía cómo incluir tantas voces narrativas. Gonzalo Celorio me dio la solución cuando me hizo notar cómo la novela, a lo largo de su evolución, ha ido cuestionando su propia naturaleza; “en una novela, cabe todo”, me dijo. Fue entonces cuando se me reveló que podía ceder el lugar a todas aquellas voces, meter en el libro las entrevistas que había grabado. Y ellos resultaron ser mucho mejores narradores que yo. A partir de que el camino quedó definido, todo se facilitó: la estructura del libro se determinó por la interacción entre los relatos familiares y el producto de la investigación histórica. Fue conmovedora la experiencia de, por un lado, tener a mi abuela contándome cómo, durante un ataque a Parral que había durado tres días, se había quedado sin comida para sus hijos y había tenido que salir durante la balacera para conseguirla, y por el otro ponerle al ataque fechas y lugares, incluyendo el callejón que ella tuvo que atravesar en medio de las balas que le llovían del cerro. ¡Conmovedor! Y así, relato tras relato. Ya teniendo esa armazón, fue fácil imaginar otras líneas conductoras, como la descripción de fotografías, los diálogos conmigo mismo sobre mi relación con la historia, el ensayo histórico, e incluso novela narrada con mi voz, que, apareciendo más escasamente, ya no fue tan cargante.

 

Hay en nuestro país lo que, sin exageración, puede llamarse “literatura villista”, no nada más por su tema; sino porque esos libros manifiestan una abierta simpatía por Francisco Villa. No hay que ir muy lejos para encontrar esos textos: Cartucho, de Nellie Campobello, o las narraciones de Rafael F. Muñoz. Por lo menos para mí, es claro que no te propusiste escribir un libro “antivillista” sino sencilla y rotundamente contar una historia familiar que te apasionaba y que ahora apasiona a los lectores de La sangre al río. ¿Te ha sorprendido la acogida que tu libro ha tenido? ¿Te la esperabas en los términos en que se ha dado?

 

 

No, no me la esperaba. Este libro me ha llenado de sorpresas, empezando por la escritura misma, que, después de años de intentos fallidos, de repente empezó a fluir. Fue también una sorpresa que Tusquets lo adoptara; cuando te pones a escribir, naturalmente aspiras a que haya quien se interese en el resultado, pero el que una editorial tan respetada quisiera publicarlo rebasó mis expectativas. Y aún más que eso, me ha sorprendido el camino que el libro ha tomado. En la presentación de Crímenes de Francisco Villa, de Reidezel Mendoza, el doctor Pedro Siller, decano de los historiadores de Chihuahua, pronosticó que, al haber puesto en el centro de la atención el sufrimiento de la población civil, La sangre al río tendría una influencia decisiva en la manera en que, en adelante, se contaría la Revolución en Chihuahua. Así es también como el libro se ha insertado en el discurso presidencial, como un alegato contra la violencia.

 

En cuanto al mito plasmado en la literatura —y en la historiografía— filovillista, Celia Herrera escribió que no era de sorprender que quienes encontraron al lado de Villa la oportunidad para desahogar odios y saciar sus apetitos más bajos se hubieran dedicado a engrandecer su figura; a mí no deja de impresionarme que Muñoz escriba que todo lo contenido en Vámonos con Pancho Villa es rigurosamente cierto, que relate cómo Villa asesinó a la familia de Tiburcio Maya para obligarlo a que lo siguiera… ¡y que sea admirador de tal criminal! El doctor Siller considera que el mito tiene un origen doble: por una parte, la necesidad de creer que en medio de la injusticia y la desigualdad hubo alguien que peleó por los desamparados, y por otra, la necesidad de los gobernantes de refrendar la vigencia de la Revolución mexicana para legitimarse en ella. Abelardo Rodríguez, estando reciente el asesinato de Obregón, financió la película hollywoodense ¡Viva Villa!; Díaz Ordaz y Echeverría, puestos en entredicho sus gobiernos por la matanza del 68 y el halconazo del 71, inscribieron el nombre de Villa en el muro de honor del Congreso y trajeron a la Ciudad de México unos supuestos restos suyos. Dice Siller que la poca claridad del origen de Villa, de su pensamiento, de sus fines y, en muchos casos, de sus acciones, ha permitido que se le atribuyan las cualidades, los motivos e incluso las historias que convengan a los fabricantes del mito. Incluso la biografía “científica” de Friedrich Katz, al hablar de los orígenes de Villa, en 13 páginas emplea más de 40 veces expresiones como “es probable”, “tal vez”, “quizás”, “parece indicar”, y cada posibilidad se convierte en premisa de las siguientes suposiciones hasta acabar en una imagen enormemente inflada. Y todo porque Katz, en su natal Austria, perteneció a unas juventudes comunistas que imaginaron en Villa a un paladín de las causas del proletariado. Más recientemente, el gobernador César Duarte basó su imagen en la identificación con ese personaje; ahí sí, la historia se cuenta sola.

 

FOTO: El general de la División del Norte Francisco Villa durante la toma de Torreón en 1914 /Crédito: Archivo Casasola

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