Hit one for the sun
POR ENRIQUE PADILLA
Se lo contaré sin toda esa jiribilla técnica. Si me equivoco en algo, podrá después aclararlo con algún científico. Al menos eso es lo que haría un periodista de verdad. No importa cuántos años hayan pasado, mientras uno de los que estuvimos allí esa noche respire todavía, en esta fecha los cagatintas como usted vendrán a mendigar su nota. Discúlpeme, no es nada personal, nunca me han caído bien los reporteros.
Pero entonces, el juego. Era el quinto de la serie en el Coors Field. Parte alta de la novena, dos outs y nadie en las bases. Estábamos empatados y en el estadio no cabía ni un maldito enano recogebolas. No era para menos, era la primera Serie Mundial en Denver desde la entrada de los Rockies a la liga, y estoy seguro de que pasarán cincuenta años antes de que vuelvan a ver otra, jaja… Bien, pues allí estaba yo, masticando la gorra, haciendo cuentas de los pitchers que tenían el brazo descansado, porque el día anterior nos habían dado una paliza y en serio. Para el cierre de la novena confiaba en que Chuckles, a pesar de esa estúpida risita nerviosa que le salía en los momentos importantes, podía sacarnos sin problemas. En mi cabeza ya estábamos en extrainnings.
Mandé al mexicano a batear. Él sabía que saldría en la siguiente entrada por el pitcher, la regla de oro de la Liga Nacional, ya sabe. Los cascos se han vuelto biónicos, el maldito césped está hecho de algún súper polímero de alta durabilidad, pero Dios prevenga que un bateador designado llegue a la caja de bateo. Y está bien, tiene que haber siempre un límite, en algún lugar tenía que detenerse la dichosa revolución tecnológica del juego. Por cierto, ¿recuerda cuándo esto empezó a llenarse de circuitos y nanobichos? Después de “la guerra total” contra los esteroides. Resultó que las nuevas estrellas no podían superar los récords de las viejas. Mierda, no podían superar ni las marcas de la época de Babe Ruth. Así que, discretamente, unos cuantos gadgets fueron “depurando” su juego. Pero eso usted seguramente ya lo investigó.
Así que en fin, allí estaba yo, y allí el mexicano, blandiendo su bat de madera inteligente, con chips que se habían calibrado para su peso y velocidad de swing. El Meteoro Sánchez. Así le empezaron a decir desde entonces. ¿Sabía que trabajaba en un McDonald’s antes de que un scout lo descubriera, allá por el 2028, en uno de esos barrios de inmigrantes a las afueras de Toronto? Sí, seguro que sí.
El pitcher era Henderson, un zurdo alto y huesudo, que en un buen día tiraba, con las nuevas pelotas de flujo antirresistencia, a 120 o 125 millas por hora. Casi treinta “de ganancia” en comparación con las primeras décadas del siglo. Era obvio que quería acribillar al novato y que su equipo saliera al campo. Le di a Sánchez bateo libre.
Le pasaron el primer strike en una recta impecable. Sánchez sólo la miró, se acomodó el jersey y se frotó las manos. El segundo lanzamiento fue una recta cortada que se le quedó a Henderson demasiado baja. El mexicano se había detenido a medio swing y el umpire marcó bola. Henderson protestó, el cátcher protestó, los fanáticos ebrios de los Rockies escupieron su cerveza, bañaron a los de la fila de enfrente, y protestaron. Pero había sido bola, el bat no había cruzado, de ningún modo.
Ahora, para el tercer lanzamiento, todo mundo sabía lo que venía. Henderson tenía un slider que utilizaba para matar en dos strikes, así que vendría de nuevo con una recta, y sería quizás la última bola buena que Sánchez pudiera ver. Salió de la mano del pitcher: Sánchez le hizo swing y conectó el foul más largo que yo he visto en mi vida. La bola escapó del estadio por el lado equivocado del poste y cayó en Delgany Street. Ese maldito aire sin aire de Denver: la última vez que anduve tan cerca de las Rocallosas casi me desmayo por la falta de oxígeno.
El foul los puso nerviosos. Mientras el cátcher y el coach de pitcheo platicaban con Henderson, le hice señas a Sánchez. Le dije que no jalara tanto el bat, que le había sobrado poder y que recortando un poco el swing podía sacarla hasta por el jardín central. Él me guiñó el ojo como si ya fuera una estrella, y obviamente, no me hizo caso.
Cosa curiosa, su gran error, como dicen todos esos sabihondos del día siguiente, Henderson no le lanzó el slider. Fue adentro con una recta de fuego a la altura de las costillas. El mexicano tuvo que darse la vuelta tan rápido como un gato a dos pulgadas del suelo y esta vez fueron los fans de los Azulejos los que escupieron su cerveza. Era obvio que Henderson había intentado intimidarlo. Le reclamé al umpire, él le hizo una advertencia al pitcher y allí pareció haber quedado todo.
Lo que siguió fue la desesperación para los Rockies. Henderson empezó a tirar sliders y Sánchez a defenderse de ellos. Metía un poco antes el bat y sacaba la bola de foul. Una línea a las gradas del jardín derecho, dos o tres por la raya de tercera base, dos globos atrás de home que el receptor se desvivió sin éxito por atrapar. Cuando, a la décima pichada, Henderson trató de pasarse de listo mandando una bola lenta, algo que rara vez solía hacer, y Sánchez aguantó hasta lo último sin hacerle swing, y el umpire marcó bola, los fanáticos de los Azulejos empezaron a gritar su nombre. Come on, Sánchez, you show him! Hit one for the sun, bro!
Tres bolas con dos strikes. Henderson nunca fue un pitcher demasiado paciente. Lo suyo era abrumar con la velocidad: simplemente iba a tirar por el centro tan duro como pudiera, y eso sería todo. Retó a Sánchez. Y el Meteoro le contestó.
La bola se convirtió en un borrón que desapareció por el mejor lado del jardín izquierdo. Salió tan rápido que casi nadie entendió qué había pasado. Los fanáticos con jerseys azules sólo festejaron hasta que vieron a los umpires haciendo girar la mano y a Sánchez recorriendo las bases con los brazos abiertos. Muchos compararon ese batazo con el que dio Joe Carter en el 93, pero nosotros tuvimos que esperar a que el risueño de Chuckles sacara los tres últimos outs. Lo hizo, por suerte; nos pusimos en ventaja 3-2 en la serie y ganamos en seis partidos.
Claro que no es por eso que está usted aquí. El revuelo empezó con las repeticiones en cámara ultralenta de los noticiarios deportivos. No importaba cuántas veces lo vieras: seguía siendo increíble. El estadio completo alrededor de la bola parecía haberse congelado. Sólo esa pequeña mancha blanca ascendía, ligera y desatada, como la señal de la segunda venida de Cristo, como sostenida por la mirada del mexicano. Cuando los cuellos apenas habían empezado a girar para buscarla, ya estaba sobre la cabeza del jardinero. Había sido una raya, había salido a un ángulo relativamente bajo y no se veía que empezara a descender; finalmente se la tragaba la noche, desaparecía entre las luces del estadio y de la ciudad. “¿Dónde cayó la bola de Sánchez?”, fue la pregunta en las redes. Y surgieron los rumores. Había aterrizado en un campo de golf y hecho un hoyo del tamaño de un cráter en el green. Se había incrustado en el televisor de un viejo que justo estaba mirando el partido. Se había zambullido en el contenedor de una fábrica de Coca Cola y alguien la había sacado de una botella. Incluso algunos dijeron que nunca bajó, que iba lo suficientemente rápido como para vencer la atracción de la gravedad y escapar de este mundo: que en realidad, a pesar de lo que digan, ahora sigue su vuelo, luminosa y firme, rumbo al sol de este maldito planeta.
Pero por supuesto que bajó. La encontraron en una granja, tres semanas después. Le había pegado a una vaca en la cabeza, le había partido el cráneo al animal y el granjero quiso demandar a la liga. Cambió de opinión cuando pudo vendérsela a un millonario chino en no sé cuántos miles de dólares. Comprobaron que era la misma gracias al número de lote de algún chip que traía adentro. Y por cierto, la investigación que siguió fue muy sigilosa; imagínese que esa línea hubiera salido directo a la cabeza de algún jugador, un fan o una porrista. La liga retiró discretamente algunos cables, las estadísticas disminuyeron un poco y se hicieron pruebas para que eso no volviera a pasar. Pero la distancia, se me olvidaba la distancia: tres millas completas desde el estadio. Casi había llegado a la reserva de Lake Park.
Claro que después de eso Sánchez se volvió una estrella de la noche a la mañana. Aunque muchos equipos intentaron llevárselo, Toronto le dio un contrato verdaderamente espectacular. Carajo, no sólo lo adquirieron a él, compraron a toda su familia mexicana, del sobrino al abuelo consiguieron algún trabajo en la organización de los Azulejos. Qué curioso, ¿no cree usted? Cuántas cosas acabaron moviéndose alrededor de ese swing, cuánto cambió sólo porque alguien le pegó a una pelota muy muy fuerte. Supongo que, como dicen, así es el beisbol. Además es una historia que a todos los que estaban allí esa noche, incluyendo a los fanáticos de los Rockies, les gusta contar. Bueno, excepto tal vez a Henderson.
*Crédito de fotografía: AP