Primeras imágenes de Huberto
Más que un maestro de literatura, Batis era un hombre que enseñaba a vivir en la literatura. Sus alumnos que lograron traspasar el umbral de su rigor y furia, entendieron que no sólo enseñaba letras sino a buscar herramientas para vivir la vida, y los más dotados, para volverse creadores
POR ALBERTO RUY SÁNCHEZ
De Huberto Batis guardo memorias muy intensas. Nunca podía ser con él de otra manera. Las mejores para mí fueron de los primeros años setenta. Cuando un amigo que se llamaba Félix Moreno, Magui De Orellana, Ricardo Newman y yo nos enteramos de que había en la Universidad un profesor de literatura que era extraordinario y que, como en la carrera de letras había pocos alumnos, tal vez permitiría que asistiéramos de oyentes a sus clases.
Los cuatro éramos muy amigos. Magui y yo todavía no éramos pareja. Aunque no estudiábamos literatura devorábamos toda la que caía en nuestras manos. Teníamos veinte años de edad y la primera clase de Huberto fue una sesión intensa y terriblemente lúcida sobre la poesía de Jorge Cuesta. Una lectura que era a la vez un desciframiento en el que participábamos activamente quienes quisiéramos. Como se sabe, su poesía es terriblemente difícil. Especialmente su Canto a un dios mineral. Pero mucho antes de que el maestro diera una cátedra de erudición la clase era una especie de taller de lectura en el que cada uno íbamos agotando nuestras posibilidades sin nunca ser descalificados por el maestro. Al contrario, había una extraña cordialidad que retomaba las aportaciones de los alumnos para llevarlas cada vez más allá y profundizar en lo que estábamos descifrando. Poco a poco iba surgiendo la idea de un sistema común de pensamiento a la cuarentena de poemas que teníamos frente a nosotros. Aparecía una poética implícita.
Hasta que, en un momento de entusiasmo compartido por haber llegado juntos a descifrar un conjunto de imágenes misteriosas, un momento de verdadera iniciación, Huberto se transformaba en una especie de chamán que llevaba la lectura más allá y comenzaba a contar historias fascinantes de la poesía que evidentemente había leído Cuesta, y luego la vida misma del poeta y científico fiel a su delirio que se había suicidado a los 38 años de edad. Que era casi la edad que tenía Batis y que entonces a nosotros nos parecía una madurez muy lejana.
Si algo quedaba claro era la relación profunda y afilada de una obra poética con la vida. Tanto la de quien la escribió como la nuestra en aquel momento. Por supuesto que aquel ritual Batisiano era mucho más que una clase y nunca duraba la hora programada. De aquella primera sesión recuerdo que duró dos horas y media y eso porque ya nos echaban de la sala. Y, por lo menos yo y mis amigos sin duda hubiéramos querido que continuara. El grado de aliciente, de entusiasmo y de reto que sembraba en cada uno aquel ritual todavía me impulsa y me doy cuenta de cómo marcó mi relación inicial con la literatura y mi manera de estar en la vida como escritor.
Aquella manera de ocupar plenamente un lugar y un espacio era, por supuesto, fascinante y al mismo tiempo una fuente constante de conflicto con los profesores que debían dar clases después de él. Las leyendas sobre Huberto son abundantes y siempre exageradas pero siempre muy posibles.
Huberto daba también otro tipo de clase en la que brotaba una faceta distinta o complementaria de su personalidad. Recuerdo una en la que sus alumnos tenían que entregarle un trabajo de clase encargado por él sin concesiones: tenían que escribir cien páginas contando su vida, su relación con la lectura y el por qué habían elegido el oficio de la literatura. Cien páginas era muchísimo y una perfecta oportunidad para hacer el ridículo. Y, en efecto, recuerdo la mano temblorosa de una alumna con el cigarrillo en la mano leyendo cada frase y dándose cuenta de que hasta el silencio mismo del profesor era una navaja en su yugular. Huberto no tenía piedad y avanzaba sobre las palabras de aquella pobre alumna como un guerrero medieval espada ensangrentada en mano que caminaba entre cadáveres. Lo mismo hacía con cada alumno. Su crueldad podía ser extrema. En ella cada quien podía ver una oportunidad de mejorar notablemente y con tremendo rigor lo que hacía o de salir corriendo. Porque terminaba por verse obligado a decidir si de verdad aquel camino de escribir y mostrar públicamente en sus escritos literarios o sobre la literatura lo que llevaba en el alma sería el suyo. Quedaba claro que tarde o temprano, más allá de las aulas, el mundo leería de la misma manera cruel lo que cada uno hiciera. Los inseguros temblaban pero los demasiado seguros, aquellos que no tenían en su mente espacio para la duda eran radicalmente degollados al exhibir su falta de inteligencia. La mente avanza dudando.
El límite frágil entre la lúcida responsabilidad de decir la verdad y la crueldad abusiva al decirla era fácilmente roto por él sin miramientos. Recuerdo un par de supuestas vocaciones literarias que aquellos días quedaron truncadas, no por los comentarios de Huberto sino por su silencio. Un amigo egocéntrico total, no soportó que, después de leer su poema sobre placentas y escamas, el primer y único poema de su vida, Huberto lo mirara fijamente y tan sólo dijera, “El que sigue”. Pero eso fue en su taller, más que en su aula.
Además de las clases que daba en dos universidades y su trabajo de editor de libros en la Secretaría de Educación, Huberto se empeñaba en dirigir de manera gratuita una revista literaria de estudiantes impresa en mimeógrafo que se llamaba Punto Cero de Literatura (como un eco del concepto Barthesiano del Grado Cero de la escritura) y coordinar un par de talleres literarios. Pronto decidió reunir a los sobrevivientes de esos dos talleres en su casa los sábados por la mañana. Y comenzó un nuevo ritual y una gran amistad.
Esa fue tal vez la temporada más luminosa de la cercanía con Huberto. En su casa de Tlalpan, en la calle de Matamoros (creo que era el número 170), los sábados por la mañana nos reuníamos un grupo variable de sobrevivientes de su mirada para entrar en una nueva etapa de la vida. Ya éramos más o menos iniciados y estábamos por vivir un nuevo proceso de iniciación. Todo sucedía en la sala o en el jardín de Huberto, no pocas veces en el comedor. Pero estábamos en su biblioteca. Una biblioteca viva, haciéndose a la medida de los días, con un desorden que escondía un orden personal que también era interesantísimo descifrar. Las sesiones de lectura se dividían en dos partes. En la primera leíamos y comentábamos lo que cada uno había escrito. Se trataba no solamente de un aprendizaje del oficio. Sino de una prueba de entereza vital, de vocación profunda y de personalidad. Quien esperara el elogio fácil estaba perdido. Y al mismo tiempo todo llevaba a darse cuenta de que el peor crítico de un escritor debe ser uno mismo. Quien no aprendiera a desarrollar una piel de elefante ante la mirada crítica de los demás, muchas veces justa y certera, es porque no había entendido que vivir en la literatura era vivir una búsqueda profunda del sentido de la vida en el oficio de hacer lo mejor que uno puede hacer en cada momento. Y adquirir los instrumentos para lograrlo era parte de esa búsqueda.
La segunda parte del taller era de lectura. Y ahí comenzaba el verdadero taller con el maestro que era sobre todo un gran lector. Y nosotros, no sus discípulos sino sus aprendices. Es decir que Huberto era un maestro no en el sentido escolar del término, alguien que se para ante los alumnos y les comparte sus conocimientos, sino que era maestro en el sentido artesanal: alguien que ejerce su oficio rodeado de sus aprendices que van tratando de hacer lo suyo observando, viviendo cómo el maestro soluciona cada problema concreto del oficio. Una diferencia abismal que yo tendría la suerte de volver a vivir unos años después en los seminarios reducidos de Roland Barthes.
El taller de escritura de Huberto estaba arraigado en la lectura. Y su enorme biblioteca, aumentada por los libros que sacaba de las bibliotecas universitarias y públicas para compartirlos con nosotros, era un recurso inigualable. Como lector de la literatura, la filosofía y la ciencia, la generosidad de Huberto se multiplicaba al infinito. Porque de cada cosa uno siempre podía leer mucho más, hacer relaciones insospechadas, aprender y vivir aprendiendo cómo los libros que importan siempre están arraigados en la vida, forman parte de ella, le dan sentido, la cuestionan sin cesar y, a final de cuentas nos ayudan a vivir. O, para algunos, lo contrario. Ayudan a irse de la vida.
Como en la sala de Huberto había un extraño testigo mudo de nuestras sesiones que en una penumbra acuática nos observaba detenidamente haciendo gestos sutiles, muy pronto ese testigo se convirtió en el tema de nuestras indagaciones y lecturas: era un axolotl enorme en una pecera a media luz. Por supuesto que además de leer todo lo que encontramos sobre el axolotl, desde Clavigero, Sahagún, Hernández, Alzate Y Georges Cuvier hasta los también clásicos de Cortázar, Arreola y Elizondo; revisamos todas las ilustraciones encontradas y las tesis científicas sobre el animal prodigioso. Una de ellas, hecha por un mexicano cuyo nombre no recuerdo, me marcó especialmente. Huberto la encontró en formato de tesis y así nos la trajo. Estudiaba el oído medio del axolotl y la manera en que los especímenes acuáticos llevados por Humboldt a Francia para el laboratorio de Cuvier se habían salido de sus peceras porque el agua de París era muy calcárea. Para lograrlo habían desarrollado una transformación, no sólo de sus branquias en pulmones sino sobre todo de su oído. El prodigio de adaptación siempre me pareció un emblema del reto al que yo me enfrentaba en mis primeros años de vida en Francia. Y así se lo conté a uno de mis amigos de entonces, Roger Bartra, que tanto trabajaría después sobre el axolotl dándole un sentido mucho más amplio. Yo mismo escribiría sobre el tema una obra de teatro circense para niños que fue montada en Francia hace algunos años. Y que tuvo su origen en una Batisiada, en una de esas lecturas que se convertían en experiencias vitales profundas. Cada semana, una sorpresa, una revelación, una nueva ventana abierta al mundo.
Ahí, en la calle de Matamoros surgía otra dimensión de Huberto Batis, la de inigualable anfitrión. Las sesiones podrían alargarse sin medida hasta la madrugada. Y la generosidad de Huberto con el montón de estudiantes era enorme. Llegaban también sus novias, Katia Caso un tiempo y Mercedes Benet, cargadas de sorpresas culinarias. Mercedes se convertiría en su segunda esposa muchos años y madre de cinco de sus siete hijos, tres niños y dos niñas con ella. Cada uno maravilloso, según los recuerdo. Las dos hijas mayores, Ana y Gaby, vivían con su madre después del divorcio. Pero antes de que llegaran los niños con Mercedes, la hospitalidad de Huberto y las conversaciones intensas se extendían todo el fin de semana viajando a diferentes lugares en un automóvil muy peculiar que había comprado no sé cuándo y que parecía más un yate. Un Impala blanco de alerones picudos y espacios interiores enormes. En la cajuela trasera, por supuesto, una biblioteca en formación espontánea donde apenas y habría lugar para maletas. El siempre conducía mientras contaba historias fabulosas. Si íbamos a conocer a Juan Vicente Melo a Xalapa antes nos contaba todo de él y de la generación de la Casa del Lago, la persecución homófoba que le hizo Gastón García Cantú como funcionario universitario, comprobada luego por Jorge Ayala Blanco y por Juan García Ponce, entre otros. Ambos muy amigos de Huberto pero que, para nuestra fortuna, no dejaban de añadir precisiones o enmiendas a sus excesos de verdad. Las carreteras eran una doble aventura cuando Batis manejaba y hablaba. Que era mucho peor que beber, por supuesto. Huberto entraba en trance y nosotros con él. Era, tal vez, el mejor contador de historias orales que he conocido, incluyendo varios profesionales de plazas públicas en diferentes países. Aunque era historia reciente, porque en aquellos años setenta nos hablaba de cosas que habían sucedido en la vida literaria de México entre quince y siete años antes, nos transmitía la sensación de una época luminosa que ya había pasado y que era maravilloso conocer. Además, casi todos los protagonistas de sus historias estaban vivos y con él los conoceríamos y hasta desarrollaríamos luego diferentes grados de simpatía y de amistad. Durante aquellos viajes, que muchas veces hicimos Magui y yo, que ya éramos novios, en el asiento de atrás y Huberto y su pareja adelante, él nunca tuvo arranques de ira ni de crueldad, todo lo contrario. Era más bien el espacio para comentar todo aquel otro mundo donde las cosas más extrañas y extremas le sucedían. Las escenas que ayudaron también a forjar su leyenda de ogro.
En 1975 Magui y yo nos fuimos a vivir fuera de México casi una década y mantuvimos muy poco contacto con Huberto. Algunas cartas breves, postales aventureras desde Marruecos y eso que en la época se llamaba cablegramas y que era una carta brevísima que se escribía en una hojita azul que se cerraba sobre si misma convirtiéndose en su propio sobre y ya no necesitaba sello postal. Añorábamos la posibilidad de que nos visitara en Francia y poder compartir con él lo que estábamos viviendo allá intensamente. Sabíamos todo lo que le hubiera gustado hacerlo. Pero no era tan viajero y nunca vino a vernos.
Desde antes de regresar a México, Huberto nos pedía a Magui y a mí de vez en cuando textos y traducciones. Al regresar me dio una columna en sábado que llamé Al filo de las hojas y que dio nombre a uno de mis libros donde hay aquellos textos breves y muchos otros ensayos. Las reuniones semanales en la redacción eran fabulosas. Hay muchos testimonios y cada quien la vivió a su manera. Merece ser contada con calma y espacio.
Aparte de aquellas reuniones nos veíamos todo el tiempo. A mí me tocó acompañarlo en un momento terrible, cuando Alejandro Rossi, como funcionario universitario había emprendido la tarea de correrlo de la Universidad. En uno de sus arranques de ira Huberto había agredido físicamente a un encargado de las prensas de la imprenta universitaria que no había terminado la impresión de un libro de poemas por alguna causa sindical. Benítez y yo lo acompañamos a una oficina de Rectoría para enfrentar el peligro de que lo corrieran y tratar de obtener una solución. El mundo se le caía. Ambos prácticamente lo sosteníamos físicamente porque, así como se sulfuraba y crecía como espuma se disminuía y se le doblaban las rodillas. Continuaría enseñando casi treinta años más. Pero, aquella lección de las consecuencias de su desmesura, por supuesto no lo hicieron cambiar. Era algo físico. Y las leyendas Batisianas exageradas pero posibles no dejaron de abundar.
En una de ellas, en la UNAM, cuando una maestra muy tradicional, de collar de perlas y chongo (estamos hablando de la época más hippie de México) se atrevió a entrar a su clase e interrumpirlo porque ya había tomado media hora del tiempo de ella, Batis la insultó de tal manera certera e inesperada que la mujer se desmayó. Huberto, sin dejar de dar su clase la tomó de los pies, la arrastró afuera de la clase sin dejar de hablar, cerró la puerta y continuó hablando todo el tiempo que quiso. Varias veces estuvo a punto de ser expulsado de la UNAM por su violencia. Un amigo muy querido de él, que era psiquiatra y lo había tratado, me dijo que Huberto necesitaba tomar a diario una pastilla que regularía las periódicas erupciones de ira que le nublaban el pensamiento y lo hacían también ser lúcido de otra manera. Pero que él se negaba a tomarla. No le gustaban los efectos secundarios de aquel regulador. La adrenalina Batisiana era parte de su razón de ser.
Siempre recordaré, por dramático pero también por certero, lo que le dijo Fernando Benítez, muchos años después, en uno de los pasillos del unomásuno, la última vez que nos peleamos. Batis, obnubilado y con sobrepeso, recorría de ida y vuelta diez metros en un pasillo, en silencio y a punto de explotar, contoneándose de un lado al otro de sí mismo como un barco en aguas agitadas. Benítez trataba de calmarlo gritándole, con no menos exageración: “Huberto, mírate en un espejo, tienes los labios azules de rabia, se te ha puesto una cara de asesino. Cálmate, son los últimos amigos que te quedan”. Por supuesto que Batis contaría la escena de diez maneras distintas, siempre inventando las razones de ese pleito. Que no sería el único, claro. Y al enfrentarlo con su exageración siempre aceptaba que tal vez se equivocó. Sabía que se cegaba. Pero luego añadía una nueva y más compleja fabulación. Era imparable luz y sombra. El hecho es que nos distanciamos por lo ofensivo que fue. Y que por su iniciativa volvimos a conciliarnos sólo años después, cuando nació nuestra primera hija y sin avisar se presentó en la casa para conocerla.
Huberto no era nunca un enemigo, era más como un clima gentil o tormentoso. Sucedía más allá de sí mismo. Su amigo psiquiatra me decía: piensa que es patológico en la ira como lo es en la generosidad y en el amor. Lo suyo es la pasión. Quien sólo haya conocido la faz terrible de Huberto, y sin duda surgirán quienes sólo hablen de ella y nos cuenten sus historias obscuras con él, se perdieron tristemente su faceta de astro luminoso: de inmenso narrador oral, de amigo lleno de generosidad sin límites, de curioso extravagante radical, de editor riguroso y clarividente que como nadie en un mundo cultural que tendía a cerrarse claustrofóbicamente abrió puertas a varias generaciones de escritoras y de escritores por igual. Pero sobre todo era un lector único, apasionado, y todo lo que escribió son sus lecturas.
ILUSTRACIÓN:Eko
« Huberto, partero de las letras Nosotros éramos los pelados »