Batis, el crítico
Huberto Batis fue un observador agudo y un cazatalentos de legendaria puntería. Con sus técnicas sanguinarias destripó a muchos aspirantes a escritores, pero impulsó a otros. A lo largo de su vida estuvo rodeado de jóvenes que se convirtieron en referencias de generaciones
POR GUILLERMO FADANELLI
Morimos varias veces a lo largo de la vida. El tiempo desata los nudos más intrincados y erosiona las piedras más resistentes; nada queda de pie y hay mucho de trágico en contemplar nuestra conversión en otra persona, o presenciar al pasar de las décadas, el extraño encuentro de las múltiples versiones de uno mismo. Huberto Batis se desdobló varias veces a lo largo de su vida, murió otras tantas y renació siempre empujado por un impulso genuino, el cual daba fe de una curiosidad incansable y de un ánimo que impregnaba todo su quehacer y su mirada. Fue consciente de que el conocimiento, las artes y la cultura no son entidades formales o definidas y que entrar en ellas supone un camino sinuoso, complejo y sin retorno. Perder la capacidad de asombro nos devuelve a una vida sideral y pétrea, a un sueño del que ya no es posible despertar. No sucedió así en el caso de Huberto y no obstante su vasta sabiduría, su malicia intelectual y su conocimiento profundo del espíritu humano, jamás se inmovilizó en una postura dogmática. No lo hizo porque fue consciente de que incluso el saber de los expertos, la enciclopedia, la historia, la ciencia y la literatura no son basílicas o monumentos levantados para la veneración y la apreciación desinteresadas, sino que son también juego, contradicción, enredo, compromiso, introspección y, sobre todo, cambio constante y horizonte abierto.
Si la literatura tiene sentido es porque nos muestra la debilidad humana y la diversidad de sus rostros, temperamentos y maneras. Curiosamente, la fama de ogro, intransigente y de arrogante hombre de letras que debió soportar y alimentar Huberto no conciliaba o empataba con su labor de escritor, editor y maestro, pues en estos oficios se revelaba y expresaba un ser contrario a su propia leyenda, uno cuya tolerancia intrínseca, imaginación y bondad intelectual lo tornaban un sabio siempre dispuesto a aprender y a confrontarse, a recibir en sus manos la ingenuidad y bestialidad de los jóvenes para incidir en ellos y conducirlos hacia los terrenos de la literatura. Acerca de Huberto podría pasar días y horas relatando anécdotas, sobre todo ahora que ha vuelto a morir y me permite una tregua: el descanso de saber que ya no existe y que su más reciente y maltrecha presencia física dejará de atormentarme y de perseguirme como el fantasma que respira y cuya mirada crítica y reprobadora uno es incapaz de evadir. Cuando lo conocí no tenía claro si me convertiría en escritor o en un pálido profesionista con un título universitario adosado a la espalda; al final terminé siendo un pálido y titubeante escritor al que Huberto formó y encaminó dentro de las páginas del suplemento cultural sábado (probablemente el suplemento más generoso y polifacético, y el que mayor número de escritores, críticos, poetas y filósofos formó o promovió en la historia de la cultura en México).
Yo escribía para sábado, presa de un alarmante entusiasmo acerca de todos los temas que me despertaran interés: arquitectura, arte, literatura, pero también hacía la glosa y recuento de mi turbia, densa y personal experiencia con la Ciudad de México. Llenaba el escritorio de Huberto de barbaridades, de artículos belicosos, incendiarios y orientados a la polémica y a la biografía maldita. Sin embargo, cuando se me subían los humos y afloraba en mí la soberbia o la altanería insultante, Huberto no se detenía a la hora de dejar clara constancia de mi debilidad e insignificancia al espetarme: “A nadie le importa lo que tu piensas y escribes: eres un don nadie”. O levantando una ceja y mirándome de soslayo me confirmaba lo siguiente: “Publico tus anatemas y ocurrencias por lástima, en realidad nadie te lee. Haces ruido… eso es todo”. Tales baños de agua fría no me humillaban o mermaban un ápice; al contrario, me empujaban a continuar y a pulir mi espíritu mordaz, crítico y mi incipiente talento literario. Gracias a Huberto conocí a personalidades extraordinarias cuya sola proximidad fortaleció mi tardía educación sentimental: Roberto Moreno de los Arcos; Manuel Aceves; Roberto Vallarino; Juan Carvajal; Evodio Escalante; Pura López Colomé; Enrique Serna y tantos otros hombres de pasión, desmesura y letras. El manifiesto o panfleto estético de la revista Moho fue, en realidad, lo primero que publiqué yo en un diario. Este manifiesto firmado al alimón con Naief Yehya (quien me presentó a Huberto por primera vez), sostenía que más allá de nuestra publicación todo era marginal, periférico, artificial e impostado; declarábamos también la inutilidad del análisis, de la explicación e investigación erudita y aplaudíamos el cinismo y la sabiduría milenaria de las vacas: tales baladronadas románticas nos fueron inspiradas por los movimientos de vanguardia del siglo XX y la licencia que nos permitió la posmodernidad y la rebeldía sin tregua. Huberto no tuvo empacho en publicar tales pedradas juveniles e insolentes: estoy seguro de que en algún momento dudó y acaso se arrepintió; ello me lo hacen suponer estas líneas que se hallan escritas en su libro Lo que Cuadernos del Viento nos dejó: “¿Cuántas veces no pude negarme a argumentos totalmente sentimentales y publiqué textos flojos, babosos, mediocres, inútiles? Mis culpas son infinitas: el chavito pendejo, la chavita por bonitilla (y a veces por horrible), el extranjero exiliado, la poetisa putancona, cuerísima, la prima ilusionada por verse en letras de molde, las lágrimas de la viuda que quiere ver impresos los últimos versos de un difunto. El editor es asechado por los escritores inéditos en todas partes: lo granjean, lo invitan, lo emborrachan, lo apapachan, lo sobornan. Los caminos para publicar son barroquísimos”.
Es de sobra conocido que al lado de escritores de gran valor, filósofos, académicos de renombre, críticos puntillosos y celebridades de la literatura, Batis también publicó en sábado a autores desconocidos, bellacos, promesas dudosas, diletantes y provocadores; y si éstos últimos se metían en líos, mejor, porque daban lugar al movimiento, a la oposición de contrarios, a la mofa, el contrapunto y el arte: los jóvenes airosos teníamos en ese entonces asegurada su estima. La teníamos porque Batis pensaba, o al menos tal es mi impresión y lectura, que un enfrentamiento de ideas, actitudes, interpretaciones, odios y vocaciones contrarias resultaba siempre más estimulante que un monólogo cortés e inane. La conciencia dadaísta del malentendido y de la incomunicación lingüística a priori: “Estoy de acuerdo con usted porque pienso exactamente lo contrario”; o la célebre sentencia de Oscar Wilde: “Cada vez que alguien está de acuerdo conmigo creo que no tengo razón”; tales nociones abstractas y filosóficas se hallaban detrás de ese ánimo guerrero, perturbador y tolerante invocado por mi querido maestro Huberto Batis; una invocación al movimiento o a la disputa que Batis creyó siempre tan necesaria para que en verdad llegue a desarrollarse una cultura fecunda, un pensamiento novedoso, un arte inédito y, en suma, se extienda la conversación humana hacia todos los puntos cardinales. En fin, hoy que me siento tan abatido a raíz de la última muerte de Huberto Batis, las remembranzas —golpes al hígado—, me hacen recordar que ambos, además de todo, nos hicimos buenos amigos, cómplices y aventureros que navegaron en el mismo barco. Me acercaba yo dos veces a la semana a su oficina donde siempre se daba un tiempo para charlar conmigo o narrarme anécdotas minuciosas en las cuales los detalles y el ánimo mordaz de su expresión resultaban ser siempre la esencia del relato: no sólo su memoria, sino su paciencia sibarita y el miedo atroz que parecía causarle olvidar los detalles de un hecho fueron la causa de que ocho horas de conversación se hicieran necesarias para que Batis se sintiera apenas medio satisfecho con la conversación. A Huberto no se le escapaba nada, todo le concernía a excepción de la farándula literaria y el festín de los halagos y de la escalada social; fue un observador, un mirón y un crítico obsesivo. En su libro Estética de lo obsceno, Batis cita unas palabras de Italo Calvino con respecto al crítico ideal; dice Calvino: “Es el crítico que me enseña a apreciar cualquier cosa que yo no estaba en condiciones de ver, a concentrar mis ojos sobre un punto del texto que no había sabido leer”. Eso es precisamente lo que acostumbraba hacer Huberto con sus amigos, con sus alumnos e incluso con sus enemigos: concentrar la mirada allí donde nuestra ceguera nos impide hacerlo: abrir puertas, en suma. Su muerte representa también uno de mis tantos y últimos decesos. Descanso, pero al mismo tiempo la soledad me avasalla y oprime. Ya nos encontraremos, querido Huberto, en el retorno a la vida de los que insisten en marcharse.
FOTO:“A Huberto no se le escapaba nada, todo le concernía a excepción de la farándula literaria y el festín de los halagos y de la escalada social”./Archivo personal Huberto Batis
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