Manual para escuchar a Huberto Batis

Ago 25 • Conexiones, destacamos, principales • 3177 Views • No hay comentarios en Manual para escuchar a Huberto Batis

Entre 2015 y 2018 Batis continuó con el ejercicio del periodismo cultural en El Universal, su última casa editorial. En Confabulario tuvo el espacio en donde, haciendo a un lado sus enfermedades, dictó y corrigió sus memorias hasta que decidió hacer un receso del que ya no pudo volver

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ

El autor de unas memorias es el verdugo de las exageraciones y omisiones de sus coetáneos y una especie de justiciero que se arriesga a ser vapuleado por sus propias confesiones. Para Huberto Batis esto nunca fue un problema, pues se sabía una persona en donde dominaba la franqueza, muchas veces incómoda y colérica pero en la que siempre se imponía la generosidad. Estaba allí para nombrar el mundo y compartirlo en una cátedra en permanencia voluntaria donde quienes lo escuchaban no sabían qué vendría en la siguiente clase o visita a la redacción del suplemento sábado o en su casa de la calle Corregidora, en Tlalpan. Entendía que la erudición sin generosidad era simple pedantería.

 

Sin embargo, la mayor de las traiciones no viene de las exageraciones y omisiones deliberadas, sino del olvido. Cuando la vejez y la enfermedad se convierten en estados irrenunciables, uno de los recursos contra los resbalones de la memoria es la oralidad. Otros ya han escrito de la importancia de Huberto Batis como formador de escritores y periodistas, cazador de talentos, tallerista, editor, maestro universitario y, sobre todo, como el más adorable de los corruptores.

 

Durante más de dos años me dictó cada una de sus entregas de su columna quincenal “Memorias de un editor”. En ese tiempo construimos una especie de manual no escrito. Costó algún regaño y episodios de inopia que suplimos con zapping, lecturas en voz alta o paseos por su álbum fotográfico. Así aprendí que no debía insistir en un tema sin antes darle un motivo y el tiempo suficiente para rescatar fijaciones o recuerdos: los pormenores de alguna polémica, alguna fotografía, fragmentos de sus propios libros o de sus amigos, o un nuevo acompañante, de preferencia jóvenes aspirantes a periodistas que le recordaban sus años como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

Conocí a Huberto Batis lejos de las aulas, los talleres y las redacciones. Antes de eso sólo habíamos conversado por teléfono sobre el publicista Carlos Arouesty, un erotómano de su misma calaña, al que recordaba por su frase Semen retentum venenum est (“El semen retenido, veneno es”). Lo primero que hizo fue regalarme un ejemplar con dedicatoria de Lo que Cuadernos del Viento nos dejó, el mayor compendio de chismes del mundillo literario de los años 60. En la página 15 había un fotomontaje de su rostro sobre el cuerpo entero de Ignacio Manuel Altamirano, un carté de visit donde manifestaba sus querencias pero también la claridad con que había hecho su trabajo en el periodismo cultural. Después entendí que fue la labor de Altamirano en la revista El Renacimiento la que está detrás del libertinaje que Huberto Batis tuvo con todo tipo de propuestas y temáticas en las páginas de sábado, suplemento que necesita ser rescatado en algún repositorio digital. Ahí se ve la mano de su maestra María del Carmen Millán, a quien siempre admiró y mostró gratitud.

 

Su casa de Corregidora era nuestra redacción. Sólo nos interrumpían las enfermeras que lo atendieron a lo largo de sus últimos años en distintos momentos: Claudia, Araceli, Gabriela y Cintia. Tomaba un coctel de medicinas multicolor. “¿Sabes qué chocho es este?”, me preguntó una vez mientras mostraba el trozo de una píldora azulosa: “Es viagra”, se respondió él mismo y me dio un tutorial sobre ese medicamento como auxiliar en la salud cardiaca en cantidades moderadas. Yo sí le creo. Todas las mañanas, después del desayuno, hojeaba los periódicos y recibía llamadas. El poeta Marco Antonio Campos le llamaba religiosamente cada que aparecía una nueva entrega de sus memorias. Alguna vez llamó por teléfono a José de la Colina para que le recordara un nombre o título escurridizos. A Teresa Bisbal Siller, una de sus grandes amigas de sus años de estudiante, podía dedicaré hasta una hora de charla.

 

Asumí el encargo como amanuense de Huberto Batis como el aprendiz que debe escuchar y cuidar las que tal vez serían las últimas palabras de nuestro viejo fauno. Mentiría si dijera que conocí su trabajo en el suplemento sábado recién salido de las rotativas, pues mi cada vez lejana adolescencia coincidió con su salida del unomásuno. Por esas fechas sólo habré hojeado un par de ejemplares. Todo lo que sé de Huberto lo aprendí de sus libros y nuestras largas charlas.

 

Si dije que dictaba su columna, debo hacer una aclaración: sus memorias son una continuación de las conversaciones. Aprendí a no interrumpirlo y a hacer preguntas puntuales para que no quedaran huecos. El tema más banal podía ser ocasión para llegar a apariciones y revelaciones fortuitas: cómo nació “El dinosaurio” de Augusto Monterroso; la cleptomanía bibliófila de Luis Mario Schneider; la envidiable libertad sexual de Pixie Hopkins; la biblioteca erótica de Julio Torri; los arranques voyeuristas de Ramón Xirau; sus mariguanizas con Salvador Elizondo; el ojo alegre de Bonifaz Nuño; las veces que mordió el mismo mango que comía Inés Arredondo y las memorables y desmadrosas fiestas en el edificio Mazatlán, en la colonia Condesa, donde él, García Ponce y Gurrola estuvieron a punto de echar por la ventana a Juan Vicente Melo en un supuesto rito mortuorio.

 

Por algunos periodos me acompañaron uno o dos de nuestros practicantes y alguna amiga. La intención principal era atraerle nuevos conversadores que lo llevaran por otras rutas. Su curiosidad siempre lo llevó a rodearse de jóvenes, conocer sus lecturas y sus gustos. Cuando nos preguntó “¿Qué es eso de Daft Punk?”, le enseñamos “Instant Crush” y “Get Lucky”. Lo vi cantar “I Want to Live in America”, de West Side Story, a dueto con el ahora reportero cultural Antonio Díaz –juro que no hicieron la coreografía– y darle una cátedra sobre La obediencia nocturna a mi amiga Tania Jaramillo. A Armando Mora y Miguel Ángel Teposteco, entonces practicantes de El Universal, les dio clases de anatomía femenina; salieron de su casa con la sonrisa de dos adolescentes recién iniciados; al ahora reportero de nota policiaca Gibrán Casas le dio una clase magistral de La regenta; a mí, además de su amistad, me enseñó un poco de su latín macarrónico y a pronunciar correctamente la palabra kátharsis. Compartimos también un momento traumático cuando a media charla –mientras platicaba de su infancia en Guadalajara– vivimos el aterrador sismo del 19 de septiembre de 2017. Nos abrazamos como dos cobardes.

 

Huberto Batis nunca se encomendó a nadie, pero si tuvo alguna devoción ésta se llamó Juan García Ponce, con quien la enfermedad terminó por emparentarlo en la necesidad de dictar sus últimas colaboraciones periodísticas. Ésta nunca fue una devoción sumisa, sino una admiración mutua entre dos viejos sátiros que pusieron al erotismo en el ruedo masivo de los lectores que saben reconocer y gozar sus perversiones consuetudinarias.

 

Desde el día de su muerte he leído decenas de testimonios que lo describen de distintas maneras: el erotómano, el adorable sinvergüenza, el editor pulcro y exigente, iconoclasta, mordaz. Siempre hubo un Huberto Batis para cada ocasión y siempre seremos uno más en su listado de alumnos. Hay Huberto para todos. Buen viaje, maestro.

 

FOTO: El editor corrigiendo un borrador del dictado de su columna en mayo de 2017. / Gerardo Antonio Martínez / EL UNIVERSAL

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