Ida Vitale: la justa palabra
POR MALENA RODRÍGUEZ
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“¿Se hieren y se funden?
Acaban de dejar de ser la lluvia
Traviesas en recreo
gatitos de un reino transparente
Corren libres por vidrios y barandas
umbrales de su limbo
Se siguen se persiguen
quizá van, de soledad a bodas
a fundirse y amarse
Trasueñan otra muerte”
Gotas, Ida Vitale
La lectura del poema la hizo el ministro de Cultura y Deporte de España, José Guirao, antes de revelar que su autora, la poeta uruguaya Ida Vitale, había ganado el Premio Cervantes 2018. Del otro lado del océano, en Montevideo, en su apartamento a metros de la playa, la escritora regaba las plantas cuando recibió la noticia. “¡Qué locura!” dijo. El máximo galardón de las letras en castellano, dotado con 125.000 euros, le fue concedido “por su lenguaje, uno de los más destacados y reconocidos de la poesía hodierna en español, que es al mismo tiempo intelectual y popular, universal y personal, transparente y honda”. Así lo expresó el jurado que también destacó que desde hace un tiempo se ha convertido “en un referente fundamental para poetas de todas las generaciones y en todos los rincones en español”. Hodierna: del día de hoy o del tiempo presente. Como su poesía.
A los 95 años la poeta uruguaya es la última integrante viva de la generación del 45, de la cual prefiere tomar distancia pues no cree en ese tipo de corte. Grupo emblemático entre los que se encuentran Mario Benedetti, Idea Vilariño, Emir Rodríguez Monegal, Juan Carlos Onetti y el ex esposo de Ida, Ángel Rama, y algunas parejas famosas como José Pedro Díaz y Amalia Berenger, Carlos Maggi y María Inés Silva Vila, entre otros.
Una constante en su vida fue el contacto con talentos literarios. De niña Ida Vitale conoció a Sabat Ercasty, papá de una compañera de clase. Estudió en la Facultad de Humanidades y disfrutó de la amistad de su profesor, el español José Bergamín. Escribió para páginas culturales de los medios uruguayos Marcha, Época y El País; fue codirectora de la revista Clinamen e integró la dirección de la revista Maldoror. El exilio la llevó a vivir once años en México junto a su segundo marido, el poeta Enrique Fierro. Allí formó parte del círculo de Octavio Paz y del entorno intelectual del Colegio de México. Al retornar a Uruguay Fierro fue director de la Biblioteca Nacional. Posteriormente se radicaron en Austin, Texas, por tres décadas, desde donde regresó en 2016 luego de quedar viuda. En todo ese tiempo no dejó de escribir y publicar poesía, ensayos, críticas.
En los últimos años Ida Vitale ha sido gratificada con una seguidilla de reconocimientos: el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2015), el Internacional Alfonso Reyes (2014), el Max Jacob (2018), el Octavio Paz (2009), el Internacional de Poesía Federico García Lorca (2016) y el Premio FIL de la Literatura en Lenguas Romances que recibió en Guadalajara recientemente. El galardón mexicano coincide con la presentación de su libro Shakespeare Palace (Lumen), donde relata su peripecia vital en esos años del exilio.
Una semana antes de saberse ganadora del Nobel de las letras en español —en un año en que no habrá Premio Nobel de Literatura—, Ida nos recibió en su casa a la cual todavía se está adaptando. Vive sola, rodeada de su extensa biblioteca, fotos de amigos célebres en los anaqueles (como Felisberto Hernández y Amalia Nieto o María Elena Walsh), sus plantas, y la luz y el aire marino que entran a raudales por la ventana del living.
Es una mujer increíblemente ágil de cuerpo y de mente. Trae una bandeja con galletitas dulces y jugo de frutas. Entrevistarla es un desafío por su perspicacia y la tendencia a irse por las ramas. Son muchas las vivencias, la gente, la historia grande y chica que ha vivido en casi un siglo de vida. Ida no se detiene mucho a pensar con cada pregunta; cuando no recuerda algo comenta “es todo tan remoto que es como sacar agua de un pozo”. Pregunta mucho, se interesa por su interlocutora y hace que las horas pasen rapidísimo. La conversación comienza con su flamante publicación, el libro de prosa en el que aborda la época tal vez más rica de su existencia.
El premio que recibió en Guadalajara coincidió con la publicación de sus memorias sobre México, Shakespeare Palace (Lumen). ¿Cuándo empezó a escribir ese libro?
Lo empecé hace siglos y es de agradecimiento a México. Se llama Shakespeare Palace porque vivíamos en la calle Shakespeare en un edificio que era una ruina. Una amiga que era amiga de otra supo que ese apartamento quedaba libre… Después nos mudamos, pero los dos primeros años los pasamos ahí. Le puse Palace por ironía. Después que nos fuimos no volvimos más. Apenas llegada a México empecé a trabajar en el Colegio de México porque ahí estaba Tomás Segovia que había estado acá. Era un seminario para alumnos de traducción. Era una cosa que había inventado Tomás, una clase que salía un poco del canon de los cursos del Colegio de México. Ahí estuve once años. Yo llegué a México y ya había pasado la guerra de España y toda su deuda con los españoles. Pero empezó con los latinoamericanos y llegaban chilenos en cantidad, argentinos… Pero nosotros fuimos de los primeros. Un poco por olfato…
¿Por intuición?
Nos fuimos por los militares. Un país dirigido por militares… Lo sentías en todo. Nunca sabías cuando ibas a decir algo inconveniente. De repente un vecino que decía algo, no sabías. Nosotros no sabíamos qué hacer. Y surgió esto del Colegio de México. Enrique (Fierro, su marido) fue a la UNAM, un poco después. De entrada, fuimos a vivir a lo de Ulalume González de León que era hija de Roberto Ibañez. Él era de esos buenos profesores famosos de acá. Su hija se había casado con el mejor arquitecto de México, que era pintor además. Él le escribió y le avisó que yo iba.
¿Cómo fue rememorar una historia de hace tanto tiempo? ¿Se vale de los sentidos para recrear?
De la memoria, la poca que me queda. Además, yo he seguido vinculada con México, parece que por ahora no se mueren tanto como acá. Bueno Octavio se murió, claro. Ya hace varios años.
¿Se hicieron muy amigos con Octavio Paz o era una relación distante?
Bueno, distante en el sentido de que yo no quería ser invasiva. Un hombre que trabajaba en lo suyo, y era organizadísimo.
¿Qué recuerda de él?
Era bárbaro en todo. El juicio, la rapidez con que juzgaba a la gente… Era notable, un hombre muy cordial, nada dominante. Siempre que estaba hablando de algo preguntaba: “¿le parece?” “¿Está de acuerdo?” Había una cosa de no aprovecharse del peso que realmente tenía. Pero alrededor había también gente muy valiosa. Fue un período de muy buenos escritores mexicanos.
Ha dicho que escribir es escarbar en lo que no conocemos sobre nosotros mismos. ¿También lo sintió al escribir estas memorias?
En las memorias te ponés a pensar y de repente te viene un nombre. No sé si era Borges que decía que era una de las maneras de mentir. La memoria es una cosa tan insondable: qué querés recordar, qué épocas. Además, como que las cosas no están recortadas. De repente hay relaciones que no se sabe cuándo empezaron, pero sabés que vienen de años para atrás. Claro, recuerdo cuando vi por primera vez a Octavio Paz porque era una cosa pensada, preparada. Yo decía: lo único que tengo que hacer cuando conozca a Octavio Paz es no hablar de lo que escribí sobre él. A Octavio Paz lo conocí como autor por (José) Bergamín. Octavio había estado en España cuando la Guerra Civil. No creo que Octavio haya ido a hacer guerra de trincheras, pero había como un apoyo a los que estaban en Madrid como cercados. Bergamín me había prestado un libro de él. Siempre decía que los libros son como el agua: se van, siempre un libro tiene que hacer su camino. Evidentemente una persona que estuvo en España, que se fue para aquí y para allá, tuvo que ir dejando cosas por todos lados. Éramos todo un grupo en Facultad de Humanidades, él llego para dar clases allí. Era un estupendo profesor y era la primera vez que estaba en contacto con alguien que venía de ese mundo. Acá estábamos angustiados por lo que ocurría en España.
¿Fue Bergamín quien le acercó a la poesía?
Bueno, no. Yo tenía de compañera de escuela a la hija de Sabat Ercasty. Iba a la casa porque era mi amiga. Sabat era un hombre muy gentil. Era un apartamento con tres ventanas y tenía una biblioteca giratoria que a mí me llamaba la atención. Era un encanto y además de lo más ingenuo porque una vez yo le pedí prestado Las mil y una noches. “Sí, sí, claro”, me dijo. “Pero ahora no te lo puedo dar. Te la mando mañana con Sol”. Se tomó el trabajo de revisarlo y ponerle como precintos a lo que le parecía que no era apto para mí.
Y usted, ¿respetó los precintos?
No sé (risas). Supongo que si pude sacarlos…Le ponía como forritos. Increíble.
¿Fueron los primeros atisbos de un mundo que le atraía?
Bueno, yo que sé. En mi casa había libros. No eran todas cosas que yo pudiera leer porque había en italiano, en francés, pero me encargaron limpiar los sábados una bibliotequita. Creo que lo hicieron con la sana intención de que yo me acostumbrara al libro. Ahí estaba Delmira (Agustini), María Eugenia (Vaz Ferreira)… Esas cosas estaban porque María Eugenia había sido amiga de una tía mía que ya había muerto. No creo que ellos leyeran demasiada poesía. Pero bueno, estaban los libros. Después había un tío que me leía en italiano y me traducía, y no le ponía precintos, pero había ciertas páginas o ciertas escenas que las evitaba. Y yo me ponía furiosa porque demoraba en leérmelos. Y él decía, bueno, no, es que hay palabras difíciles (risas). En esa época no había otra cosa que leer libros. No había televisión, la radio era una novedad.
Volviendo a Bergamín, el último poema de su Poesía reunida (Tusquets) está dedicado a él.
A ver… (Se pone a mirar el libro) Ah sí, claro. Lo de Bergamín… bueno, no era un profesor que vas y hacés un curso de literatura española… Bergamín hablaba de todo. En las clases no hablaba de los poetas alemanes, pero era de lo que más hablaba en privado. Decía que había que leer esto y lo otro. Era muy especial porque tampoco te mandaba a leer, te entusiasmaba. Después insistía con un nombre, preguntaba si lo habíamos leído. Como con el libro de Octavio, que estaba dedicado… Después obviamente se separaron porque Bergamín más bien era comunista y Octavio anticomunista. Coincidían en el tema de España y en lo cultural supongo. Aunque a Bergamín le gustaban cosas raras. Bueno, era español, le gustaba mucho lo que tenía música. Era un hombre muy atractivo como profesor porque no estaba encasillado. Lo que a uno le gustaba era eso que no era lo que se iba a dar en la clase, sino lo que venía al margen, lo que era un regalo. Además, como él estaba solo, tenía a los hijos en Venezuela, él estaba encantado de estar rodeado de jóvenes. A nosotros nos parecía un viejito achacoso. Pero no era tan viejo. Tendría 45 años cuando estaba acá. Lo que pasa es que tenía una hernia, lo operó un médico uruguayo y andaba siempre agobiadito con la mano puesta en el bolsillo… Muy delgadito era, además, y un poco canoso. Me acuerdo que éramos muy celosos de él. Una vez fue a hablar con Susana Soca, a la casa. Y claro, no se sintió obligado a decirnos a nosotros que no nos podía ver porque tenía que ir a hablar con Susana Soca. Estábamos todos furiosos porque era una traición que se hubiera ido. Nos sentíamos dueños de Bergamín, pobre. A él le divertía eso. Se iba y volvía. Tenía relación con gente seria. Era muy amigo de los Cáceres (Alfredo y María Esther), de (Alberto) Zum Felde y de Clara (Silva). Es importante eso de sentir que hay todo un mundo que de alguna manera está como preservado y podés llegar a olisquear en él.
Otro grande con el cual tuvo contacto fue Juan Ramón Jiménez.
Juan Ramón Jiménez apenas pasó por acá. Él salió de España para Estados Unidos, estaba metido en un mundo en inglés. Entonces para él la venida a América fue la apoteosis. En todos los lugares lo recibían, era el maestro de todos. Había estado peleado con Bergamín.
¿Qué le parece la poesía de Juan Ramón?
Estupenda. Yo quiero mucho a Machado. En Juan Ramón hay más elaboración, más trabajo secreto, creo. De alguna manera es un poco más moderno que Machado, tiene una actitud más moderna. Pero a Machado lo adoro. Me encanta, me encanta. Además, Machado se te da. Y Juan Ramón te exige. Ahora, era muy preciso entre sus cosas. Yo además con Juan Ramón tuve un encontronazo que él aceptó. Él vino después de Bergamín y él veía a toda la generación del 27 como enemiga de él, cosa que era un disparate. Lo que pasa es que eran todos jóvenes que eran señores de la poesía, no eran cualesquiera. Y Juan Ramón quería marcarlos. De alguna manera se revelaban, se molestaban y no sé, Juan Ramón era muy complicado. Él tenía sus vueltas entonces uno tenía siempre un poco de miedo en el trato con él. Y en un grupo justamente de enemigos de Bergamín –porque cuando llegó no todo el mundo aceptaba a Bergamín—habló mal de él y todos a apoyarlo. Y yo me sentí espantoso, me pareció una cosa injusta e inmoral estar oyendo hablar mal de alguien a quien yo le debía, bueno, no la vida, pero yo pensaba que mi vida cultural se la debía. Entonces intervine y lo defendí. Y Juan Ramón se me quedó mirando y no dijo nada. Y después me mandó de Buenos Aires una carta felicitándome por la defensa de Bergamín. No, Juan Ramón era muy recto. Era cascarrabias. Bueno Bergamín también, a su manera. Y también hablaba de alguna gente y hablaba de Juan Ramón y hacía sus ironías, pero con mucho respeto. Después estaba (Rafael) Alberti que estaba bien con todo el mundo, era muy simpático, y su mujer también, María Teresa. Fue el que más vivió, el que más cerca estuvo de gente acá. Tenía su casa en Punta del Este, tenía su grupo ahí. Alberti estaba muy vinculado a Buenos Aires, estaba con Sur, con Victoria Ocampo, él publicó ahí. Y Victoria muy generosa con todos, le abrió las puertas a mucha gente. Ella era muy del mundo inglés.
¿Lee poesía en inglés?
No es lo que más leo. Tuve una profesora en inglés que era un horror, y algunas chicas iban al Instituto Anglo, y la profesora les daba las clases a ellas. Y a nosotros que nos partiera un rayo. Además, era sesiosa. Y sucia (sisea).
Se ha manejado muy bien con el francés y el italiano, gracias a lo cual tradujo a varios autores de renombre.
Sí, y también del portugués hice alguna cosa, pero en prosa. ¿Cómo se llama esta mujer que es estupenda?
¿Clarice Lispector?
Clarice Lispector. Sí, es estupenda. ¡Qué vida extraña que tuvo! ¿Qué fue lo que traduje? Por algún lado lo debo tener… (va hasta la biblioteca y se fija) Ahí fui a Buenos Aires cuando lo de Clarice. Luego en Sudamericana traduje a Simone De Beauvoir.
Ha dicho que le gusta mucho la literatura japonesa. ¿Ha sido una referencia?
No sé (se ríe). No creo, no creo. Bueno, yo que sé, las cosas pueden quedar trabajando dentro. Y hay ciertas cosas que uno las rechaza y otras que te gustan. Empecé leyendo cosas muy siglo XIX, leí mucho a Benito Pérez Galdós, me lo leí completo, tenía cuatro tomos en papel Biblia. Ahí trabaja mucho más el escritor que el lector. El lector solo lee, se deja arrastrar por la historia. Componía personajes muy ricos Galdós. Toda su obra muy bien escrita. Me metió mucho en esa cosa muy española. Después están los Episodios nacionales, esos también me los devoré. Es la historia de España, pero contada por un escritor, ¡vamos!
¿A qué se dedicaban sus padres?
¿Mi padre? Mi padre era fotógrafo. Nada más. Hacía retratos. Tenía un amigo que era el que tenía un estudio grande y estaba todo el día con eso y después, el fútbol.
¿Y su madre?
Mi madre murió cuando yo era chiquita. Me crié con estos tíos y mi abuela. Mi tía la maestra era hermana de mi padre.
Un ambiente bastante allegado a la cultura.
Sí, más o menos. Después tenía un tío que era médico, que era una bestia completa. De noche lo llamaba un enfermo que se estaba muriendo y él no se movía de la cama. Pero con ese nunca tuve relación. De chica decreté que no era de la familia. No estaba a la altura (risas). Después estaba Manlio, otro tío, que era profesor de italiano y profesor de geografía.
Está por reeditar el libro De plantas y animales (Estuario Editora). ¿Siempre le gustaron los animales?
Pienso que esa tía mía que yo no conocí, la que era amiga de María Eugenia (Vaz Ferreira)… Yo heredé el cuarto de ella, el ropero, y la biblioteca y la colección de cajitas de bichitos y hojitas. Ella fue la primera maestra de sordomudos acá, se había ido a estudiar a Buenos Aires. Se ve que mi abuelo era muy liberal.
Y bastante inquietos todos en su familia.
Bueno, mi abuelo era abogado y se había venido de Italia, era la época de Garibaldi, la época en que volvió a haber reyes en Italia. Sé que mi tío médico tenía colgado en el consultorio el título, era caballero del rey Humberto I. Habrá ayudado y le dieron eso, después se vino a América. Mi abuela siempre contaba de ese viaje de mi abuelo que había durado tres meses. Llegó con La Ilíada en griego y latín, ese fue el libro de cabecera en el viaje. Por ahí tengo la foto de mi abuelo, pero nunca lo conocí. Siempre pienso que dejó la patita en la familia, en los hijos. Él murió relativamente joven. Se casó con mi abuela que era de Colonia Suiza, Colonia Valdense, por ahí, no sé bien esa historia. Lamento no haber oído o preguntado más cosas. Seguramente si hubiera preguntado a mi abuela le habría gustado hablar.
Y el libro de las plantas y los animales, ¿cómo surge?
Fue un libro que escribí en México. Me ofrecieron integrar una colección de ensayos. Cuando me lo propusieron sugerí escribir sobre animales, era de lo único que me sentía capaz de escribir. Fue un libro que salió como divertido. Me gustaban los bichos y las plantas. De repente son animales que tuve y otras veces alguna historia que supe, cosas que vas registrando a lo largo de lecturas diversas. Mi abuela, por ejemplo, que adoraba a esa tía que después murió, todos los nombres de las plantas los decía con el nombre científico que le había dicho la hija. Y en mi casa había plantas, pero plantas hay en todos lados.
¿No ha llevado un diario personal?
No, muchas veces traté, pero no. Hay que tener tiempo para un diario.
¿No le da pena no haber tenido uno?
Sí, a veces me da pena no tener registro de algo, sobre todo ahora que no está Enrique porque yo a veces le preguntaba: “te acordás, ¿quien era fulano? ¿dónde lo conocimos?” Y él que decía “yo ya no tengo memoria”. Pero se acordaba de todo. Bueno, era más joven.
¿Cuántos años?
Como doce. Ahí lo tenés, sonriente pobre (señala una foto sobre un mueble donde aparece Enrique de barba, fuerte, con una sonrisa plena). Esa foto se la sacó (Guillermo) Sheridan, el mexicano. Era guapo, era bueno, buenísimo. Inteligente… Fue muy buen compañero.
¿Cuántos años estuvieron juntos?
Como cincuenta. No tuvimos hijos y eso lo siento. Era medio peligroso, podría haber tenido, yo pensaba bueno, esto no va a durar mucho porque él es tan joven, se va a aburrir. No quería tener el problema de otro hijo para mis hijos (Amparo y Claudio). Todo se complicaba, pero después me sentí un poco culpable. Pero bueno así fue la cosa. La vida nos permitió ser muy compañeros y poder vivir las cosas juntos.
¿A Enrique cómo lo conoció?
Era alumno de primer marido.
¡Qué lío!
Bueno, pero yo fui una muy buena mujer de mi primer marido. Y hubo cosas que no me gustaron nada. Y eran irreparables. Si hubiera contado mi historia habría tenido que contar la historia de él.
¿Y no le han dado ganas de contarla, ficcionada tal vez?
No. No, no. ¿Para qué? Prefiero, todo eso, olvidarlo. No, porque hubo un engaño inicial. No era la persona que yo creía. Entonces ahí fue complicado. Fue un buen padre de sus hijos. Con eso me alcanza. Y yo fui muy feliz después así que me alcanza y me sobra.
En su poesía me da la sensación que esquiva un poco lo personal, o lo escribe de una manera tal que no es tan evidente. ¿Es por pudor?
No sé si es lo que la gente espera. Hay cosas personales, pero no anécdotas. Debería haber escrito más cosas… Tampoco me esfuerzo mucho en eso. Aparte que durante años de mi vida lo que yo quería no era escribir, era cantar. Una vez fui al ateneo, donde siempre había conciertos, y oí una voz maravillosa cantando Schubert y Schumann. Ahí me acerqué y saludé a una mujer que se llamaba Olga Linne. Era la cosa más tímida, más discreta… Y tenía una voz estupenda. Era alemana, tenía escuela alemana y escuela rusa. A mí en ese momento me gustaba más Schumann y yo se lo decía y ella me miraba y me decía: “¿más que Schubert?”, y se quedaba pensando. Pero nunca me dijo: “¡no seas bruta!”. Era encantadora. El marido la había dejado, había salido adelante con sus dos hijos y vivía relativamente cerca de casa y no cobraba una fortuna. Y toda la plata que me daban para el cine, para lo que sea, me tomaba mis clases de canto con ella. En casa ni sabían que yo iba. Habrían pensado que era un perdedero de tiempo.
¿Le habrá aportado a su forma de expresión escrita tal vez?
Para ser feliz. Nada más. Hasta el día de hoy lo que más me importa en el mundo como arte es la música.
Pie de foto: La poeta uruguaya Ida Vitale recibirá el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2018 este 23 de abril de 2019. / Archivo EL UNIVERSAL
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