La tentación moralista de las instituciones culturales
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Las instituciones culturales de gobierno no han sido ajenas al espíritu censor de las libertades individuales, muchas veces originado en redes sociales, y respaldado por discursos propagandísticos desde los altos púlpitos del servicio público
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POR MARÍA RIVERA
I
¿Cuál es la función de las instituciones culturales? Es una pregunta que, desde la llegada del nuevo gobierno, parece apremiante formularla en voz alta. Recorre los debates culturales como un río subterráneo e implica la noción misma de arte y cultura. La ofensiva que el actual gobierno ha emprendido desde todas ellas, les ha otorgado nuevas identidades y funciones, determinadas por la voluntad y el capricho de los funcionarios que las dirigen. Lamentablemente no ha habido una crítica continua que les oponga resistencia desde el campo intelectual, salvo en algunos casos como la que surgió ante la pretendida demolición del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), hace menos de un año; o la precarización indignante de artistas y gestores culturales sujetos a la postergación de sus pagos por empresas de outsourcing contratadas por el gobierno federal (mientras se le tipifica como delincuencia organizada). Lo que antes hubiese significado un escándalo, ahora suscita perplejidad y confusión; pareciera que se hubiese aceptado, dócilmente, la instrumentación demagógica del aparato cultural y como si éste no fuera un patrimonio de todos los mexicanos, construido durante décadas. Resulta evidente que la consigna que han recibido los funcionarios ha sido convertirlas en instrumentos útiles a la política populista que se dicta desde Palacio Nacional y también desde las oficinas de la Ciudad de México, bastiones del lopezobradorismo.
Así, la otrora editorial más importante del Estado y de habla hispana, el Fondo de Cultura Económica, está convertida en distribuidora de libros y oficina de promoción de su director-autor-dictaminador plenipotenciario, Paco Ignacio Taibo II y su política editorial sectaria; o la Secretaría de Cultura, en oficina de propaganda ideológica de la “cuarta transformación” dedicada, casi exclusivamente, a la apropiación simbólica (esa forma de extractivismo cultural) de las culturas indígenas, como parte de una estrategia política que busca deslegitimar la resistencia de comunidades que se oponen a los megaproyectos del presidente López Obrador (“conservadores radicales de izquierda”) y al despojo de sus tierras, especialmente al Consejo Nacional Indígena y al EZLN. El uso de la Secretaría de Cultura como órgano de penetración ideológica no ha siquiera fingido sus objetivos políticos. Basta con pensar en los “círculos Regionales de Pensamiento Indígena”, reuniones organizadas como parte del proyecto al que bautizaron como “Trabajar con los Invisibles”, operado por funcionarios indígenas que se presentan como agentes “de cambio”, para la construcción “de la felicidad”, al tiempo que el gobierno se apropia de sus territorios, sus lenguas, sus formas de organización y se neutralizan disidencias críticas.
El debate que descansa debajo de la política cultural del actual gobierno es si las instituciones culturales pueden ser utilizadas como instancias censoras y autoritarias, si deben ponerse al servicio de causas ideológicas, ajenas a su naturaleza y si es admisible que se utilice el presupuesto público para superponer una concepción unívoca de “cultura”, a la compleja pluralidad artística del país. Si es su función desaparecer los discursos artísticos autónomos, que no se ciñen a la lógica gubernamental (o popular), conducirlos paulatinamente a la extinción. Si las instituciones culturales deben utilizarse para crear discursos propagandísticos y demagógicos, ya sea censurando obras incómodas exhibidas en el Palacio de Bellas Artes, convertidas en mediadoras de la inconformidad popular, (“remediada” por el poder presidencial) y no en garantes de la libertad; si se deben utilizar los recursos para crear artificialmente un nuevo objeto artístico oficial: un creador despersonalizado (la comunidad misma), que es recurrentemente usado como mensaje para transpolar la idea de la justicia social al campo cultural. Un objeto reivindicador/reivindicado por el gobierno, “un artista que hace arte con sus manos”, un coro indiferenciado de niños pobres al que el poder usa con caritativa y aristocrática condescendencia, para legitimarse moralmente.
II
No es otra cosa que el discurso moralista el resorte que mueve la política lopezobradorista, anima los cambios nominales en las instituciones. “Trabajar con los Invisibles”, “Redistribuir la riqueza cultural”, “Instituto para devolverle al pueblo lo robado”, entre tantas otras, son el epítome de la manipulación demagógica del lenguaje, ejercida por el nuevo gobierno; la definición misma de propaganda, pura y dura. Es una política general de la nueva administración, pero en los sectores sociales educativos y culturales, alcanza una forma grotesca por su literalidad, animada por un presidente conservador, de carácter religioso, que confunde, no pocas veces, las funciones del predicador moral con las del servidor público. No es de extrañarse, pues, que incluso en el discurso sobre la ciencia se hayan introducido debates morales para determinar su utilidad y beneficio. Lo mismo ha sucedido con el discurso artístico al instrumentarlo como “pacificador”, o provocador de felicidad, desapareciendo su carácter crítico y potencialmente desestabilizador del Estado.
Los nuevos programas culturales insignia del gobierno federal, como Cultura Comunitaria son un laboratorio donde se implementaron los cambios necesarios para sujetar al arte al discurso gubernamental sin ninguna resistencia, a diferencia de lo que ocurrió con el Fonca, a principios de esta administración, cuando la oposición generalizada de la comunidad artística frenó las intenciones de convertir los estímulos en dádivas de carácter ideológico y discrecional, y al creador, en mero ejecutor de las políticas gubernamentales. Ha sido en los nuevos programas donde la institución logró destruir las nociones de libertad y autonomía artística: desde las nuevas convocatorias que redefinen al artista como “gestor comunitario” con aptitudes ajenas a su naturaleza, “útil” para la sociedad, susceptible de ser utilizado como brazo estatal; hasta la determinación explícita del carácter que la obra debe reunir para poder ser utilizada como vehículo de los nuevos valores oficiales. Por si esto fuera poco, el control y la vigilancia del Estado se completa en la facultad exclusiva de los funcionarios para determinar a los beneficiarios, por consideraciones políticas e ideológicas, ajenas a cualquier valoración artística. El nuevo aparato discrecional de distribución de recursos públicos ha creado una clientela hiperprecarizada que ante la agudización del desempleo, la degradación misma de la figura del artista y la desactivación de la economía cultural llevada a cabo por este gobierno, ha aceptado la mano envenenada del gobierno.
III
No era otra cosa, sino la realidad orwelliana de la política cultural de los nuevos programas lo que la Secretaría de Cultura intentaba implementar, al principio de la administración, con los recursos públicos del Fonca. Los cambios que se intentaron aplicar, como la eliminación del juicio entre pares, la entrega discrecional de recursos, la valoración de las obras en función de su utilidad social, corresponden a una política cultural, no a las ideas de sus operadores, como hicieron creer. Si no lo consiguieron en ese momento fue debido a la resistencia de la comunidad artística, y a que la normatividad jurídica del Fonca, vigente al día de hoy, a través de sus Reglas de Operación y demás disposiciones jurídicas, lo impedía. Las modificaciones, menores, que se implementaron en las convocatorias del 2019, fueron en cuanto a la insaculación para la constitución de jurados. Parece incierto, sin embargo, que la ofensiva vaya a detenerse si el gobierno modifica los ordenamientos jurídicos, sin dar información previa a la comunidad artística, como está sucediendo actualmente.
Debido a una solicitud de información publicada en el Portal de Transparencia, difundida en la prensa a finales del año pasado, con el Acta de la última sesión del Consejo Directivo del SNCA, sabemos que el proceso está en curso “la Secretaria Ejecutiva del Fonca recordó que se actualizarán las Reglas de Operación del SNCA, el Código de Ética y Procedimientos del Fonca… Estos documentos serán presentados a este y a los demás órganos rectores en una próxima reunión”, señala el documento. Ante estos hechos, habría que preguntarle a las autoridades ¿en qué consisten las modificaciones a las Reglas de Operación?, ¿nos informarán de los cambios o los publicarán como nuevos ordenamientos, en el DOF?, ¿los nuevos cambios son consecuentes con los intentos de convertir a los estímulos en instrumentos de propaganda ideológica tal cual se utilizan los recursos en Cultura Comunitaria?, ¿con quién, o con quiénes, las autoridades han cabildeado los cambios?
IV
Si esta información es preocupante, lo que sucedió en la Sesión Extraordinaria del Consejo Directivo del SNCA a finales de octubre, revela asuntos aún más delicados y graves, en más de un sentido y que deberían discutirse públicamente si es que no queremos que las instituciones culturales se conviertan, indebidamente, en tribunales de higiene moral, capaces de cometer abusos de poder, creando marcos jurídicos ex profeso que puedan vulnerar las garantías individuales.
Me explico: la Sesión fue convocada para discutir el caso de un creador artístico seleccionado en la última convocatoria del SNCA debido a que, tras la emisión de los resultados, la institución fue informada de que había una acusación en su contra por el delito de violación, y a que algunos “miembros de la comunidad artística, habían solicitado le fuera retirado el estímulo”.
Como se sabe, el año pasado surgió en redes el movimiento #MeToo en el que se denunció a hombres por acoso sexual. Aunque el movimiento buscaba crear un espacio de enunciación para las mujeres víctimas de violencia, terminó convertido en una tribuna para el linchamiento mediático a través de denuncias anónimas. Personas fueron sometidas al escarnio público sin ninguna consideración ética. Lo mismo se utilizó para generar repudio social y perjudicar a algunos hombres quienes de manera totalmente injustificada perdieron sus empleos, fueron tratados como criminales sin haber sido juzgados por ningún delito, que para acceder a privilegios por medios ilegítimos: rivalidades profesionales, venganzas sentimentales, chismes, abusos reales se mezclaron, volviendo imposible discriminar entre unos y otros. El movimiento perdió toda legitimidad cuando el músico Armando Vega Gil se suicidó, evidenciando que el anonimato, y el medio –cuentas sin ningún filtro- lo desacreditaban por completo.
Debido a que el movimiento surgió en redes y en el campo artístico, entre las solicitudes del movimiento estaba que los estímulos del Fonca no fueran concedidos a hombres que aparecieran mencionados en denuncias anónimas. Obviamente, la solicitud era, a todas luces, delirante y totalmente ilegítima: las instituciones culturales no son instituciones ni judiciales ni tribunales inquisitoriales, ni los jurados de comisiones de selección están facultados para aplicar criterios discrecionales y discriminatorios, muchísimo menos de índole moral, ni por filias y fobias personales, sino estrictamente de calidad artística y si lo hicieran podrían ser sancionados por ello.
El caso del creador para el que se citó la Sesión Extraordinaria, sin embargo, es distinto. No era una acusación anónima, en redes, ni un chisme, sino que había una denuncia penal, por lo que la institución consideró que debía ser atendida y convocar al Consejo para analizar el asunto y, en su caso, tomar medidas. Fue así que fue convocado el titular de la Unidad de Asuntos Jurídicos de la SC, para que diera su opinión legal y se emitiera una resolución que se apegara a derecho. El funcionario les informó que “no había fundamento expreso ni en la Convocatoria, ni en las Reglas de Operación que rigen al Sistema, o en la normatividad del Fonca que permitan revocar los resultados” toda vez que el beneficiario “había sido seleccionado en estricto apego al procedimiento establecido en la Convocatoria”. También que al no existir una sentencia del poder judicial, el beneficiario gozaba de la presunción de inocencia, es decir, no era culpable de ningún delito, ya que “no existía una resolución definitiva de una autoridad competente”.
Lo que sucedió después, increíblemente, es que el Consejo Directivo se erigió como tribunal judicial, en flagrante violación del principio de presunción de inocencia, y declaró, de facto, culpable al beneficiario, decidiendo “suspender temporalmente el otorgamiento del estímulo, y en todo caso, reanudarlo cuando sea exonerado de los cargos mediante sentencia firme y ejecutoriada”. Es decir, cuando incluso ya no hubiera ningún recurso legal de apelación. Esto porque los miembros que componen el Consejo, encabezado por funcionarios, consideraron que aunque estaban “plenamente conscientes de que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, y que no existe una sentencia en contra” el caso ponía en entredicho “la sana convivencia, libre de violencia y acoso sexual de la comunidad Fonca” criminalizando a quien no había sido juzgado por una autoridad judicial y estigmatizándolo como peligro social, como si, además, la “comunidad Fonca” fuese un grupo de convivencia, algo francamente ridículo.
La justificación que dieron fue que “no actuar sería una omisión que pondría en riesgo el prestigio del SNCA y del Fonca, pues existe una duda razonable acerca de la probidad del seleccionado”.
A todas luces, cualquiera que lea el Acta encontrará al menos problemática la resolución que los miembros del Consejo Directivo tomaron, al excederse en sus atribuciones y utilizar argumentos morales como la “duda razonable” en la “probidad” de los artistas, para justificar su decisión y encontrará los riesgos que esto implica en el futuro. Tal vez, habría que decirles lo obvio: la “probidad moral” no debería usarse como argumento desde el Estado para juzgar artistas, ni está por encima del derecho de presunción de inocencia. Hace mucho que las legislaciones fueron desapareciendo, venturosamente, esos criterios que, vaya ironía, servían para estigmatizar mujeres.
El asunto, por su importancia –y aclaro: no prejuzgo sobre la culpabilidad del acusado, ni menoscabo la denuncia– trasciende el caso mismo del creador por sus implicaciones institucionales. No es difícil adivinar que, muy probablemente, el clima de linchamientos virtuales y de grupos poderosos de presión derivados del #metoo, debe de haber pesado en su resolución, indebidamente, así como el trabajo que desde dentro del gobierno mismo se ha hecho para debilitarla.
Naturalmente, los derechos, la dignidad y la salvaguarda de las mujeres son prioritarios, pero no podemos obviar que la solución al enorme problema de la violencia no consiste en que las instituciones culturales violen el principio de presunción de inocencia (al que tenemos derecho todos) ni en juzgar a las personas fuera del ámbito legal, sino en que se conduzcan en estricto apego a la legalidad, por más impopular que esto sea.
Es por ello que parece imperioso preguntarle al Fonca qué modificaciones legales pretende hacer al respecto, exigirle que las haga públicas. Preguntarle si piensa incluir cambios de tipo moral en las modificaciones de las Reglas de Operación y si contempla restringir el derecho de los ciudadanos a los estímulos debido a “su probidad” o a su estatus legal.
Asimismo, deberían informarnos sobre los cambios que pretenden hacer en el método de selección de jurados de las comisiones de selección para “garantizar que todos los jurados sean mixtos a partir de los próximos procesos” y en sus marcos normativos. Medidas de esta naturaleza, deben hacerse públicas, antes de ser aprobadas, si es que queremos preservar la naturaleza cultural y no ideológica o moral de las instituciones culturales.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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