Jane Campion y el femiwestern asfixiante

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Phil Burbank, un vaquero autoritario que se ha hecho cargo del rancho de su familia, debe enfrentarse a su narcisismo frente a la aparición de una mujer en la vida de su hermano

 

POR JORGE AYALA BLANCO 
En El poder del perro (The Power of the Dog, RU-Australia-EU-Canadá-Nueva Zelanda, 2021), enigmático film 8 de la neozelandesa otrora de culto mundial retornando a los 67 años Jane Campion (Un ángel en mi mesa 90, El piano 93, En carne viva 03), con guion suyo basado en la novela estadounidense homónima de Thomas Savage situada en la árida Montana de 1925 que se recrea en una Nueva Zelanda intemporal, el prepotente graduado en letras clásicas convertido en despótico propietario de un remoto rancho opulento Phil Burbank (Benedict Cumberbatch grandioso sin ampulosidad) viaja de regreso de cierta travesía para vender ganado, junto con su mediocre hermano obeso George (Jesse Plemons patético), y ambos se alojan por una noche en una posada caminera donde el alevoso Phil, quien intimida y apabulla a todo el mundo con su sola presencia, aprovecha la ocasión para rebajar al delicado jovencito hacedor de flores artificiales Peter (Kodi Smit-McPhee menos frágil de lo que aparenta), mientras su lamentable pariente se acomide a consolar a la madre del muchacho, una todavía atractiva expianista de cine mudo ahora viuda de un suicida Rose Gordon (Kirsten Dunst greñuda soberbia), a la que poco después el débil hermano solitario visita, enamora, desposa a escondidas y acaba llevando a vivir a la regia hacienda común, motivando la furia del inaccesible Phil, quien la considera una arribista abusiva, le declara la guerra doméstica, la humilla sistemáticamente, la inhibe hasta no poder ejecutar ella ni una tonadilla al piano, la expone al ridículo en una velada con un gobernador invitado más los suegros mudos, la repudia por haber regalado sus pieles de animales a unos indios por él odiados, y finalmente la orilla a un alcoholismo compulsivo, sobre todo cuando, tras haber rechazado con saña a su hijo ya estudiante de medicina Peter, el huraño varón ahora lo seduce, lo enseña a montar, le trenza con sus manos una emblemática soga y lo vuelve depositario de sus secretos, revelándose ante él como un ambiguo ser que rinde luctuoso culto irracional al idealizado mentor Bronco Henry de quien aprendió el rudo oficio virilista de vaquero y acaso lo inició en la homosexualidad al salvarlo de una hipotermia, que pone especial cuidado a no ser contagiado por el ántrax al desprender la piel de las bestias, y que suele satisfacer sus necesidades eróticas masturbándose con la mascada de su rústico magister adorado y cubriéndose narcisistamente de fango al bañarse en un arroyo, hasta que luego de un nocturno intercambio de cigarrillos con el dulce Peter, el tosco Phil fallece, al parecer por un inmotivado contagio de ántrax, para pacificadora sorpresa de este inexpugnable tosco.

 

 

El femiwestern asfixiante se desarrolla como una lenta ficción tan secreta como la idiosincrasia de su inubicable personaje central, en extraño tono deliberadamente menor, y casi hermética, llena en exclusiva de finos detalles oscuros por esclarecer de inmediato, insinuaciones desesperantes, silencios y pausas donde cualquier aliento épico o espacial grandilocuente ha sido ahogado de antemano, dentro de atmósferas en claroscuro atroz o envueltas en luz de velas o lámparas de gas, con escamoteantes imágenes elaboradísimas ante todo en interiores de la antiplasticista fotógrafa Ari Wegner, esporádicos acordes machacones o atmósferas acústicas a veces proclives a una
auténtica música del rockero Jonny Greenwood, súbitas elipsis internas o externas de parte de la compactadora edición de Peter Sciberras, estallidos de lujo malsano como máximo premio del psicasténico diseño de producción de Grant Major, y un relato de velada diversidad sexual infinitamente menos conmovedor o lacrimógeno que el del célebre disruptivo Secreto en la montaña (Ang Lee 05).

 

El femiwestern asfixiante se manifiesta ante todo como una relectura genérica en dos cruciales y urgentes sentidos culturales del genre y del gender, del género fílmico y del género sexual: he aquí una verdadera deslectura del western heroico como espíritu de conquista territorial, aventura, trayectoria, individualismo y hazaña sobrehumana por excelencia, y he aquí un western que descree del reino del patán dominante sin sosiego, del errabundo westerner machista sin apego, poniéndolo más bien en irrisión, por su ambigüedad oblicua, su miseria afectiva y su cobardía represora/autorrepresora, para poner en el puesto de mando, y de venganza, al afeminado, a la mujer degradada y al pacífico subrepticio.

 

 

El femiwestern asfixiante se estructura en cinco episodios o stanzas trascendentales, pero en todos atribuye un valor de verdaderos prodigios narrativos o significantes a la amorosa fabricación manual homologada de las flores de papel y de la soga-fetiche fálico, a las melancólicas partidas o arribos en cochecito de época o los merodeos a caballo, a la imposible detección de un perro extraviado en una montaña distante, epifánico obsequio de unos guantes sensualista por los pieles rojas agradecidos, al onanista uso de la pañoleta del mentor untuosamente paseada por el rostro, al perverso empleo de los entresijos de la casa-prisión usados por la ebria para esconder sus botellas fuera del espionaje o el descubrimiento/encubrimiento concertados, el atisbo luminoso detrás de la puerta entreabierta, el repudio visceral entre mujeres con o sin poder alguno, o la piel animal levantada al escalpelo o por el bisturí disectador clínico de lindos conejitos.

 

Y el femiwestern asfixiante termina invocando a modo de implacable epilogo el versículo 20 del Salmo funeral 22 (“Libra de la espada mi alma, y mi vida del poder del perro”), que en el contexto de la trama consagra cual innombrable thriller psicológico criminal, tanto al relegamiento bajo la cama de la cariñosa soga del difunto ya inútil para el chavo, como el reencuentro de la pareja conyugal del reivindicado hermano George y su Rose libre de ebriedad, por fin armonizados y vistos desde una feliz ventana superior.

 

 

FOTO: El poder del perro fue reconocida como Mejor película en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián 2021/Crédito de foto: especial

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