Jim Jarmusch: la noche también es un paraíso
MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
En el panorama del cine estadounidense contemporáneo, donde la literatura parece reducirse al papel de proveedora de material para adaptaciones por lo general poco afortunadas, la obra de Jim Jarmusch destaca por su claro pulso literario. Minucioso y reflexivo, dueño de un ritmo que lo acerca a la narración fílmica europea —no es gratuito que el alemán Wim Wenders le obsequiara película sobrante para poder rodar un tramo de Stranger than Paradise (1984), su segundo largometraje—, Jarmusch (1953) ha mantenido su independencia de las convenciones hollywoodenses desde el principio de su carrera: “No me interesa hacer cine para un público específico. Quiero crear un cine que cuente historias de un modo novedoso y no en la forma predecible y manipuladora a la que el espectador ya está acostumbrado.” Tal elección ha contribuido a afianzar una estética regida por tres rasgos esenciales: humor impasible, inclinación por la marginalidad y exploración de un minimalismo de bordes surrealistas. Sea en blanco y negro (Permanent Vacation, 1980; Down by Law, 1986; Coffee and Cigarettes, 2003) o en color (Mystery Train, 1989; Ghost Dog, 1999; Broken Flowers, 2005), el mundo jarmuschiano siempre luce desfasado y descolocado para dar cabida a un desfile de misfits y outsiders que buscan una realidad alterna donde refugiarse. Ambientado por un gusto musical que ha producido soundtracks de antología, ese mundo empezó a mostrar su filiación literaria con mayor nitidez a partir de Dead Man (1995), donde el western metafísico y la poesía visionaria de William Blake conviven en rara pero impecable concordia. Ghost Dog, que se inspira en el Hagakure del samurái Yamamoto Tsunetomo, y Broken Flowers, que moderniza el arquetipo de Don Juan, consolidaron un aliento libresco que en Only Lovers Left Alive (2013) alcanza un alto grado de depuración.
Decir que el quehacer de un cineasta establece nexos profundos con la literatura no implica minimizar su condición fílmica sino reconocer el diálogo generado en un mismo espacio entre distintos lenguajes artísticos. Eso logra Only Lovers Left Alive, cinta de una arrebatadora belleza psicodélica con la que Jarmusch amplía sus horizontes hacia un tema que exige tacto luego de tanto manoseo: el vampirismo. Eve (Tilda Swinton) y Adam (Tom Hiddleston) no son los típicos amantes inmortales unidos por la sed de sangre: estamos frente a una pareja mitológica expulsada del edén diurno y condenada a fatigar tierras nocturnas. A caballo entre Tánger y Detroit, ciudades que la magnífica fotografía de Yorick Le Saux convierte en mecas de la tiniebla acuchillada por el neón, los vampiros de Only Lovers Left Alive protagonizan un viaje en cámara lenta —son los viajeros más lentos, diría Enrique Vila-Matas— por un universo poblado no sólo de referencias escriturales sino de fantasmas de escritores. El espectro más vivo es Christopher Marlowe (John Hurt), principal abastecedor de sangre para Eve, que sirve de pretexto para reactivar la polémica sobre la autoría de William Shakespeare: “Me encantaría —admite— haber conocido a Adam antes de escribir Hamlet.” La deuda literaria intenta ser saldada o más bien concentrada en una secuencia genial: en un momento de soledad en el departamento de Adam, quien se desempeña como músico underground con una pasión por viejas guitarras eléctricas, Eve mira una pared llena de retratos de personajes célebres entre los que se puede identificar a Lord Byron, Franz Kafka, Mark Twain, Oscar Wilde y muchos más. Estos, comprendemos, son compañeros de ruta que eligieron la tinta en lugar de la sangre, cómplices que optaron por vampirizar existencias imaginarias y no vidas reales. Fabuloso tributo a un género que confirma su caudal fecundo, Only Lovers Left Alive es a la vez una elegía a las sombras que nos habitan y con las que debemos acostumbrarnos a habitar. Adán y Eva fueron proscritos por exhibir su lado oscuro, sugiere Jim Jarmusch, pero descubrieron que la noche también es un paraíso.