John Banville o los dioses en ruinas

Ene 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 2944 Views • No hay comentarios en John Banville o los dioses en ruinas

POR RAMÓN CASTILLO 

 

En un apartado rincón de la Biblioteca Nacional de Francia, se congrega un conjunto de volúmenes que tiempo atrás fueron proscritos, ocultos a la mirada del visitante debido al contenido subversivo e incómodo que almacenaban en sus adentros. El célebre Infierno, como es conocida dicha sección, fue un repositorio de libros cuya temática se dedicaba a exaltar la filosofía libertina y sus gozosas consecuencias. Aquel grupo de textos permitió inventar una palabra para ilustrar las múltiples conjugaciones del cuerpo: déniaiser. Este verbo, como señala Robert Darnton, servía para definir el pasaje que permite ir de la ignorancia al conocimiento a través de las lecciones de la carne.

 

Así pues, los ilustrados franceses ejemplificaban su férrea convicción de que el saber es una materia que se puede adquirir por contagio y que algunos de los aprendizajes más significativos de la vida suceden en el tibio resguardo del clímax. De esta manera, en una analogía similar a la utilizada por Platón para señalar el desplazamiento del mundo de las sombras hacia la luz intelectual, estos pensadores mundanos y solares, aseguraban que despertar al mundo, y a sus revelaciones, no es otra cosa que despertar al sexo.

 

Pero este tránsito, por más placentero que pareciera a los ojos de aquellos pornógrafos europeos, no es necesariamente una vía de claro recorrido. Antes bien, es una faena que en la potente manifestación de la intimidad, no sólo corpórea sino emotiva, es capaz de evidenciar mucho más de lo esperado. La sabiduría obtenida en el arrebato erótico puede llevar a los amantes, justo en el paroxismo de su entrega, a confrontar las debilidades y agravios que resguardan con celosa vigilancia, dando paso a un instante que puede ser o fuente de comprensión o de rechazo. Esa tirante cercanía, el asombro ante la presencia ajena, la fascinación por los secretos carnales y espirituales, tanto propios como extraños, constituyen la materia que anima a buena parte de la narrativa de John Banville.

 

Para este autor, el encuentro físico es un camino de autoconocimiento, un ejercicio de legítima introspección que habrá de trazar, de manera imperfecta pero meritoria, el vínculo que nos acerca con los demás, erigiéndose acaso como el mejor trayecto para aventurar un sentido a la existencia. Este trance se percibe en varias de sus obras, donde la presencia de Eros otorga un mínimo decoro a las tragedias que el mundo depara a sus personajes.

 

Mediante una prosa efectiva y cargada de imágenes inusitadas, Banville ofrece un atisbo descarnado de las relaciones afectivas, de sus luminosos requiebros pero también de sus declives, de la dificultad que representa sobrellevar la agonía diaria del amor, del cuerpo y de ciertas ilusiones. En otras palabras, el autor se consagra como un experto en iluminar los frágiles asideros de nuestro ser, la mezquindad que en muchas ocasiones nos impulsa, el desconcierto permanente ante los otros y ese afuera a ratos hostil, a ratos sencillamente incomprensible.

 

Este novelista irlandés, dueño absoluto de su talento, paciente y meticuloso orfebre, apuesta a hacer de su escritura un entramado donde se perciba la profunda contradicción de nuestras personalidades, la trémula esencia de lo que nos hace personas y, especialmente, la endeble complexión de nuestros pensamientos y certidumbres más preciados.

 

¿Qué quedará de nosotros cuando hayamos muerto?, se pregunta una y otra vez el autor de El libro de las pruebas. Y la respuesta parece ser siempre la misma: nada. Todo lo que fuimos desaparecerá sin mayor tragedia. Nuestro destino se escribe con el alfabeto de la intrascendencia. Pero el gesto anhelante, desesperado y, por ende, conmovedoramente real ante ese abismo, también es el origen que nos impele a crear, a saciar el deseo, a entregarse a los dictados de la voluptuosidad y, de esta manera, apretar el fino cordel que nos acerca con los demás.

 

Bajo la mirada de este artífice, las relaciones humanas son fascinantes debido al conflicto, a la desesperanza y, muchas veces, a la redención que es posible alcanzar cuando alguien más contempla nuestros secretos. Esta entrañable proximidad, no obstante, se manifiesta indómita y levantisca, rebelde a ser comprendida de forma simple, en virtud de que los otros son a un tiempo motivo de repulsión, ternura y pasmo. En ellos, como en un espejo, percibimos la maldad que silenciosamente nos identifica con la estirpe del infame y el paria. Y, aun así, el deseo articula siempre una angustiosa búsqueda por extender nuestros confines, abriendo nuevas rutas a través de la efervescencia lúbrica.

 

John Banville propone un punto de vista radical, al sugerir que el amor verdadero se manifiesta en la falta, nunca en la posesión; siempre en el recuerdo antes que en la presencia. De ahí que la fugacidad del apetito sea el medio óptimo para adentrarse en lo más profundo de nuestro estado. Su naturaleza combustible nos salvaguarda de perdernos en la desmesura. La pretensión de amar, en cambio, está condenada a advertir la impotencia de los lazos, dilatando la mirada en ciertas barreras insalvables que, a lo mucho, apenas sirven para generar un vínculo de mutua tolerancia, un esfuerzo rotundo por atenuar el fastidio de la existencia.

 

La orfandad que como individuos nos define no se anula al estar con alguien, sin embargo, es un pretexto ideal para entablar complicidades. Atento lector de Nietzsche, Banville suscribe que entre dos almas se firma un pacto en el cual el desamparo no se diluye, sino que apenas se acompaña. De esta forma, la contigüidad de nuestras flaquezas nos ayuda a comprender al amor no como una manifestación de lo perfecto, sino como un entendimiento de nuestros fallos, de las vergüenzas íntimas y los solitarios derrumbes. En esos lances, el apego es una opción, tal vez la más llevadera, para abrazar los defectos que nos delinean, volviendo soportable la prueba de todo aquello que nunca podremos ser.

 

El coito se convierte en una tregua, una confidencia sutil pero valiosa, sólida a expensas de su precariedad. Funge como un remanso efímero que nos salva de nosotros mismos. Así, la revelación más auténtica y sublime la constituye el cuerpo y su desnudez, pues es ahí cuando se evaden las normas elementales y restrictivas del juicio, se transgrede el orden de la propia identidad y, por un momento, el sombrío vestigio de nuestra abyección encuentra sosiego.

 

Al final, como ha señalado Claudio Magris, uno se da cuenta que el viaje por “los meandros más oscuro de la existencia y la pasión” a la que este escritor somete a sus lectores, busca deslizar de manera contrastante un júbilo terrenal, sin concesiones con ningún reino que no pertenezca al deleite de los sentidos, al hecho concreto de vivir a la máxima intensidad cada una de nuestras limitaciones, tal como escribe en un pasaje de Los infinitos: “Todos somos iguales, todos somos del Olimpo. Debemos celebrar todo lo que signifique alegría y vitalismo y ligereza, y eso hacemos…”.

 

La maestría de John Banville se muestra rotunda al consignar las antípodas del género humano, así como al traducir el influjo de una fuerza inesperada que nos permite continuar ante las derrotas padecidas. Toda vida sobre la tierra se afirma como un contrasentido feliz, pleno y en constante asombro. La aceptación de las fragilidades y desperfectos humanos no se reduce a ser causa de lamento; más bien es origen de extrañeza, pero sobre todo de una necesidad de estrechar la propia finitud. Este singular narrador apunta a delinear un lienzo de pinceladas dramáticas y dolorosamente humanas que, sin embargo, componen un paisaje de perenne jovialidad, donde la cópula es una de sus más contundentes expresiones. En la confirmación de este misterio, volvemos a pronunciar lo dicho por Emerson, al afirmar que los hombres somos dioses en ruinas. Pero dioses al fin.

 

 

*FOTO: Considerado uno de los grandes estilistas en lengua inglesa por el cuidado linguístico que su obra demuestra, John Banville ha publicado, además, novelas policiales bajo el seudónimo Benjamin Black/Reuters.

 

 

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