KEGEL 911

Ene 9 • destacamos, Ficciones, principales • 3442 Views • No hay comentarios en KEGEL 911

POR LUIS CARLOS FUENTES

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Después del parto de Robertito los músculos pélvicos de Violeta quedaron tan debilitados que, de no haber sido por la ropa interior, sus tampones se habrían deslizado fuera de la vagina sin mayor dificultad. Más de una vez, al caminar junto a ella por la calle, me volví sin que se percatara para cerciorarme de que nada hubiera quedado tirado a media banqueta. Esto, desde luego, no hubiera sido grave. Habría bastado con negar toda relación con el tubo ensangrentado en caso de toparnos con un transeúnte caballeroso.

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–Me parece que esto es suyo, madame –le diría él a Violeta, tendiéndole el objeto con delicadeza. Ella primero lo miraría con sorpresa, luego con asco, y después, al entender lo que había ocurrido, con vergüenza.

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–Se equivoca usted, caballero, eso no pertenece a mi mujer –me apresuraría yo a decir para librarla de tan embarazosa situación.

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–¡Pero si acabo de ver como salía de entre las faldas de la señora! –Insistiría él.

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–Le repito que comete usted un error. ¿O acaso cree que mi esposa no notaría la ausencia de semejante accesorio? Además, déjeme informarle que no está en días de necesitarlo, ¿no es así, Violeta querida?

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–S-sí, sí –diría ella, tartamudeando por los nervios. Nunca ha sido buena para fingir, sobre todo cuando se encuentra bajo presión.

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–¿Lo ve? Y ahora, si nos disculpa, tenemos un compromiso ineludible al cual no queremos llegar retrasados –diría yo para dar por terminado el asunto y le tendería una moneda–. Tenga, amigo, cómprese algo para beber.

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–Disculpe usted, he debido ver mal –diría él tomando el dinero con una reverencia–. Seguramente pertenece a otra persona, quizás a aquella humilde vendedora de habichuelas.

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–Será mejor que le pregunte. Puede necesitarlo. En marcha, darling –y nos alejaríamos tomados del brazo, Violeta admirada por mi temple en el manejo la situación, pero sumamente apenada por el desagradable descuido de su entrepierna.

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Sin embargo, como dije antes, eso no hubiera sido tan grave. El problema real se presentaba por las noches, al momento de la penetración. Sus paredes vaginales eran tan amplias que hubiera necesitado un miembro tres o cuatro veces más grueso para que cualquiera de los dos sintiera algo más que un simple cambio de temperatura, y a veces ni eso, y entonces teníamos que comprobar con las manos si ya estaba dentro.

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Al principio no quise mencionar el hecho de su flacidez porque no había dimensionado bien la situación, y es que luego de tantas semanas sin tocar a mi Violeta me bastaba tan sólo con saberme en su interior para alcanzar el orgasmo y la eyaculación. Eso, dicen los que saben, es amor verdadero.

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Pero pronto pasó la calentura acumulada durante la cuarentena y cada vez me costaba más trabajo lograr el suficiente roce para alcanzar el clímax. Hasta que un día, a mitad de un intenso y monótono trabajo de vaivén, perdí la erección. Estaba escrito: no podía seguir ocultando la terrible verdad.

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¿Qué pasa? ¿Qué tienes? –Me preguntó Violeta.

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Nada, es que… Tenía que buscar las palabras correctas, no podía arriesgarme a desatar una tormenta en el oceánico vaso de agua de la depresión post parto. Lo mejor era utilizar la jerga científica. Eso siempre da un toque de neutralidad. Creo que padeces languidez vaginal.

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¿Qué es eso?

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Significa que tienes un problema de presión.

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¿Como una llanta? ¡Jaja! –Así es Violeta: puede estar a mitad de una crisis de insatisfacción conyugal y todavía se atreve a bromear. Nunca ha sido muy prudente a la hora de explotar su primitivo sentido del humor.

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Jajaja, ¿ya ves cómo eres? –le seguí el juego, aprovechando la distracción para salir de entre sus piernas.

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No, ya en serio. ¿Cómo que la presión? No me siento mal.

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Lo que quiero decir es que quedaste un poco guanga y así ni se siente nada. Imagínate un niño que se pone el calcetín de su papá.

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Violeta se cubrió hasta el rostro con la sábana. Yo pensé que era otra de sus bromas y decidí seguirle la corriente para aligerar la situación.

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¿Dónde está Violeta? ¿Dónde está Violeta?

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Quizás porque escuchó que jugábamos a su juego favorito, Robertito comenzó a llorar en su cuna.

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Ya le toca –dijo Violeta. Se levantó y caminó hasta su ropa cubriéndose el pecho con las manos.

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Durante los días que siguieron Violeta reaccionó de manera fría y evasiva ante mis habituales demostraciones de cariño, y por las noches me aplicó sin piedad la ley de Lisístrata, aquella ateniense que enseñó a las mujeres a manipular a sus maridos por medio de la privación de todo placer sexual. Yo, prudente, no insistí para que me levantara el castigo. Seguramente le remordía la conciencia tratarme de esa manera, porque andaba cabizbaja y más de una vez le noté los ojos llorosos. Preferí mejor dedicarme a buscar una solución a nuestro problema. Así he sido siempre: cuando señalo una falla me gusta también proponer la manera de resolverla.

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Investigué con varios amigos, sin mencionar en ningún momento el nombre de Violeta. Simplemente me refería a “una conocida que acababa de parir”. No pudieron darme una respuesta satisfactoria, supongo que porque ninguno tiene hijos y no se han enfrentado a esta situación. Uno de ellos, incluso, en el colmo de la chacota, llegó a sugerir que lo consultara con un ginecólogo.

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¿Estás loco? –le dije-. No pienso discutir con un extraño las intimidades de mi conocida.

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Preferí buscar en internet. Anónimo, sabio, versátil. La fuente ideal de conocimiento gratuito. No me equivoqué. Al poco tiempo di con la respuesta.

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Se lo dije así, como va, una noche después de que Robertito se quedó dormido. Como ya era rutina, Violeta puso de fondo música de Mozart para que nuestro hijo se hiciera más inteligente durante su sueño sin que nos costara ningún esfuerzo ni dinero extra. Yo la esperaba en la sala.

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Ven, siéntate un ratito –le dije en el tono más cariñoso.

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Tengo mucho sueño, me voy a acostar, el niño no me dejó dormir en toda la noche –me contestó con una voz apenas percetible.

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Por eso, ven –insistí.

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Violeta cedió y se sentó a mi lado.

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¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día? –sutileza es mi segundo nombre.

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¿No, cuándo?

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Ya sabes, aquella vez.

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¿Cuál?

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Pues ésa, no te hagas, cuando te dije que no siento nada porque ya no aprietas.

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Violeta, en una reacción por demás inapropiada en una conversación de adultos, se puso a llorar.

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Pero no chilles, que te tengo buenas noticias: ¡no es culpa tuya, sino de tu músculo pubocoxígeo! –le dije con una gran sonrisa para contagiarle mi entusiasmo.

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Me miró como si le hubiera hablado en un idioma extraterrestre. No la culpo: yo mismo tuve que escribir el término veinticinco veces para que no se me olvidara a la hora de comunicarle la sorpresa.

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Violeta se levantó sin decir más y se encerró en la recámara, dejándome ahí, solo, con la palabra en la boca. A veces puede ser muy insensible.

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Durante todo el fin de semana la noté esquiva. Evitaba coincidir conmigo, y cuando lo hacía, me ignoraba fingiendo que necesitaba toda la concentración del mundo para amamantar a Robertito. Yo decidí pagarle con la misma moneda y desempolvé mi consola de videojuegos. Me divertí como nunca. Hay veces que Violeta, queriéndome fastidiar, termina por hacerme un favor.

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El lunes por la noche, sin embargo, cuando regresó a casa, traía una actitud completamente cambiada. Me saludó con un beso (casi me hace perder una vida), fue a acostar al niño y regresó a sentarse a mi lado.

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¿De qué se trata? –me preguntó, más por sacarme plática que por verdadero interés en la trama.

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Del apocalipsis zombi.

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¿Y tienes que matar a todos los zombis?

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En realidad no, porque técnicamente ya están muertos. El término correcto es “eliminar”.

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Ahh… ¿Entonces tienes que eliminar a todos los zombis?

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Sí.

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Permaneció un rato en silencio, viéndome jugar. Su presencia me puso nervioso y terminé por sucumbir de la manera más tonta: me caí a un precipicio.

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¿Quieres jugar? –le pregunté, tendiéndole el control pero tratando de dar a entender: “ahuecando, porque me distraes”.

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No.

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Empecé una nueva vida, haciendo un gran esfuerzo para ignorar su presencia.

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Quería decirte… tuve cita con el ginecólogo.

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Mmmhhh…

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Me costaba trabajo poner atención a Violeta y al juego. Dicen que las mujeres son capaces hacer varias cosas al mismo tiempo, y puede ser, aunque a veces las hagan todas mal, pero yo de verdad no puedo. O una cosa u otra.

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Me recomendó unos ejercicios para fortalecer los músculos del fondo pélvico… Se llaman los ejercicios de Kegel…

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¿Qué me quería decir? ¿Qué le había pagado a su doctor por escuchar lo que el otro día le iba a decir yo, y GRATIS? Si ahora necesitaba mi atención para pedirme una disculpa y quitarse el remordimiento, no se la iba a poner tan fácil.

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Mmmmajá… le contesté yo con toda la indiferencia de la que soy capaz.

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Violeta permaneció unos minutos en silencio, mirándome jugar. Yo aproveché para lucirme y ejecutar unos combos que me hubieran convertido en su ídolo, si ella fuera capaz de apreciar en su justa dimensión lo que estaba sucediendo en la pantalla.

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Finalmente abrió su bolso y buscó algo en su interior. Yo estaba seguro que sacaría su celular para escribirle a sus amigas y demostrarme que no necesitaba mi atención. Pero en lugar de su teléfono sacó un par de bolas Ben Wa doradas y me las puso enfrente, entre mis ojos y el televisor.

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También me compré esto. Dicen que son lo mejor.

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Yo abrí los ojos grandes como las bolas. Violeta se levantó y se fue. En la pantalla mi avatar quedó tan petrificado como yo. Los zombis se dieron un festín con mi cuerpo virtual.

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Bolas chinas

No debe confundirse con Esferas chinas.

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Bolas Ben Wa o bolas chinas (también bolas de geisha), por lo general son dos bolas bastante ligeras que la mujer introduce en la vagina detrás del músculo pubocoxígeo, exactamente donde se colocan los tampones, y que, normalmente, tienen en su interior otras bolas más pequeñas. Mediante el movimiento, las bolas interiores golpean con las exteriores y realizan una especie de efecto vibratorio, produciendo sensaciones muy eróticas y placenteras. Pueden ser incluso amplificadas mientras se camina. [cita requerida]

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Las bolas Ben Wa tienen una historia variada, su origen y método de fabricación varía según su localización. La mayoría de información sobre estas bolas es vaga y probablemente apócrifa. El uso de las bolas Ben Wa crea una estimulación sutil, no pretende llevar al usuario al orgasmo inmediato, sino más bien a juguetear. Es posible dejar las bolas Ben Wa en la vagina durante todo el día, o utilizarlas mientras se está sentada en una mecedora.

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Bla bla bla

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También llamadas pesas vaginales, vienen en una forma esférica y pueden variar sus pesos para fortalecer la vagina…

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Ble ble ble

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Igualmente, se utilizan en la realización de EMSP (Ejercicios Musculares de Suelo Pélvico)…

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Wikipedia

Nunca había imaginado que Violeta fuera capaz de utilizar semejantes juguetes sexuales. No es que me espante, al contrario, me considero un hombre de mundo, pero mi Violeta siempre había sido más conservadora con respecto a los objetos que daba entrada a sus partes genitales. Al menos la atrofia, pensaba yo, la llevará a experimentar nuevos placeres desconocidos.

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Un mes después después seguíamos sin tener relaciones. Tampoco habíamos vuelto a tocar el tema de los ejercicios, aunque yo sabía que Violeta los practicaba a diario, varias veces al día. Me la imaginaba contrayendo su colita diez segundos y relajándola otros diez mientras desayunaba con sus amigas, o en el súper, lo cual me provocaba una ligera excitación, pero lo que más me calentaba era fantasear que traía todo el tiempo adentro las bolas Ben Wa, en casa de sus papás, en el metro, cuando llevaba a Robertito al pediatra o le daba de comer. Incluso consideré seriamente la posibilidad de comprar una mecedora.

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Fueron cuatro semanas sin coito, pero con el mejor sexo que la dupla mano-mente puede ofrecer.

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Por fin, una noche, Violeta decidió que estaba lista para volver a hacerlo.

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Ups –me dijo desconectando la consola de videojuegos. No me dio oportunidad de reaccionar con la ira que estas situaciones requieren porque en cuanto volteé a verla con mis ojos de escopeta recortada, ella dejó caer la bata que la cubría. De inmediato percibí que en todo ese tiempo de abstinencia había hecho dieta y gimnasio. El estómago flácido era mucho menos llamativo que antes. Cuando se cuida, Violeta es una auténtica belleza.

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Era notable el cambio logrado con los ejercicios de mi nuevo mejor amigo Don Arnoldo Kegel. La vagina de Violeta estaba musculosa como mano de trailero, estrecha como mente provinciana y húmeda como la garganta de la ballena de Pinocho.

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Esa noche, más que eyacular, fui exprimido como duya.

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Violeta sigue haciendo progresos. Dice que practica a diario sus ejercicios, y una vez hasta me dejó grabar en mi teléfono cómo usa las bolas chinas. Desgraciadamente, al terminar, me obligó a borrar el video. ¿Qué clase de confianza es ésa? Ni que fuera a hacer mal uso de él.

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Violeta ha conseguido, de hecho, hacerme llegar al orgasmo sin realizar yo movimiento alguno de pistón, utilizando únicamente la presión ejercida por sus músculos pélvicos. Soy afortunado. Casi ninguna mujer es capaz de eso. Lo sé porque he recabado información entre mis conocidos.

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El problema es que ahora ella es tan hábil y estrecha que yo no puedo aguantar mucho tiempo antes de venirme. Pero ése, considero yo, es un problema menor. A final de cuentas el balance resultó positivo. Incluso creo que Violeta creció como persona. Afortunadamente yo estuve ahí para guiarla.

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A veces me pregunto: “¿qué sería de ella sin mí?”

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*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.

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