John Locke: planos para la construcción de una democracia
Para el filósofo John Locke la humanidad, en su estado natural, gozaba de libertad; basándose en ello, cuestionó el poder absoluto y apeló por una sociedad igualitaria y prudente en sus decisiones. Sus ideas inspiraron a los pensadores de los futuros proyectos democráticos: Estados Unidos y la República francesa derivada de la Revolución de 1789
POR RAÚL ROJAS
La monarquía constitucional británica es uno de los gobiernos democráticos más antiguos del mundo. Es paradójico, porque no se trata de una república, sino de una monarquía. Y es doblemente paradójico porque Gran Bretaña no tiene una constitución codificada en un sólo documento, sino más bien todo un conjunto de leyes que regulan diferentes partes de la acción gubernamental. Lo que existe son “Actas del Parlamento” y otras leyes que la Suprema Corte reconoce como de rango constitucional. Se llegó a la monarquía constitucional inglesa, y después británica, a través de magnicidios, revueltas, asonadas y guerra abierta entre los monarcas y el Parlamento, hasta que ya para el siglo XVII el nuevo paradigma estaba lo suficientemente consolidado como para poder teorizar al respecto. Uno de los que lo hicieron fue John Locke (1632-1704), amigo de Newton, alquimista, filósofo y también uno de los precursores del llamado empirismo epistemológico. Escribió dos Tratados sobre el gobierno, el primero más bien polémico, de manera que ha sido el segundo el más leído, ya que proporciona algo así como los planos de construcción de un gobierno, un modelo que mejorarán y superarán otras democracias, como la norteamericana de 1776 y la República francesa emanada de la revolución de 1789. En las páginas del segundo Tratado, publicado exactamente 100 años antes de la toma de la Bastilla, encontramos la fundamentación teórica para la moderna separación de poderes, afinada posteriormente por Montesquieu.
En el primer Tratado Locke había ya desmontado la llamada teoría “patriarcal” de la monarquía. Ésta alega que la autoridad de los reyes se deriva directamente de la autoridad de los padres, transmitida de generación en generación, desde la época de Adán, el primer gran patriarca de la historia. Sobre esa base, la autoridad de la monarquía sería absoluta y no necesita ni puede estar sujeta a control alguno. Por ahí comienza el segundo Tratado y Locke nos recuerda que la autoridad patriarcal de Adán no sería hereditaria y que además la cadena de descendencia se ha perdido. Afortunadamente para el lector la mitad del segundo Tratado se extravió y Locke decidió ya no reescribir esas páginas. Digo “afortunadamente” porque aparentemente esa parte perdida era una continuación de la refutación del patriarcalismo, de manera que lo que quedó del segundo Tratado se dedica a examinar cuestiones más sustanciales.
Locke comienza definiendo el “poder político”, que no es otra cosa que “el derecho de proclamar leyes (…) para regular y preservar la propiedad, emplear la fuerza de la comunidad para imponer esas leyes y defenderla de ataques externos”. Para eso el filósofo inglés comienza con un tema que será obligado para pensadores posteriores: la cuestión de la emergencia del Estado erigido sobre la base del “estado natural” original de la sociedad. En aquel estado natural reina la igualdad entre los humanos, que además son libres y poseedores de bienes comunitarios. El único poder que un hombre tiene sobre otro es el de impedir que alguien dañe a los demás, al restringir tales actos o imponiendo reparaciones por ofensas cometidas. El único derecho es el de “hacer respetar la ley de la naturaleza”, que puede incluir la pena de muerte para alguien que ha asesinado a una persona. Curiosamente, los monarcas de naciones independientes se encuentran en ese “estado natural” entre sí, ya que sobre ellos no rige una autoridad superior.
Locke polemiza con Thomas Hobbes, quien en su célebre obra Leviatán, de 1651, había postulado que el estado natural de la humanidad era el de la guerra de “todos contra todos”. Según Hobbes, lo ilimitado de los apetitos humanos choca con la escasez de recursos y de ahí se deriva esa competencia interhumana que podría derivar en anarquía, a menos que la sociedad acuerde integrarse en un cuerpo social que renuncie a autorregularse y entregue el poder político a una persona o a un grupo de personas. Para Locke, identificar el estado natural de igualdad con el estado de guerra permanente es un error. Dicha fase de guerra sólo se da cuando alguien quiere usurpar los derechos de otra persona, lo que puede ocurrir antes o después de que la sociedad abandone el estado natural. En éste y otros pasajes Locke argumenta, aparentemente, que en la época del estado natural la tierra disponible es aún muy extensa: la escasez de recursos de la que habla Hobbes no es un factor decisivo.
Para Locke uno de los más importantes aspectos del poder político es que debe proteger la propiedad privada, pero el problema conceptual es cómo la sociedad pasa del comunismo primitivo del estado natural a la existencia de propiedad privada en la sociedad organizada. La respuesta de Locke es: a través del trabajo.
La transición a la propiedad privada ocurre gradualmente. En sociedades de recolectores de alimentos, el hecho de utilizar tiempo de trabajo para tomar algo de la naturaleza lo transforma en propiedad del trabajador. En sociedades de agricultores, toda la tierra es propiedad comunal al principio, pero el que cultiva un trozo de tierra y de alguna manera la mejora, ha invertido tiempo de trabajo que le permite declararla su propiedad. Eso supone que hay suficiente tierra para todos, de manera que no se afectan los derechos de nadie. Dice Locke: “Dios les dio la tierra a los hombres en común, pero como se las dio para su beneficio (…) no puede haber sido su intención que se mantuviera intocada y sin cultivar”. Y como una sola persona no dispone de tiempo de trabajo ilimitado, la cantidad de tierra de la cual se puede apropiar es reducida. Según Locke, a pesar de toda la gente que ya existe en la Tierra (cuando escribe) hay en el mundo suficientes campos de cultivo para el doble de personas. Más aún en el estado natural, cuando “todo el mundo era América”. Que el trabajo permita apropiarse de la tierra no debe sorprender, ya que “es el trabajo el que proporciona la mayor parte del valor de la tierra”. En general, la propiedad privada siempre está limitada a lo que se puede producir en el campo sin que se fermente y pierda. Pero eso sólo ocurría hasta que apareció el dinero. El límite que los artículos perecederos imponen sobre la acumulación de riqueza desaparece cuando los hombres deciden atribuirle valor por convención a un objeto no perecedero, el que puede servir como medio de intercambio. De esa manera se rompen los límites naturales que la agricultura le imponía a la propiedad privada y la riqueza se puede acumular sin las restricciones de antes, como riqueza monetaria.
Queda analizar el problema del “poder”. Después de revisar la “sociedad conyugal” y las relaciones entre patrones y sirvientes, Locke considera la mejor manera de organizar a la “sociedad civil”. Al vivir en sociedad, todas las personas preservan el derecho a su libertad originaria, a su vida y a sus posesiones: “no hay sociedad política que pueda existir o sobrevivir sin tener el poder de proteger la propiedad y de castigar transgresiones”. El individuo renuncia a su “poder natural” y se lo entrega a la sociedad para que ella sea el “árbitro”. Dichos mediadores deciden en materia legal siguiendo leyes. De ahí que la sociedad política deba tener el poder de promulgarlas y el poder de proteger a sus miembros declarando la guerra o la paz. De ahí se desprende la diferencia entre el “poder legislativo” y el “poder ejecutivo”. En una “sociedad civil” sus miembros han delegado su poder en estado natural al poder ejecutivo.
Por eso la monarquía absoluta (que no está limitada por leyes) es “inconsistente con la sociedad civil”, porque si no existen instituciones para hacer valer derechos, las personas regresan al estado natural. Sin embargo, el monarca absoluto es poder legislativo y ejecutivo en unión personal, de manera que no hay jueces ni cortes imparciales. Si alguien cree que el poder absoluto “purifica la sangre o corrige las bajezas de la condición humana – lean historia, de ésta, o cualquier otra época, para convencerse de lo contrario”. En un gobierno así, la propiedad no estará segura
Locke habla de tres poderes políticos en el Tratado, pero no son los clásicos (ejecutivo, legislativo y judicial) sino el poder legislativo, encargado de formular leyes, el ejecutivo, encargado de hacerlas cumplir, y el “poder federativo” que representa a la nación hacia el exterior y tiene la facultad de formar alianzas o declarar la guerra. Mientras que el poder legislativo solamente se reúne cuando es necesario (de manera que no hay un parlamento permanente), el poder ejecutivo está siempre actuando. Pudiera parecer extraño que el poder ejecutivo se divida en dos partes, pero según Locke eso se debe a que las leyes regulan el comportamiento de los habitantes de una nación en su relación mutua, mientras que el poder federativo “responde a las acciones de los extranjeros”, que no pueden ser codificadas en leyes que cubran todas las eventualidades. El poder federativo sólo es regulado por la “prudencia”. Cada uno de los poderes tiene la “prerrogativa” de actuar por iniciativa propia en su campo de acción cuando la ley es ambigua o en casos inesperados. De ser así, se espera que los poderes no actúen aprovechándose de las circunstancias.
Para Locke el poder supremo es el legislativo, pero el poder real reside en última instancia en el pueblo, que puede destituir a los legisladores. El rey encarna al poder ejecutivo supremo, pero la obediencia de sus súbditos está supeditada a las leyes existentes. El rey es el que convoca al parlamento y a elecciones generales, pero siempre se debe tener en cuenta que “el bienestar del pueblo es la ley suprema”.
Es claro que el Tratado describe, en mucho, la situación existente en Inglaterra durante la época en la que Locke escribe. La separación del poder judicial no es evidente y parece más bien que los jueces son magistrados que forman parte del poder ejecutivo, porque regulan el cumplimiento de las leyes. Pero en el capítulo sobre las facultades del poder legislativo Locke escribe que éste “debe dispensar justicia y decidir sobre los derechos de los sujetos a través de jueces que aplican las leyes que han sido promulgadas”. Hasta la mitad del siglo XVII, aunque los jueces ingleses gozaban de una cierta independencia, eran nombrados y muchas veces depuestos por el rey. Una verdadera independencia del poder judicial sólo se logró hasta muy posteriormente.
Locke cierra el segundo Tratado explicando el derecho a resistir la tiranía. Si el pueblo teme que sus leyes están en peligro, así como su propiedad, libertad y vida, “no puedo ver como se puede impedir que resistan la fuerza ilegal que se usa, o amenaza ser usada, contra ellos.” Por eso “el derecho a defenderse es parte de las leyes de la naturaleza, y no se le puede negar a la comunidad, incluso contra el rey mismo”. Y así, aun cuando el Tratado no describe exactamente lo que hoy interpretamos como la separación de poderes políticos, en el siglo siguiente el texto va a inspirar a los revolucionarios norteamericanos y franceses. Uno de los lectores de Locke será Thomas Jefferson, quien adoptará del Tratado la igualdad originaria de los hombres en el estado natural y el derecho a la rebelión contra un poder despótico. En Francia, Montesquieu propondrá el modelo inglés como apropiado para Europa y seguirá dando forma a lo que después se llamará la trias política, es decir, la separación de los tres poderes que hoy conocemos.
FOTO: Retrato del filósofo John Locke retratado por Sir Godfrey Kneller/ Especial
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