Jorge Fons: el cachorro y el albañil

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Desde sus inicios, este arriesgado cineasta exploró géneros ajenos a los tradicionales, logrando forjar un cine que retrató la realidad mexicana en todos sus claroscuros

 

POR JOSÉ FELIPE CORIA 
Una idea del viejo Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, en la etapa trashumante que tuvo esta escuela de la UNAM, fue ahorrar a los estudiantes camino para ingresar a la industria. Estudiar era un atajo; evitaba subir la inmensa escalera que imponía el rígido sindicato para dirigir. Porque no había otra aspiración. Sólo dirigir. No todos la consiguieron. La primera generación, 1963-1968, la de Jorge Fons, sí lo hizo.

 

Este veracruzano tímido, de mirada que no perdía detalle y sonrisa apenas dibujada, tuvo la suerte de, recién egresado, ser asistente por breve tiempo antes de dirigir El quelite (1970), su debut.

 

Era el sueño de cada estudiante. Pero El quelite fue un churro. Sátira que quería ridiculizar los clichés del prolífico género de la comedia ranchera, era absurda a pesar de su reparto multiestelar con ramillete de cómicos, de Tin Tán a Héctor Suárez; no es del director que llegaría a ser. De humor malo, puesta en escena deficiente, estilo fotográfico convencional.

 

Su siguiente paso fue cauto pero firme. El segmento “Nosotros” de Tú, yo, nosotros, hecha en 1972, revela un director ahora sí seguro. En esta cinta personal, que compartió con dos de sus colegas más interesantes de esos años, Gonzalo Martínez Ortega y el gran Juan Manuel Torres, despliega la sabiduría del cortometraje: escolarmente se insistía en hacerlos como base para proyectos de mayor calado.

 

Replica este éxito en el segmento “Caridad” de Fe, esperanza y caridad (1974), otra cinta de “cuentos”, como se les conocía entonces, y que unidos eran un largometraje comercial; ahí convivían generaciones activas del cine nacional. Compartió relatos con Luis Alcoriza y Alberto Bojórquez, otro egresado del CUEC, de la tercera generación.

 

El año previo, 1973, Fons hizo dos títulos diametralmente distintos. Un proyecto para otro director, Salomón Laiter; un western de trazado clásico, en inglés, sobre un adolescente enfrentando la muerte de su padre. Protagonizado por el entonces ídolo de matinée Robby Benson, tiene seguidores y detractores. Está aquí de nuevo la semilla para internacionalizar al talento mexicano, que tuvo iniciativas parecidas previas con Roberto Gavaldón, Emilio Fernández, Ismael Rodríguez y José Bolaños.

 

La otra de ese 1973 lo puso en el mapa de los directores a seguir y que podían ser imán de taquilla. Los cachorros, basada en la breve novela de Mario Vargas Llosa, fue un merecido éxito: duró 20 semanas en cartelera.

 

Este éxito es el de un director que maduró rápido y que en sólo tres años, aplicándose en cortometrajes, aprendiendo de sus errores, sabiendo asimilar la diversidad de estilos que había en el cine mexicano, desvela un autor solvente. La historia del hombre sexualmente mutilado interpretado por José Alonso, funciona por su dramatismo, a pesar de una fotografía no del todo óptima de Alex Phillips (ni modo, al mejor cazador se le va la liebre). El reparto era eficaz, destacando Helena Rojo junto a Carmen Montejo y Augusto Benedico. Incluía figuras entonces conocidas, como la bella Cecilia Pezet, y una María Rojo destilando intrigante sensualidad (desde entonces la amamos). Aquí, el cachorro que era Fons, dejó de serlo.

 

Fons tuvo entre sus virtudes lograr una amalgama atractiva para el público entre tema e interpretación. Su forma de dirigir actores fue puente entre generaciones fogueadas en teatro o el cine de oro, formados en escuelas teatrales de la Universidad o el INBA. Era un cine adulto, ajeno a géneros tradicionales, en busca de público, que le toma el pulso a su sociedad.

 

Fons tuvo otro tropiezo, otra parodia: Cinco mil dólares de recompensa (1974), cinta que vale considerar “de culto”: de tan malo su estilo sin estilo, parece brillante. Y los actores, Claudio Brook, Jorge Luke, Armendáriz junior, Lorena Velázquez, Silvia Pasquel, Gabriel Retes y un largo etcétera, salvan parte sustancial.

 

El siguiente filme, tras un par de documentales, Los albañiles (1976), su probable obra maestra, basada en la novela de Vicente Leñero, lo pone en definitiva como notable director de actores. Y buen adaptador literario. Lo que se confirma en El callejón de los milagros (1995), de Naguib Mahfuz, y El atentado (2010), de Álvaro Uribe.

 

Su segunda película más exitosa, Rojo amanecer (1989), duró once semanas en cartelera. Deja en claro que su cine era modesto, pero resistente. Antes que arquitectura, propone albañilería acrisolada. Construir escena por escena mostrando las junturas, los materiales, la sustancia en crudo de un estilo. No uno personal, que lo definiera su firma, sino el del tantas veces anunciado y tantas veces defraudado: el del nuevo cine a la mexicana. Por eso trabajó rápido, sin adornos, económicamente, dejando que el pálpito del instante, captado en determinado tiempo y lugar, impregnara la cinta con autenticidad. Lo logró en los 70. Lo repitió en Rojo amanecer.

 

Quitando todos sus trabajos como documentalista y lo hecho para TV, es autor de diez películas, ocho en solitario y dos de “cuentos”. Nada mal para la condición en que hoy está nuestra artesanal industria.

 

Su huella es profunda al ser director de silencios en vez de estridencias, de lo íntimo antes que de lo espectacular, y de lo intenso en lugar de lo melodramático. Un director de formación universitaria que avanzó por un rumbo agreste, pero fructífero, llevando un buen libro bajo el brazo, una idea clara que nunca renunció a su esencia y actores ideales para encarnarla. Con ello capturó lo nacional en toda su grandeza y dolor.

 

FOTO: El director de cine falleció el pasado 22 de septiembre/ Archivo EL UNIVERSAL

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