José Luis Cuevas: El tiempo de la rebeldía
POR ANTONIO ESPINOZA
Artista carnívoro cuya atracción principal reside en su gracia flexible, sus movimientos sinuosos, la ferocidad elegante de su dibujo, la fantasía grotesca de sus figuras y los resultados con frecuencia mortíferos de sus trazos. Este artista pasa, en un abrir y cerrar de ojos, sin causa aparente, de momentos de reposo plácido a otros de furia relampagueante.
Octavio Paz, “Descripción de José Luis Cuevas”, en México en la obra de Octavio Paz. III.
Los privilegios de la vista. Arte de México, FCE, México, 1987, pp. 453-455.
Año clave en la historia del arte mexicano: 1965. El 2 de febrero de ese año se realizó en el Museo de Arte Moderno la entrega de premios a los triunfadores del primer Concurso de Artistas Jóvenes de México, certamen auspiciado por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), la empresa Esso Mexicana y la Organización de Estados Americanos (OEA).
Fue el llamado Salón Esso, cuyo jurado estuvo integrado por Rafael Anzures, Justino Fernández, Juan García Ponce, Carlos Orozco Romero y Rufino Tamayo, quienes decidieron otorgar los premios de pintura a Fernando García Ponce por su cuadro Pintura 1-63 y a Lilia Carrillo por Seradis, y los de escultura a Olivier Seguin por su obra Brote y a Guillermo Castaño por Luzbel. La decisión del jurado de conceder el primer premio en pintura a García Ponce provocó polémica, tanto así que el MAM, con apenas unos meses de vida, se convirtió en el escenario de una bronca entre artistas: la última batalla entre autores nacionalistas y vanguardistas.
Quien encendió la mecha fue el pintor Benito Messeguer, alegando que el jurado lo había perjudicado y despojado del premio e interrumpiendo la ceremonia justo cuando el director del INBA, José Luis Martínez, se disponía a leer su discurso. Resulta que el cuadro de Messeguer fue fuertemente discutido por el jurado e incluso propuesto en un principio para el primer lugar por Justino Fernández. Rufino Tamayo se opuso a ese fallo y hasta amenazó con retirarse.
Finalmente, el jurado se inclinó por García Ponce, lo que provocó la ira de los apologistas del nacionalismo artístico. Según Raquel Tibol, presente aquella noche en el MAM, las voces de repudio contra la OEA y José Gómez Sicre (director de Artes Visuales de la Unión Panamericana), fueron generalizadas; igualmente, las acusaciones en contra de Juan García Ponce, porque supuestamente había favorecido a su hermano Fernando, y de José Luis Cuevas, a quien le gritaban: “Lárgate a Washington, traidor, vendido a la OEA”. La batalla continuó después en los medios. Se publicaron artículos y varios de los protagonistas de la trifulca fueron entrevistados (Raquel Tibol, Confrontaciones: crónica y recuento, Sámara, México, 1992, pp. 19-28).
No es extraño que los partidarios del nacionalismo artístico quisieran comerse vivo a José Luis Cuevas, por ser el líder de una nueva generación de artistas que cuestionaban la existencia del arte oficialista. La lucha contra el monopolio de la Escuela Mexicana de Pintura se inició en los cincuenta y tuvo en Cuevas a su protagonista. En 1952 Enrique Echeverría, Alberto Gironella, Vlady, Héctor Xavier y el catalán Josep Bartolí rentaron una casa en la calle de Londres para fundar la Galería Prisse. Ahí comenzó la lucha de los jóvenes pintores independientes contra el monopolio de la Escuela.
Muy pronto se sumaron a la aventura Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Roger Von Gunten y Cuevas, entre otros. Con el tiempo, aquellos artistas serían conocidos como los exponentes de la llamada Generación de la Ruptura (término que en la actualidad es muy cuestionado).
La cortina de nopal
Nacido en la ciudad de México, José Luis Cuevas se reveló desde niño como un espléndido dibujante. Realizó su primera exposición individual en la Galería Prisse (1953) y contaba con poco más de 20 años cuando expuso en la sede de la Unión Panamericana de la OEA (Washington). En 1955 conoció en París a Picasso, quien adquirió dos obras suyas. A su regreso a México inició, junto con otros artistas, una campaña para el reconocimiento del arte que no se ceñía a los moldes de la Escuela Mexicana de Pintura. Sus primeros dardos periodísticos datan de 1958. El 2 de marzo de ese año publicó en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades, dirigido por Fernando Benítez, una carta que apareció bajo el título: “Cuevas ataca el realismo superficial y regalón de la escuela mexicana”, como respuesta a un texto de Andrés Henestrosa. Raquel Tibol, apologista entonces del arte nacionalista, publicó una semana después: “Respuesta a la carta de Cuevas”, en el mismo suplemento (9 de marzo).
Otro dardo cuevista se publicó en México en la Cultura el 8 de abril de 1958. Fue una carta que Cuevas escribió desde Nueva York a Benítez. La carta fue cabeceada en grandes caracteres: “Cuevas, el niño terrible vs. Los monstruos sagrados”. En ese texto el joven autor acuñó el término “cortina de nopal”, parodia burlesca de la Cortina de Hierro que aislaba en su pureza doctrinaria a los regímenes totalitarios de la Europa Oriental. Cuevas se refería, por supuesto, a las posturas dogmáticas de los artistas y críticos que se negaban a abandonar las ideas del nacionalismo, que para esa época estaban en decadencia, e impedían la consolidación de las nuevas propuestas. Derrumbar la cortina de nopal significaba luchar: “contra ese México ramplón, limitado, provincianamente nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí mismo, contra ese México me pronuncio”.
En 1959 José Luis Cuevas ganó el Primer Premio Internacional de Dibujo de la Bienal de Sao Paulo. Durante los años sesenta se convirtió en un artista reconocido internacionalmente, no solo por sus exposiciones en países americanos y europeos sino también por sus libros, sus declaraciones, su permanente polémica con los artistas nacionalistas, su incursión en el teatro como escenógrafo y la ejecución de un “mural efímero”. La exposición colectiva Confrontación 66, celebrada ese año en el Palacio de Bellas Artes, significó el reconocimiento oficial a la nueva plástica, de la cual Cuevas era la figura más destacada.
En 1968 expresó su solidaridad con los estudiantes al pintar, en compañía de otros artistas, sobre las láminas que cubrían la mutilada estatua del ex presidente Miguel Alemán, en Ciudad Universitaria. El artista rebelde no paraba. En 1970, en Estados Unidos, participó en mítines contra la guerra de Vietnam, y en México lanzó su candidatura independiente para diputado por la Zona Rosa del Distrito Federal.
Enrique Krauze anota: “En la pelea del (medio) siglo entre Cuevas y los muralistas no se disputaba solo el destino de un estilista precoz que había probado el éxito en París y Washington y que ahora se arriesgaba frente a los pesos completos de su país, dueños vitalicios de la conciencia pictórica nacional. Estaba en juego también la posibilidad de que la cultura mexicana se adelantara, se abriera definitivamente al mundo y descubriera sin terror que como México sí hay dos” (“Narciso criollo”, en Vuelta, núm. 186, mayo de 1992, pp. 56-59).
Eso deseaba Cuevas, quien al final de su carta dijo: “Quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto del mundo, no pequeños caminos vecinales que conectan solo aldeas”. Afortunadamente, los jóvenes ruptores lograron su objetivo de derrumbar la muralla estético-ideológica, lo que propició que esas “carreteras” se fueran ampliando. Aquellos jóvenes rebeldes protagonizaron uno de los capítulos más intensos del arte nacional: integraron una generación heroica que supo responder a su momento histórico, que reivindicó la libertad creativa y abrió la senda por la que han transitado generaciones posteriores.
Nuestra herida
Cuando José Luis Cuevas realizó su famoso “mural efímero” (término contradictorio con el que satirizó las pretensiones de continuidad del muralismo) en la Zona Rosa, en 1967, provocó una gran expectación entre los asistentes y fue ampliamente comentado por la prensa nacional y extranjera. El artista rebelde se encontraba en la cúspide de la fama. Alejo Carpentier, Beatriz de la Fuente, José Gómez Sicre, Margarita Nelken, Leslie Judd Portner y Philippe Soupault habían escrito textos elogiosos sobre su obra. Pero quien más se entusiasmó con su trabajo fue Marta Traba: ella lo consideró el mejor dibujante del continente y uno de los mejores del mundo. Traba lo incluyó en su libro Los cuatro monstruos cardinales (Era, México, 1965), junto a Francis Bacon, Jean Dubuffet y Willem de Kooning. En otro de sus libros, Los signos de la vida (FCE, México, 1975), la célebre crítica trazó un paralelo entre Cuevas y Francisco Toledo.
Celebrado tanto en México como en el extranjero, Cuevas ha gozado de una gran fortuna crítica, no solo por su rebeldía sino también por la calidad de su obra. Fundamentalmente autodidacta, es en lo esencial un expresionista (con ecos de Goya, Posada y Orozco) que en poco tiempo logró un lenguaje personal e inconfundible, tanto en su manejo de la línea y la mancha como en su repertorio iconográfico. Desde muy joven se nutrió en la capital de lo terrible cotidiano (la violencia en las calles, la locura enclaustrada en La Castañeda) y decidió plasmarlo.
Es un artista introspectivo que privilegia la tortura interna y los monstruos que la provocan. Dibuja y graba con maestría visiones oscuras de la condición humana. Nuestra miseria espiritual. Los locos, los mendigos, las prostitutas, los individuos alienados y los seres marginados son los motivos recurrentes en su obra. Sus personajes nunca son bellos, tampoco sus innumerables autorretratos; sus personajes son trágicos y pertenecen a un mundo en el que la belleza no existe. (La obra erótica del artista, cuyo sentido es la afirmación de la vida, es la contraparte perfecta de su obra más desgarradora).
Existen muchos artistas con habilidad para el dibujo mimético, pero pocos de ellos logran una iconografía, una temática y un estilo propio. José Luis Cuevas consiguió esto hace mucho tiempo y su mérito principal radica en su capacidad para crear mundos ficticios. Su dibujo no tiene como objetivo producir imágenes fieles a la realidad visible: su dibujo inventa personajes con vida propia. Con pleno dominio del trazo lineal y recursos creativos e iconográficos propios, crea personajes como si fuera un literato. Su obra gráfica es muy “literaria” y hay críticos que han encontrado en ella huellas de algún escritor consagrado. Un ejemplo: en su libro La pintura del siglo XX (1900-1974) (FCE, México, 1978), Jorge Romero Brest escribe: “sus dibujos y litografías son pictóricos, mezclando la línea, el tono y el claroscuro, con una movilidad extrema que hace pensar en Rembrandt y una angustia sostenida que hace pensar en Kafka” (p. 439).
Hay más: lo “literario” también está presente en la escultura de Cuevas. Si lo terrible cotidiano ha caracterizado su obra gráfica, lo terrible fantástico es lo que ha distinguido su obra escultórica, que se incrementó en los años noventa con bronces de diversos tamaños, entre ellos La giganta (1991), espectacular obra que se encuentra en el patio del museo que lleva su nombre. Lo más sobresaliente de su obra tridimensional es su bestiario fantástico, inspirado en el poemario Animales impuros del escritor español José Miguel Ullán.
A este creador rebelde, uno de los artistas centrales del siglo XX mexicano, dedicó Octavio Paz en 1970 el poema “Totalidad y fragmento”, que concluye así: “desde el fondo del tiempo, desde el fondo del niño, cada día José Luis dibuja nuestra herida” (op. cit., pp. 489-490).
*Fotografía. “Masturbación” (2004), de José Luis Cuevas